La Sevilla medieval se constituyó como una ciudad de importantes contrastes culturales donde coexistían al tiempo tres grandes religiones: la cristiana, la musulmana y la judía. El populoso barrio de la judería, conocido en la actualidad como Santa Cruz, se convirtió en la cuna de una economía abierta y comercial, donde la figura del mercader alcanzó un gran protagonismo, especialmente en lo que a préstamos pecuniarios se refiere. Estas actividades estaban prohibidas para los cristianos por cuestiones religiosas. Precisamente, este fue uno de los desencadenantes para que se realizaran importantes campañas antisemitas promulgadas por el arcediano de Écija, Ferrán Martínez. El 6 de junio de 1391 se llevó a cabo una de las masacres más importantes del reino de Castilla, donde murieron más de 4.000 judíos. Los pocos que consiguieron sobrevivir lo hicieron con la condición de convertirse al cristianismo, denominándose como "judíos conversos".
Durante el reinado de los Reyes Católicos, en pleno siglo XV, y la constitución de la Santa Inquisición, el ambiente no era el más idóneo ni tan siquiera para los llamados judíos conversos, a pesar de contar con ciertas garantías de vida gracias a la protección de la Autoridad Real.
En este ambiente de crispación, rechazo y sed de venganza aparece la figura de un acaudalado converso sevillano llamado Diego Susón, el cual vivía con su familia en una morada de la antigua judería (actualmente ubicada entre la calle aire, vida y muerte). Este ingenió un plan cuya finalidad principal era la de provocar el terror en la ciudad y con ello, erigir un verdadero levantamiento general de judíos en todo el reino de Castilla.
Diego Susón tenía una hermosa hija conocida popularmente en la ciudad como la “fermosa fembra”, cuyo nombre de pila era Susana Ben Susón, aunque todos la llamaban Susona. La joven y bella judía comenzó un idilio a escondidas con un noble caballero cristiano del que rápidamente se enamoró.
Según cuenta la historia, una noche, mientras Susona aguardaba en su habitación a que su padre se durmiera, y de esta manera poder escapar a los brazos de su amante, fue testigo accidentado del momento en el que un grupo de judíos comandados por su progenitor conspiraban contra los inquisidores.
Una vez terminada la reunión, Susona apresuradamente se echó a las calles de la judería en busca de su joven amor, haciéndole partícipe de lo que minutos antes ella presenció. Su finalidad era velar por la vida de su amante, sin ser consciente de las consecuencias que derivaban de dicha confesión. El noble caballero se dirigió a la casa del Asistente de la Ciudad don Diego de Merlo y allí le contó lo que la joven Susona le acababa de relatar. Rápidamente, recorrieron las calles de la judería y apresaron a los conspiradores. En 1480 todos ellos fueron juzgados y condenados a la horca en el quemadero de Tablada.
Atormentada por el sentimiento de culpa, Susona acudió a la Catedral en busca de confesión. El Arcipreste Reginaldo de Toledo, obispo de Tiberíades, la bautizó y le concedió la absolución, recomendándole hacer penitencia en un convento para limpiar su alma. Años más tarde, la joven volvió a su hogar y desde entonces llevó una vida cristiana y ejemplar.
Cuando Susona murió y abrieron su testamento, encontraron una cláusula que recogía lo siguiente: “Y para que sirva de ejemplo a los jóvenes y en testimonio de mi desdicha, mando a que cuando haya muerto, separen mi cabeza de mi cuerpo, y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí para siempre jamás”.
Su última voluntad fue respetada, por lo que colocaron su cabeza sobre el dintel de la puerta de su hogar, permaneciendo en el lugar desde finales del siglo XV hasta mediados del XVII, según los testimonios recogidos. El callejón fue bautizado como de la muerte, donde ya, inmersos en pleno siglo XIX, se cambió por el nombre de calle Susona.
En la actualidad, y como recuerdo a la macabra historia que en el antiguo barrio de la judería acaeció, podemos encontrar un azulejo pintoresco que evoca la traición y la leyenda que emana de siglos atrás.
Según queda recogido en el Ms. 1419 de la Biblioteca Nacional de Madrid (fol. 133 vº), los nombres de los conversos conjurados eran los que siguen: Susán, “padre de la Susana, la hermosa fembra”; Benadeva, “padre del canónigo Benadeva y sus hermanos”; Abolofia, “el perfumado”; Alemán, “poca sangre, el de muchos fijos Alemanes”; Pero Fernándes Cansino, veinticuatro y jurado de San Salvador; Alonso Fernández de Lorca; Gabriel de Zamora, veinticuatro de Sevilla; Ayllón Perote, “el de las Salinas”; Medina, “el Barbado, hermano de los Baenas, obligado de dar carne a Sevilla”; Sepúlveda y Cordobilla, “hermanos que tenían la casa del pescado salado de Portugal”; Pero Ortiz Mallite; Paro de Jaén, “el Manco, y su hijo Juan de Almonte”; los Aldafes “de Triana, que vivían en el Castillo”; Álvaro de Sepúlveda: “el viejo padre de Juan de Jerez de Loya”; Cristóbal López Mondadina (o Mondadura).
Como dato curioso, existen unas notas marginales que señalan que los cuatro primeros y Loya murieron quemados.
Fuentes:
-Elcaminarte.es (2016), La leyenda de la Bella Susona.
-Historiamujeres.es (2012), Susana ben Susón. La Susona.
-Sevillamágicayeterna.es (2018), La leyenda de la bella Susona. Una mujer fatal del siglo XV.
-Unpocodesevilla.blogspot.com (2014), La bella Susona. Leyenda de Sevilla.