La llegada al trono del rey español Felipe IV (1621-1640) coincidió con una época convulsa, que poco tenía que ver con aquella Monarquía Hispánica que dominaba Europa. Una de las personalidades más significativas del reinado de este monarca fue su valido, Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como el Conde Duque de Olivares. Pero su celebridad no es síntoma de llevar a cabo una apropiada forma de gobierno.
Olivares elaboró un programa político que provocó el descontento general, principalmente en la región catalana. Este se fundamentaba en una serie de medidas que pretendían favorecer el mantenimiento de la hegemonía imperial de los Habsburgo en territorio europeo. Además, propuso reformas económicas, militares y administrativas. Una de sus medidas más polémicas fue la denominada Unión de Armas (1626), que exigía a las distintas provincias del reino la donación de tropas y dinero.
Sin embargo, los conflictos con Cataluña comenzaron tras la muerte de Felipe III (1621), debido a la hostilidad generada contra el virrey del momento, el Duque de Alcalá. Anticipar que los virreyes nunca habían sido bien recibidos en los condados catalanes, ya que eludían serios conflictos históricos de la zona, como el bandolerismo, mientras cumplían rigurosamente las órdenes de Olivares. Asimismo, las Cortes de 1626 replantearon las relaciones entre Cataluña y la monarquía, puesto que no fueron cerradas hasta 1632, vislumbrando una dejadez real que el pueblo catalán no iba a olvidar.
En cuanto al contexto internacional, Europa se veía inmersa en un conflicto bélico de gran envergadura: la Guerra de los 30 años (1618-1648), que concluyó con la paz de Westfalia, en la que Francia se alzaría como clara vencedora de la contienda. Este país había declarado la guerra a la Monarquía Hispánica en 1635, motivo por el que Olivares abrió un nuevo frente militar en Cataluña.
La estancia del ejército del rey acarreó múltiples inconvenientes que derivaron en altercados entre campesinos y soldados y acabó precipitando la sublevación de 1640. Además, la sociedad catalana se negó a alojar y mantener a estos últimos en sus respectivos hogares, lo que suscitó nuevamente un entorno hostil. A esta delicada circunstancia se sumaba la precariedad económica que sufría el gobierno catalán en torno a 1638, debido a una mala gestión administrativa.
La revuelta dio comienzo el 22 de mayo de 1640 en el entorno rural, de la mano de aproximadamente 200 campesinos que entraron en la ciudad de Barcelona. A estos se unió gente de la ciudad que contaba con limitados recursos económicos y la rebelión se expandió por distintas comarcas de la región, hasta un total de 19. El momento decisivo tuvo lugar el 7 de junio de 1640 coincidiendo con la celebración del Corpus. Aproximadamente unos 400-500 segadores irrumpieron en Barcelona al grito de “visca la terra!”, “muiren els traidors!”. El virrey catalán fue asesinado, múltiples casas arrasadas y bajo esta tesitura tan caótica afloraron figuras como Pau Claris, quien acabó tomando las riendas del poder.
Como consecuencia, la oligarquía recuperó el control de la ciudad y los segadores fueron expulsados de la misma. Pero Felipe IV no iba a quedarse de brazos cruzados y mandó refuerzos al territorio catalán (un ejército de 40.000 hombres). Claris y el resto de diputados oligarcas se vieron obligados a pedir ayuda a Francia como resultado de su aversión por la movilización campesina y el deterioro de las relaciones con la monarquía.
Claris iba a intentar, aparte de expandir la revolución más allá de Cataluña, proclamar una república controlada por esa aristocracia que no mostraba sino contradicciones en cuanto a la gestión de la situación. Luis XIII fue nombrado conde de Barcelona y las ayudas francesas no tardaron en llegar, gracias a las negociaciones con la mano derecha del rey galo, el Cardenal Richelieu. Pese a que la colaboración francesa iba a ser coyuntural, lo cierto es que Francia acabó conquistado la región catalana y sometiendo a toda la ciudadanía. El ejército real trató de recuperar el terreno perdido, pero cayeron derrotados en la Batalla de Montjuic de 1641.
Con el transcurso del tiempo, Cataluña fue perdiendo importancia para el reino francés, cuya verdadera pretensión era hacerse con el dominio de Flandes. La situación fue tensándose paulatinamente y la división de la sociedad se percibía con facilidad. Por un lado, los afrancesados y por otro los contrarios al régimen de sumisión que impusieron las personalidades francesas y que ahora luchaban en el bando castellano. La sucesión de enfrentamientos empezó en el año 1646 y la desesperación llegó en 1650, cuando la carestía de alimentos y enfermedades como la peste asolaron a la población.
Finalmente, Felipe IV logró reconquistar Cataluña en 1652 gracias al auxilio recibido por parte del ejército de su hijo bastardo, Juan José de Austria. A su vez, firmó un pacto de respeto a las leyes catalanas como muestra de consideración, si bien se perdieron territorios como el Rosellón y la Cerdaña, que pasaron a manos galas. El conflicto bélico con Francia no terminó hasta 1660, año de publicación de la paz oficial, a pesar de que con la Paz de los Pirineos (1659) quedaron establecidos los confines de ambos países.