Todos mueren al final
De izquierda a derecha Oates, Bowers, Evenas, Scott y Wilson

"Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero"

 Joseph Conrad, El espejo del mar

"Más allá se vislumbra un mundo ignoto,

cuyo horizonte huye una y otra vez cuando avanzo.

Venid amigos, no es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo (…)

hasta que muera debilitado por el tiempo y el destino

pero fuerte en voluntad

¡¡para luchar, explorar, encontrar y no ceder jamás en el empeño¡¡".

Ulysses, Alfred Tennyson (el último verso se convertiría en el epitafio escogido por los supervivientes de la expedición Scott para sus compañeros muertos)

Pese a lo que se suele creer en la Antártida hay montañas. Montañas muy altas que forman incluso cordilleras al completo, algunas de las cuales se interponen a su vez entre zonas de la costa y el interior. Así ocurría al menos con el territorio próximo a la zona de desembarco donde los británicos y los exploradores de otros países instalaron sus bases a principios del s. XX en su intento por adentrarse en el territorio. A partir de esas cabezas de playa lo siguiente era recorrer una elevada meseta que en algunas zonas de costa se encuentra a más de 2.500 metros de altitud y donde la sensación térmica es extrema. Para salir de ese infierno había que encontrar algún paso por el que penetrar entre las cordilleras montañosas que separan dicha altiplanicie costera del interior. A ese respecto la ruta abierta por Shackleton para acceder hacia el interior de la Antártida usaba los glaciares de la zona -en su caso el llamado glaciar Beardmore-, glaciares que aportaban un terreno llano el cual abriéndose entre algunas de esas cimas descendía suavemente hasta una llanura helada central donde se encontraba finalmente el ansiado Polo Sur. El glaciar Beardmore fue pues el desfiladero, la grieta escogida por Scott para acceder al interior del continente helado y comenzar la última parte del viaje.

     

 

Tras las montañas de la locura 

 En un reciente artículo habíamos dejado la historia de la expedición Scott justo a las puertas de ese momento álgido a medio camino de su objetivo. De los dieciséis hombres que habían llegado hasta allí solo doce se adentraron en el glaciar Beardmore. Más adelante, el 22 de diciembre, a una latitud de 85 grados y 20 minutos Sur, Scott hizo regresar a Edward Atkinson, Apsley Cherry-Garrard, C. S. Wright y Patrick Keohane. Ocho hombres siguieron hacia el Sur. De entre ellos Edward Evans, William Lashly y Thomas Crean fueron los siguientes en ceder y tener que regresar también. De hecho Edward Evans ya moribundo por el frío, el hambre y el esfuerzo moriría de agotamiento poco después de regresar a la base. Fue la primera –y casi siempre olvidada- victima de aquella expedición maldita en la que otro expedicionario más, Robert Brissenden (un integrante del equipo de apoyo) también murió, en este caso ahogado. De ellos dos no suele acordarse nadie pues más adelante fue el destino también trágico de Scott y sus cuatro compañeros el que capturó toda la atención, pero todas esas otras muertes dan fe de las condiciones inhumanas que tuvieron que soportar aquellos hombres.

Pero volvamos a fijarnos en el grupo de Scott. Tras aquel último corte en el grupo de expedicionarios se formó el grupo definitivo de cinco hombres que, tras dejar atrás a todos los demás compañeros, se dirigió hacia el Polo Sur. Aquellos cinco hombres eran Robert Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, líder de la expedición; Edward Adrian Wilson, zoólogo, líder del grupo científico, gran y casi único amigo de Apsley Cherry Garrard en aquella expedición; Lawrence Oates, capitán del regimiento de dragones de Inniskilling de la British Army; Henry Robertson Bowers (alias Birdy para sus compañeros), teniente de la Royal Navy; y finalmente Edgar Evans (no confundir con el antes mencionado Edward Evans). 

Sin entrar en detalles baste decir que el 17 de enero de 1912 los cinco hombres alcanzaron su objetivo de llegar al Polo Sur, solo para enterarse de que Amundsen había llegado allí nada menos que un mes antes, el 14 de diciembre de 1911. ¿Se imaginan la decepción?, ¿lo que debe ser ir a una cita dispuesto a declararte a la mujer de tu vida arrastrándote por el hielo durante 79 interminables días, a unos 20 o 25 grados bajo cero, sólo para una vez llegado al lugar convenido enterarse de que ella ha decidido emparejarse con un jodido Erasmus noruego?. Y lo mejor de todo es que te queda todo el camino de vuelta para pensarlo una y otra vez durante los más o menos tres meses que dura dicho regreso a pie hasta la base de partida. Arrastrándote por el hielo de nuevo.

Así las cosas, abandonados y desmoralizados en aquella inmensidad de hielo, tras haberse dejado sus fuerzas en la carrera para llegar primeros al Polo solo para haber perdido claramente, los miembros del equipo de  Scott fueron pereciendo uno atrás otro durante el viaje de regreso.

Evans aguantó algo más de un mes, hasta el 17 de febrero. Por su parte Oates murió un mes más tarde. Durante el viaje de regreso a una vieja herida de guerra en el pie se le sumaron los efectos de la congelación. Así las cosas, con el pie helado y progresivamente gangrenado, Oates cada vez se vio más incapaz de continuar. El grupo había calculado una marcha de unos 14 km. por día para que las raciones de comida les durasen durante el camino de regreso, pero debido a la herida de Oates la marcha se redujo a menos de 5 km al día. El 16 de marzo de 1912, al caer la noche, mientras el equipo intentaba calentarse un poco en la tienda, Lawrence Oates se levantó y dijo a sus compañeros una frase que ha pasado la historia: “voy a salir un momento a estirar las piernas... puede que tarde un poco en volver”. Tras esto salió de la tienda y se adentró cojeando en la ventisca exterior. Probablemente murió de hipotermia poco después. Naturalmente jamás regresó ni se encontró su cuerpo. Al día siguiente era su cumpleaños. 

De esta forma Oates entraba en la leyenda dibujando en adelante el perfil de héroe anglosajón preferido. Al fin y al cabo, cada cultura tiene sus tipos de héroes. Por ejemplo, los héroes españoles suelen ser coléricos, audaces, violentos, realizando gestas a base de “huevos”, improvisación, sufrimiento y audacia. Por contraposición, en adelante el mundo anglosajón se fascinaría más bien por héroes muy profesionales, disciplinados, calmados, generosos y dispuestos a sacrificarse en silencio por el bien del grupo tras realizar un frío análisis racional de costes y beneficios.

      

Oates se suicidó internándose en los hielos perennes para así dar una oportunidad a sus compañeros de llegar al campamento con las ya muy escasas provisiones que les quedaban y sin el lastre que él mismo suponía. Sin embargo, pese a ello, los tres miembros supervivientes hasta aquel momento, Scott, Wilson y Bowers no lo lograrían y morirían en su tienda de agotamiento, frío y hambre a finales de aquel mes.

Mientras tanto nuestro amigo Apsley Cherry-Garrard había regresado a la base y vuelto a partir de la misma el 26 de febrero tras unos días de descanso. Montado en un trineo tirado por perros se dirigió hacia el último depósito de víveres en la ruta de regreso de los expedicionarios para reabastecer la posición y vigilar el regreso de Scott. Llegó al One Ton Depot el 4 de marzo, tras depositar raciones suplementarias. Con víveres para veinticuatro días, podía esperar ocho días aproximadamente antes de regresar. Una alternativa a la espera era partir hacia el Sur en busca del equipo polar, pero debido a la ausencia de depósitos de alimentos para los perros Cherry-Garrard decidió no esperar a Scott en la zona. El 10 de marzo, tras el empeoramiento de las condiciones meteorológicas e ignorando que Scott luchaba por sobrevivir a menos de 113 km del lugar, Cherry-Garrard regresó al campamento base al que llegó el 16 de marzo. El grupo de Scott mientras tanto siguió aproximándose al depósito que Apsley acababa de abandonar hasta morir a unos 18 km de distancia del mismo, demasiado agotados y hambrientos para seguir avanzando.

De hecho Scott intuyó antes de que se produjera el fin que les aguardaba y así lo dejó plasmado en el diario que siguió escribiendo hasta casi el último momento:

"Todos los días estamos dispuestos a partir hacia nuestro depósito a 11 millas, pero a la entrada de la tienda persiste un remolino de nieve. No pienso que podamos esperar nada mejor ahora. Perseveraremos hasta el final, pero nos estamos debilitando, por supuesto, y el final no puede estar lejos. Es una lástima, pero creo que no puedo escribir más. Si hemos dejado nuestras vidas en esta empresa ha sido por el honor y la grandeza de nuestro país. Si hubiese vivido habría tenido que hacer un relato que hubiese mostrado el valor, la resistencia y la audacia de mis compañeros. Ahora estas breves notas y nuestros cadáveres tendrán que hacer las veces de relato".

Cuando las semanas y los meses siguieron pasando sin que Scott regresase en la base se iniciaron las labores de búsqueda. El 29 de octubre de 1912, partió una expedición y el 12 de noviembre por fin encontraron la tienda que contenía los cuerpos congelados de Scott, Wilson y Bowers. Apsley había querido formar parte del grupo y tan despistado como siempre le partió uno de los brazos al cadáver congelado del capitán Scott al ir a coger su diario para leerlo.

Aquella tragedia ponía en parte fin a un periodo. Quedaban aún en el tintero las gestas que Shackleton realizaría años más tarde pero en general la llegada de la Iª Guerra Mundial  con sus matanzas en el barro, las trincheras, las alambradas, la incompetencia de políticos y generales, los gases, las ametralladoras, la muerte industrializada y sin sentido, la posterior desilusión colectiva de la sociedad… todo ello puso fin al período heroico. El mundo y la sociedad se hicieron mayores y dejaron de soñar con cosas inocentes y juegos de explorador. En las siguientes décadas los sueños colectivos serían más violentos y se tornarían en pesadilla.

Los tres espartanos

De los 300 espartiatas que acompañaban a Leónidas hubo tres que pudieron salvarse: Eurito, Aristodemo y Pantitas.

Eurito y Aristodemo (en otras historias de la historia se les llama Alejandro y Antígono) se hallaban convalecientes de una dolencia ocular y habían sido autorizados por Leónidas a abandonar el campamento. Pese a todo al producirse el envolvimiento de los restos del contingente de Leónidas Eurito acudió al campo de batalla con su hilota aunque este último huyó. Poco después Eurito murió en el combate.

Aristodemo en cambio regresó a Esparta. Se corrió la voz de que había sobrevivido por esconderse bajo su escudo y aparentar que estaba muerto por lo que recibió el desprecio de todo el mundo. Sobrecogido por la culpa de no haber muerto con sus compañeros, en la siguiente batalla contra los persas – Platea- al formarse la línea griega este soldado dio un paso adelante quedándose completamente solo por delante de la primera línea. Obviamente fue el primero en morir. Su gesto sin embargo tampoco fue apreciado, el resto de griegos se pusieron de acuerdo en no mencionar su nombre ya que su iniciativa les pareció un afán de gloria personal egoísta y que no tenía lugar en el espíritu de combate griego.

Finalmente Pantitas se salvó porque recibió el encargo de llevar un mensaje a Tesalia, pero a su regreso corrió la misma suerte que Aristodemo y ante la vergüenza y el acoso social que sufrió acabó por ahorcarse.

La moraleja de la historia es que resulta incómodo sobrevivir a los héroes. Salvarse y convertirse a los ojos de los demás en un recordatorio viviente de una gloriosa tragedia colectiva se acaba convirtiendo en un problema.

El mérito del capitán Scott es que en cierta forma protagonizó la primera gesta “retransmitida” de la historia. En aquel tiempo la mayor parte de hazañas de los grandes exploradores se conocían a su regreso mediante algún artículo de periódico, unas conferencias públicas o al publicar el libro de sus andanzas. Por el contrario la expedición de Scott fue mucho más “interactiva”, para empezar había contado con cobertura y seguimiento de la prensa en su gestación, el público británico estaba informado de lo que se pretendía y estaba ávido de noticias periódicas de las andanzas de Scott y su carrera contra Amundsen. Además Scott dejó un diario escrito, adecuadamente novelesco, de sus hazañas. Por último estaba el hecho de su trágico final el cual aún dotaba de un mayor halo de romanticismo y heroicidad a lo sucedido. A veces las gestas más épicas no son las que acaban en triunfo sino las crónicas de  grandes y muy gloriosos fracasos. Nada hace empatizar tanto como el drama, así cuando los diarios de Scott fueron publicados lo oscurecieron todo a su alrededor.

El propio Amundsen, el hombre que en 1906 había descubierto el mítico paso del Noroeste buscado sin éxito durante siglos por docenas de otros exploradores, el primer hombre en llegar al Polo Sur y el que más adelante se convertiría en el primero en llegar a los dos Polos al alcanzar también el Polo Norte… quedaba convertido en el “malo” de la historia. La crónica de su exitosa y aparentemente “sencilla” expedición no interesaba a nadie. Amundsen había ganado la carrera sobre el hielo pero había perdido la competición mediática claramente.

En lo que nos interesa ese papel de “malo” Amundsen pasaría a compartirlo con nuestro particular héroe, la persona en que me he fijado para centrar el relato, Apsley Cherry Garrard. Por ello la mayor parte del resto de la vida de Apsley fue muy desgraciado ya que a los ojos de todos quedó progresivamente convertido en una suerte de Ed Wood de la exploración antártica. Figura trágica, respetado por unos pocos, recriminado por una mayoría de otros, objeto de burla o apestado según el observador tomase partido a la hora de  juzgarlo.  

Tras su regreso de la Antártida sufrió una fuerte depresión cuyos episodios le acompañaron el resto de su vida. Se agudizó también su diarrea crónica y desarrolló síntomas de lo que hoy se conoce como estress post-traumático propio de  combatientes en zonas de guerra.

En cierta forma Apsley recuerda a ese personaje que siempre interpretaba Tony Randall en las comedias de Rock Hudson y Dorys Day. En concreto en Pijama para dos Randall representaba a la perfección el papel de un acomplejado hijo de millonario, meapilas dinástico psicológicamente aplastado por las expectativas propias y ajenas que no puede satisfacer y por la comparación con el macho y varonil Rock Hudson (bueno, ustedes me entienden). Visualicemos al Señor Sapo de “El viento en los sauces”  compelido por su destino y la sobredosis de facilidades vividas en su niñez a no poder adaptarse al esfuerzo necesario para destacar como el linaje exige.

    

En 1922 moría prematuramente envejecido y medio arruinado Ernest Shackleton cuando intentaba una nueva expedición a la Antártida ante la indiferencia general. Por entonces el amable y simpático vecino de la mansión campestre de Apsley, un tal George Bernard Shaw, le recomendó escribir una crónica de sus vivencias en la Antártida que le sirviera como una suerte de autoexorcismo. El libro se tituló The Worst Journey in the World y cosechó cierto éxito. Pero pese a todo Apsley no se recuperó de su melancolía.

Dos años después su viejo compañero de colegio, George Mallory, desaparecía en la cara noreste del Everest y entraba en la leyenda. En 1925 le dieron el Nobel de Literatura al simpático vecino mientras Apsley dejaba de ser objeto de burla y desprecio y simplemente caía poco a poco en el olvido colectivo.  

En 1928 moría, de forma gloriosa (cómo no), el más grande explorador de su tiempo, Roald Amundsen, el archienemigo del capitán Scott. Amundsen desapareció en la ventisca, en este caso en el Ártico, durante una misión de rescate de varios aventureros desaparecidos. Si los viejos soldados nunca mueren, solo se desvanecen y los viejos roqueros nunca mueren por mucho que se droguen, lo cierto es que muchos viejos exploradores simplemente se pierden en la niebla, o la ventisca polar, según casos.

A esas alturas de su vida Apsley había conocido, tratado e intimado con la mayoría de los grandes héroes británicos del período, pero mientras todos ellos yacían muertos, colmados de gloria y admirados por todos, Apsley seguía vivo, olvidado y ocasionalmente despreciado. Al final todo se reduce al dilema de Aquiles: ¿morir joven y ser recordado para siempre o gozar de una larga y anodina vida y una familia pero con el tiempo caer eventualmente en el olvido?. Apsley no disfrutaba de la gloria, ni mucho menos, pero tampoco una feliz vida familiar, estaba solo y sumido en la nada.

Cuando su viejo colega de universidad Thomas Edward Lawrence, ya por entonces mejor conocido como Lawrence de Arabia, murió también joven y admirado en 1935, Apsley fue invitado a participar en su elogio fúnebre. Pero para entonces Apsley se hallaba tocando fondo por completo y era una sombra de sí mismo. En el capítulo que redactó para un libro colectivo de elogio que se esperaba publicar llamado T. E. Lawrence, by His Friends Apsley realizó quizás uno de los más amargos y lúcidos análisis del heroísmo humano y sus a veces oscuros recovecos motivacionales.

En las páginas que redactó, Apsley sostenía que los actos extraordinarios nacían del sentimiento de inferioridad y cobardía que llevaban a determinados individuos a tener que probarse cosas a sí mismos. Sugería también que las autobiografías de los héroes eran procesos de terapia a través de la escritura para poder exorcizar esa realidad anterior y enmascararla de cara a dejar atrás el shock nervioso que toda hazaña provocaba. No sabemos muy bien si hablaba de su amigo Lawrence o de sí mismo pero en todo caso su capítulo fue borrado de la versión definitiva del libro.

De hecho el escándalo hizo que esa ocasión fuese la última vez que la buena sociedad se acordó de Apsley hasta su muerte, la cual aún tardaría muchos años en llegar. Curiosamente las últimas décadas de nuestro héroe al fin serían felices al encontrar el amor, justo cuando comenzaba la IIª Guerra Mundial, en una jovencita de 23 años dedicada por entonces al mundo del ocio masculino y a la que la Antártida o lo que hubiera sucedido allí parecía no importarle demasiado. Gracias a ella Apsley murió en su cama, mucho tiempo después, de un infarto a los 73 años, suponemos que feliz al fin al realizar exploraciones más tranquilas y gratificantes que las vividas en su juventud.  

Usuthu

Pero quien dice que la vida no te da segundas oportunidades, aunque sea después de muerto. Verán ustedes, dense cuenta de que la historia como relato en realidad no suele ser la crónica del pasado tal y como fue sino que es la narración del pasado de acuerdo a lo que creemos que sucedió y ahí, a la hora de dar forma a ese creemos, tienen mucho que ver no solo los fríos datos sino los prejuicios, valores, intereses y conveniencias del presente a la hora de interpretar esos datos y sobre todo a la hora de rellenar las lagunas entre ellos. Por eso el relato del pasado va cambiando periódicamente, no solo producto de nuevos descubrimientos, sino de forma frecuente solo para adaptar convenientemente la interpretación del pasado a los gustos, necesidades e intereses del ahora.

En el caso del capitán Scott fue un héroe indiscutido más o menos hasta los años 70, pero a partir de ese momento se produjeron diversos cambios sociales y culturales que dieron un giro al sentido dado a su figura pasando a sucederse los libros e interpretaciones críticas con la misma. Hay que entender que se trataba de unos años donde producto del auge de los movimientos contraculturales y anticoloniales el viejo tipo de héroe nacionalista de una pieza empezó a verse como algo rancio.

Para que el párrafo anterior no resulte tan abstracto les pongo un ejemplo visual que pueden comprobar tranquilamente un fin de semana cualquiera. Consiste en el visionado de dos películas británicas. La primera es Zulú rodada en 1963 a mayor gloria del recuerdo de una famosa gesta ocurrida durante las guerras zulúes del s. XIX. Michael Caine interpreta en la película en cuestión a un british hero de una pieza a la cabeza de un grupo de esforzado soldados del imperio que resisten hasta el último hombre y en clara inferioridad numérica el asalto de una ingente masa de guerreros zulúes. La película es básicamente un western en lo conceptual donde los zulúes de turno podrían ser sustituidos por indios asediando un fuerte o cualesquier otro grupo de “salvajes” primitivos legítimamente exterminables en provecho de la civilización.

En cambio en 1979 se rodó su “precuela”, Amanecer Zulú, donde Burt Lancaster y Peter O'Toole nos cuentan (en la línea establecida unos años antes por otra famosa película de época británica como es La última carga) una historia de corrupción y estupidez en los mandos del ejército británico (aquí no tan glorioso como en la película anterior) la cual acaba desembocando en la aniquilación de todo un cuerpo de ejército de su graciosa majestad a manos de los zulúes, los cuales en esta película en vez de ejercer de “malos” y perder resulta que vencen en legítima defensa de su tierra y su libertad.

 

Durante el espacio de tiempo entre ambas películas habían cambiado muchas cosas en el mundo, las protestas contra la guerra de Vietnam en los EE.UU., el movimiento por los derechos sociales o el de los países no alineados, el mayo del 68, el auge de los movimientos pacifistas, etc. De repente la conquista colonial y las gestas militares asociadas ya no eran algo de lo que enorgullecerse sino un período del pasado al que criticar.

Pues bien, en un contexto diferente, un poco por motivos distintos pero en el fondo debido a cuestiones parecidas, a finales de los 70 aparecieron así voces críticas con el papel desarrollado por el capitán Scott en la dirección y planificación de su famoso viaje, donde antes se ensalzaba su bravura y abnegación empezó a criticarse su falta de planificación, su cerrazón, su falta de realismo a la hora de tal vez tirar la toalla a tiempo salvando vidas en el proceso, etc.

Sea cual sea la “verdad” poco a poco surgieron nuevas interpretaciones del sentido de su expedición y de las responsabilidades respecto a lo que había salido mal durante la misma. Producto de todo esto antiguos héroes cayeron y se levantaron otros nuevos y de cara a esto último en libros, manuales o artículos de divulgación, poco a poco se fue recuperando y rehabilitando la figura de nuestro protagonista, Apsley, pasando por alto sus matices más ridículos y resaltando los más notables. No obstante para entender qué demonios pasó para que se produjese dicho tránsito de villano a héroe debemos recuperar la memoria de algo que sucedió poco antes de arrancar el fatídico viaje de Scott en pos del Polo Sur.

El doctor Wilson. Un hombre con tres huevos.

En la Antártida, como en general en todo el hemisferio Sur, las estaciones están invertidas, cuando en Europa es otoño allí es primavera, cuando aquí es verano allí es invierno y al revés. Por eso el capitán Scott emprendió su asalto al Polo Sur en los meses “invernales” llegando a dicho polo en el mes de enero mientras Amundsen lo había hecho en diciembre. Todo estaba planificado. Allí por entonces era verano, aunque obviamente en la Antártida durante el verano hace cierto frío. En concreto Scott en su carrera hacia el polo con Amundsen se encontró unas temperaturas que no sobrepasaban nunca los -18 °C y solían bajar hasta los -29 °C. Lo dicho, verano.

No obstante unos meses antes de todo eso, mientras los miembros de la expedición esperaban en su base la llegada del veranito antártico -único momento en que las infernales condiciones térmicas de la zona se situaban en márgenes soportables para poder emprender la aventura planeada- al zoólogo de la expedición (el malogrado Edward Adrian Wilson quien meses después encontraría la muerte acompañando a Scott) se le ocurrió emplear en algo productivo parte del tiempo de espera: salir a buscar huevos de pingüino, pingüino emperador en concreto. Para ello Wilson movilizó a su ayudante, Apsley (recordemos que nuestro protagonista acabó enrolado en la expedición en el departamento científico con la excusa de ejercer de ayudante del zoólogo) y al teniente Henry Bowers (quien también moriría más adelante acompañando a Scott).  

Estamos hablando de finales de junio de 1911. Junio. Antártida. Recuerden, estaciones invertidas, es decir la búsqueda debía desarrollarse durante lo más crudo del invierno antártico. Pero a fin de cuentas, ¿puede ser tan complicado encontrar y robar unos pocos huevos al llamado pájaro bobo?. Pues depende, sobre todo si tienes que hacerlo a 50 grados bajo cero en una estación durante la cual en la Antártida no solo hace mucho frío sino que las condiciones se acercan mucho a las de una noche eterna, sin apenas luz solar.  

El 22 de junio de 1911 Bowers, Wilson y Apsley Cherry Garrard salieron de su base para un viajecito corto de recolección de muestras biológicas. El objetivo del viaje era el cabo Crozier, situado a 96 km de la base, donde se sabía que anidaban abundantes colonias de pingüinos. Parecía sencillo, cuestión de una semanita para ir y volver. Pero por entonces jamás a nadie se le había ocurrido intentar algún viaje de cualquier tipo fuera de sus bases en pleno invierno de la región.

El viaje hasta el maldito cabo duró nada menos que 19 días y es el viaje que Cherry Garrard tenía en la cabeza cuando dio título a su famoso y único libro: El peor viaje del mundo. Diecinueve días durante los cuales la ropa y los sacos de dormir se helaban constantemente; en los cuales el feroz viento polar arrancó la cubierta de la tienda de los tres viajeros obligándoles a pasar una noche en completa oscuridad, sin poder ver nada a medio metro de distancia, durmiendo al descubierto sobre el hielo cubriéndose de nieve a 60 grados bajo cero. Bajo aquel frío, en completa oscuridad, sin ver ni donde pisaban los tres hombres avanzaron formando una cadena humana, agarrados entre sí, paso a paso, enfrentados no solo a la temperatura extrema, a sus ropas empapadas, a la oscuridad sino también a vientos de fuerza once, llegando a avanzar en el peor de esos días poco más de kilómetro y medio tras más de diez horas de lucha.

Todo ello para llegar a la colonia de pingüinos emperador y hacerse con tres preciosos huevos, tras lo cual comenzó el regreso, un infierno aún peor que el viaje de ida. No consiguieron regresar a su base hasta comienzos de agosto. Un mes y medio habían pasado perdidos en el hielo y la tormenta muriéndose de frío y hambre para conseguir arrancar aquellos tres huevos de las garras de la Antártida. 

Como sabemos Apsley fue el único de los tres integrantes de aquella expedición que sobrevivió. Pues bien esa fue la base sobre la que muchas décadas después la figura de Apsley Cherry Garrard fue rehabilitada, convertido en un ¡¡pionero del ecologismo¡¡.

En 2005 la película francesa La Marche de l'empereur ("El viaje del emperador") ganó el Oscar al mejor documental y además consiguió algo inusitado. Pese a ser un documental de naturaleza reventó las taquillas de las salas de cine de varios países. En el caso del documental que nos ocupa el hilo de la narración se centraba en exaltar los supuestos valores familiares de los pingüinos y cómo los humanos deberíamos aprender de ellos. En cualquier caso supuso un tremendo éxito y recuperó en cierta forma el interés por estos animales y los pioneros en su investigación. En España incluso en pleno diario deportivo As Sebastián Álvaro dedicó un emocionado artículo a la memoria de Cherry Garrard. De hecho unos años antes la National Geographic ya había iniciado el proceso para recuperar la figura de Apsley en términos elogiosos.

 

        

Las arenas de Gedrosia

Existe una anécdota poco conocida y probablemente falsa pero que me parece extraordinariamente hermosa sobre Alejandro Magno. Se dice que en el viaje de regreso de la India la expedición macedonia tuvo que atravesar el terrible desierto de Gedrosia (donde de hecho el ejército de Alejandro sufrió más bajas que en todas las batallas libradas en su campaña de conquista). Dicho lugar mítico correspondería al actual desierto de Makrán, ubicado en la región de Baluchistán, entre los actuales estados de Irán y Pakistán. En cualquier caso, lo que nos importa es que durante la marcha el ejército se quedó sin agua. Algunos oficiales recogieron del fondo de los odres los últimos restos del preciado elemento líquido pero solo dio para llenar un casco de soldado. Los oficiales viendo que ya apenas quedaba agua para nadie le ofrecieron el casco con el agua a su venerado monarca. Alejandro cogió el casco, los miró y acto seguido le dio la vuelta derramando el agua y sin decir nada ordenó seguir la marcha.

Dicho gesto puede ser interpretado por algunos como una ofensa al despreciar el poco agua que con tanto esfuerzo los oficiales habían reunido y que podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero por otro lado el gesto de Alejandro es magnífico por lo que realmente venía a significar: hasta que haya agua para todos no bebe nadie, yo tampoco.

Durante la expedición Nimrod a la Antártida (ubicada temporalmente unos pocos años antes que la del capitán Scott) Shackleton tuvo otro gesto que de alguna forma trascendió a la historia y que explican que fuese un héroe admirado por sus hombres hasta la veneración.  Durante una marcha por el hielo antártico el grupo de hombres de Shackleton se quedó prácticamente sin víveres salvo por una caja de galletas que procedió a racionarse. Eran galletas hechas expresamente para la expedición enriquecidas con proteínas y leche para aportar calorías extra a hombres sometidos a condiciones extremas en cuanto a su gasto de energía diario. En aquel momento el racionamiento otorgó a cada expedicionario el derecho a una miserable galleta al día (hay que mantener la línea). Un día determinado Shackleton cedió la galleta que le correspondía al enfermo Frank Wild, quien más adelante difundió aquel gesto dejando para la posteridad una frase (otra más, es lo que tiene la exploración a vida o muerte, otorga cantidad de oportunidades de dejar algo para la posteridad): “Ni todo el dinero que haya sido acuñado podría haber comprado esa galleta y nunca olvidaré ese sacrificio”.

En 2011 mientras Google le dedicaba un Doodle a Shackleton la casa de subastas Christie´s vendía por uno 1.800 euros una galleta como la que Shackleton dio a su compañero de viaje hambriento recuperada de una caja de provisiones del período.

En la actualidad hay hasta libros de consejos para ejecutivos agresivos enfocados a extrapolar los valores de los exploradores polares al mundo de la gran empresa corporative. Por ejemplo en Shackleton's Way: Leadership Lessons from the Great Antarctic Explorer donde se pone a Shackleton como un ejemplo de cómo poner orden entre un grupo de subordinados durante un proceso de crisis empresarial a través de las experiencias de Shackleton cuando estuvo atrapado durante meses en el hielo en su malogrado viaje de 1914. Tiene su gracia porque Shackleton fue ante todo un explorador inadaptado para vivir en sociedad. Como empresario Shackleton vio quebrar la compañía tabacalera que intentó promover, fracasó también en su intento de montar una empresa para vender sellos a coleccionistas o en la gestión de una concesión minera.

En cualquier caso al final con todo esto quería poner sobre el tapete la impunidad con la que el pasado es interpretado y reinterpretado, comercializado, usado, aderezado y escudriñado hasta encontrar la perspectiva que más nos conviene de cara a demostrar o probar algo, lo que sea, al posible oyente o lector. El heroísmo desinteresado del ayer puede ser vituperado o bien glorificado según las conveniencias del momento, incluso convertido en negocio interesado hoy, y quién sabe cómo será juzgado o usado mañana. Scott héroe en su día, criticado hace algunas décadas, parece rehabilitado de nuevo hoy en día, como Apsley quien en su momento fue el hazmereir del grupo. "Todo depende..., ¿de qué depende?" que cantaban unos músicos mediocres hace tiempo. Al fin y al cabo yo mismo también he escogido los pasajes y los enfoques que más convenían a mis intereses al contar esta historia.

Lo que es más, en 1926 nuestro amigo Roald Amundsen llegó al Polo Norte. Pero no lo hizo a pie sino junto a otras 15 personas a bordo de un avión.  De hecho cuando murió en 1928 Amundsen lo hizo volando en busca de la tripulación previamente accidentada del avión Italia cuando éste se encontraba regresando del Polo Norte.

Al año siguiente, a finales de 1929 Richard E. Byrd sobrevolaba el Polo Sur a los mandos de un trimotor. Diez horas después estaba de nuevo tranquilamente en su campamento tras haber recorrido 2.500 km durante un total de 19 horas de vuelo entre la ida y la vuelta. De hecho, en parte por lo habitual de este tipo de vuelos polares en aquella época, cuando en 1931 H. P. Lovecraft escribió su clásico del terror En las montañas de la locura -ambientado concretamente en la Antártida- los protagonistas, un grupo de científicos de la ficticia Universidad de Miskatonic, se desplazan por la Antártida en avión superando así fácilmente las regiones montañosas y heladas del continente hasta encontrar también el horror en su seno (aunque un horror muy diferente al que se ha descrito aquí).            

      

Pues bien, la primera persona en pisar nuevamente el Polo Sur tras Amundsen y Scott fue nada menos que Edmund Hillary (si, el mismo que en 1953 fue el primer alpinista –junto a su sherpa- en escalar el Everest) quien llegó al Polo Sur sin demasiados problemas, contratiempos o bajas humanas, a comienzos de 1958 a bordo de cómodos vehículos oruga en el seno de una expedición mecanizada patrocinada parcialmente por una firma de tractores.

Así pues menos de veinte años después de la expedición Scott la evolución tecnológica convirtió en absurdo y hasta un poco gratuito todo el sufrimiento que soportaron en su momento aquellos pioneros. Otro dato, el capitán Scott y sus compañeros, quienes murieron en parte de agotamiento, acarrearon hasta el final en el trineo que arrastraban junto con los víveres y la tienda de campaña nada menos que trece kilos de trozos de hielo y piedras recogidas en el Polo Sur para su análisis científico. Por supuesto el análisis de esos cascotes no aportó nada.

De igual manera la terrible expedición afrontada por Cherry Garrard y sus dos compañeros en busca de huevos de pingüino debe hoy valorarse más por su componente épico que por su valor científico. El sentido de la misma se relacionaba con la creencia entre muchos biólogos de principios del s. XX en una serie de teorías pronto desacreditadas. En concreto la búsqueda de huevos de pingüino emperador se basaba en la impresión de que era el ave más primitiva que existía y que por tanto la observación de  muestras de esa especie en sus primeros estados de embriogénesis podía tal vez aportar datos al conocimiento sobre la separación entre aves y dinosaurios millones de años antes. Sin embargo, si bien dichos postulados estaban en boga cuando los hombres de Scott dejaron Inglaterra, el caso es que para cuando regresaron y entregaron los huevos con tanto esfuerzo conseguidos al Museo Británico de Historia Natural los embriólogos que los recibieron no mostraron demasiado interés debido a que la anterior teoría ya había caído en desuso y por tanto los huevos apenas sirvieron para conocer algo más sobre la propia biología de los pingüinos.

Sumado todo lo anterior puede plantearse el debate sobre el sentido de todo el esfuerzo y las vidas que costaron muchas de las expediciones de exploración de la época en la medida que los logros científicos de la mayoría de las mismas son francamente dudosos. Al final lo que se dilucidaba era una mera lucha por la gloria, lucha unida a lo que hoy serían las motivaciones de un aficionado a los deportes extremos. Rivalidades con tintes nacionalistas, mucho ego, obsesión por la fama, aburrimiento y necesidad de nuevas experiencias por parte de hombres pertenecientes a clases sociales elevadas del período, afán de aventura, de escapar de la monotonía… eso era más bien lo que se ventilaba tras una pugna  por ser el primero disfrazada de investigación científica.

Un poco de la misma manera que la carrera por la Luna entre soviéticos y estadounidenses no tuvo en su momento casi nada de científico y sí mucho de lucha propagandística y de medio encubierto de desarrollar los programas balísticos de cohetes intercontinentales de ambas potencias. En ese sentido queda por ver en qué medida el gasto económico y humano de todos esos esfuerzos realmente se rentabilizó en materia de logros concretos útiles para la vida diaria de las personas y en qué medida la obsesión por ser los primeros estuvo justificada cuando esperando unos años se podrían realizar las exploraciones de rigor con mucha más seguridad para sus integrantes.

En otras palabras. Si dentro de 20 años pasa a ser técnicamente viable una expedición tripulada a Marte ¿los beneficios tangibles de la misma justificarían el gasto? ¿y el riesgo?, ¿hay que acometer las empresas justo en cuanto son técnicamente posibles aunque sea a costa de riesgo de vidas humanas para ganar unos años o se debería esperar a que lo que es posible pase a ser prácticamente seguro minimizando los riesgos aunque sea a costa de un progreso más lento?. Por supuesto siempre se puede argumentar en el sentido contrario: a fin de cuentas sería la intrepidez, la audacia, los riesgos tomados por unos pocos -tal vez de forma a veces irresponsable o gratuita  pero también inspiradora- los que sirven para abrir caminos al progreso humano. Progreso que tal vez no alcanzaríamos al proceder de una forma más racional y tímida.

Así y todo aún queda una última cuestión moral que plantearse.

 

La señora Livingstone supongo

Algo que suele olvidarse es que detrás de casi cada gran explorador solía encontrarse una sufrida mujer y muchas veces unos hijos bastante desgraciados. Todos conocen al famoso doctor Livingstone, su bondad y su generosidad cristiana la cual prodigó por todo el continente negro a todo el mundo menos a su familia.

Existió una señora Livingstone que tuvo que aguantar cinco años de privaciones en Kolobeng (a 1.600 km de El Cabo), en una cabaña en la que penetraba un intenso frío (si frío, pese a estar en África), donde tenía que moler el trigo para hacer harina, fabricar jabón y velas, hacer mantequilla y cuidar de una huerta para mantener alimentada a sus hijos y a su marido durante su cruzada en post de la santidad. Cuando Livingstone que además de misionero era explorador se decidió a darse un paseo de meses por el Kalahari con dos cazadores ingleses su mujer se quedó sola en Kuruman con tres hijos pequeños en medio de una terrible sequía. En abril de 1850 ella misma con sus tres hijos y otro que estaba en camino atravesó el Kalahari para no morir de hambre en la misión donde, como casi siempre, no estaba su marido. Al llegar al lago Ngami enfermó de fiebres a causa de la mosca tse-tse y tuvo que regresar a Kolobeng y nunca se recuperó de aquel viaje. El agotamiento le provocó una parálisis facial que le producía terribles dolores de cabeza y a los pocos días de regresar dio a luz a su cuarto hijo, una niña, que murió a las seis semanas.

Más adelante, en 1852, mientras Livingstone preparaba otra excursioncita de las suyas al Zambeze ella se quedó embarazada de nuevo y por una vez Livingstone pensó en su familia: los envió a todos a Inglaterra y él se fue igualmente de viaje de exploración. Regresó a los cuatro años y en ese período su mujer vivió de una magra dieta de la Sociedad Misionera que no le alcanzaba para alimentar a sus cuatro hijos. En 1858 Livingstone, todo un héroe ya por entonces, se embarcó de nuevo. Su mujer embarazada de nuevo se quedó en Inglaterra y cayó en una depresión, empezó a beber y se convirtió en una alcohólica. Nuevamente sin medios económicos para mantener a sus hijos sobrevivió otros tres años y medio hasta que se reencontró con su marido, teniendo que ir a buscarlo por sus propios medios a la región de Shupanga en África. A los pocos meses de llegar murió víctima de las fiebre. ¿Saben ustedes como se llamaba siquiera?. Visto desde un determinado punto de vista no queda muy claro si Livingstone amaba África o bien era que no soportaba a su familia y quería estar lo más lejos posible de ella.

              

En muchísimos casos a lo largo de la historia el heroísmo del héroe lo fue a costa de la desgracia la soledad y la infelicidad de sus padres, mujeres, hermanos e hijos. En ocasiones valía la pena, en otras no está tan claro que valiese la pena para nadie más allá del héroe de turno. Lo que puede usted tener claro es que resulta difícil ser un marido ejemplar, un padre atento y siempre presente, un amigo honrado y leal y a la vez conquistar un Imperio, ser el mejor escalador del mundo, un deportista de élite, el presidente de un gigantesco conglomerado industrial o un ídolo del rock. Normalmente una cosa excluya a la otra porque la dimensión familiar suele requerir de normalidad mientras que la dimensión épica precisa de todo lo contrario y a la vez ambos objetivos precisan de mucho tiempo y rara vez se dispone del suficiente para gastarlo en ambos, suele ser frecuente el tener que elegir. Y un héroe tiene muy claro lo que ha de elegir llegado el caso: la gloria.

Por todo ello en ocasiones da la sensación de que tras los grandes exploradores y descubridores, incluso entre los grandes benefactores colectivos, la motivación no es el amor por el progreso o por ayudar a los demás, es simplemente una monstruosa ansia de ser admirado. A título personal me surge así la duda de ¿qué es un héroe y que es lo que lo motiva a actuar?.

A mi modo de ver la inmensa mayoría de los héroes que alguna vez han existido persiguen el dejar una huella en las arenas del tiempo. Con cada nueva ola de la historia, con cada marea, parte de la misma desaparece, las imágenes del pasado se entremezclan, los ecos se van debilitando, el relato se contamina, se desguaza y se recicla. Pero al final si la gesta fue suficientemente épica siempre queda un rastro para los que saben mirar, un residuo en la memoria colectiva. Esa memoria en la que nunca podremos aspirar a figurar y pervivir los que por elección o resignación vivimos vidas normales.

En comparación con esa perspectiva, y el placer personal que les produce pensar en ser admirados por ello, el dolor o el sufrimiento no son nada para los héroes. Por tanto en cierta manera cabría preguntarse si muchos grandes guerreros, exploradores, santos o mártires, antes que esclavos del valor no lo fueron  de una suerte de masoquismo exhibicionista que sería la verdadera pero inconfesable fuente de gratificación psicológica para ellos. 

En suma, el combustible favorito del heroísmo es muy probable que sea la hybris, el orgullo desmedido del que nos hablan absolutamente todos los mitos griegos en los que, por tanto, todo héroe al final merece un castigo.

Al final es el impulso egoísta de perdurar sino como forma de vida como recuerdo, como susurro en la memoria, lo que nos impulsa a ir más allá. No es el bien colectivo, ni el altruismo o la generosidad, es un instinto de supervivencia pervertido consistente en el ansia de perdurar más allá de la muerte aunque sea a costa de arriesgar la propia vida o la felicidad de los que nos quieren y necesitan. A la vez esto nos hace humanos, ya que no hay ninguna otra especie animal que experimente este tipo de impulsos racionalmente irracionales de obtener fama y gloria imperecederas.

Todo esto es lo que quería de alguna forma plantear con este largo relato sobre un ¿héroe? extraño y desgraciado, casi ridículo, rodeado a su vez de otros muchos ¿héroes? tan grandiosos y apasionados como inconscientes, ambiciosos y obsesionados con la gloria la cual compraron gustosos a cambio de su vida.

Foto 1. Trayectorias seguidas por Scott y Amundsen en sus respectivos recorridos hasta el Polo Sur.

Foto 2. A very gallant gentleman, cuadro del pintor británico John Charles Dollman (1851-1934) inspirado en la muerte de Lawrence Oates en la Antártida.

Foto 3. Peter Ramsey, el acomplejado millonario y jefe de Rock Hudson en Pijama para dos.

Foto 4. Carteles de Zulu y Amanecer zulú respectivamente. Por cierto Usuthu era el famoso grito de guerra zulú.

Foto 5. Cartel de El viaje del emperador.

Foto 6. Portada de una versión del famoso relato de Lovecraft el cual, por cierto, Guillermo del Toro lleva años intentando llevar al cine.

Foto 7. En Las reinas de África de Cristina Morato se tocan tangencialmente algunas de estas cuestiones.

VAVEL Logo