Siempre fallaste; no importa, inténtalo otra vez, falla mejor.
Samuel Beckett
Un asno vivo es mejor que un león muerto, ¿no es así?.
Ernest Shackleton
En 1819 un barco español, el San Telmo, un navío de línea de más de 70 cañones en ruta hacia Perú durante las famosas guerras de Independencia de Latinoamérica fue desviado hacia el Sur por una tormenta mientras recorría el llamado paso de Drake, una zona de mar entre América del Sur y la Antártida al Sur del Estrecho de Magallanes y el cabo de Hornos. Aquel enorme navío contaba con una tripulación de 644 personas a bordo. Jamás se las volvió a ver aunque su destino es más o menos conocido porque unos meses después un capitán de navío británico llamado William Smith tocó tierra en una helada isla cercana a la costa de la Antártida. Allí localizó restos de un naufragio de “un navío español” en la costa norte de la hoy llamada Isla Livingston. Según cuenta la leyenda el propio Williams pereció en aquel ignoto lugar y allí fue enterrado en un ataúd construido con la madera de los propios restos del navío español que había encontrado.
Antártida, tierra desolada, durante mucho tiempo inaccesible para el hombre, quedó al margen de las grandes hazañas de conquistadores y exploradores hasta fechas realmente tardías. Incluso cuando África empezaba a dejar de ser un continente salvaje la Antártida se mantenía virgen, desafiante e inexplorada, una gigantesca incógnita alzada en las fronteras del mundo civilizado, medido y dominado por los hombres y su ciencia. Debido a todo eso fue hacia ella a donde volvieron su mirada los últimos grandes exploradores románticos cuando la industrialización y la expansión del imperialismo por el planeta amenazaban con dejar a los grandes aventureros de la época sin objetivos o metas, sin lugares por descubrir ante ellos, una vez que casi todas las selvas, ríos y mares del planeta contaban con una cartografía cada vez más precisa.
Esta es la historia de cómo un puñado de esos exploradores intrépidos intentó domar el continente helado a fuerza de voluntad, el relato de cómo y por qué fracasaron, y sobre todo es la historia a veces conmovedora, a veces ridícula e indignante, de uno de ellos, el penoso y lamentable último testigo de una especie de hombre que cada vez tenía menos cabida en el s. XX. Repudiado y despreciado, el haber sobrevivido a todo y a todos paradójicamente se convirtió en su penitencia.
Ese hombre era Cherry Garrard. Él será nuestro guía en esta historia. La información habitualmente disponible sobre él es bastante genérica. En Internet o en las enciclopedias habituales se menciona que participó en la expedición a la conquista del Polo Sur del capitán Scott, que sobrevivió a la misma, y que años después describió sus experiencias en un libro que oficialmente “permanece como un clásico de las historias de aventuras”. Pero ese retrato genérico no hace justicia a su historia, la cual suele presentarse dibujada en torno a un conjunto de frases que se repiten casi por costumbre, dejándonos ante un personaje cuya vida mezcla hasta tal punto lo dramático y lo ridículo que la mayoría de los autores prefieren pasar de puntillas sobre esto último tal vez porque resultaría demasiado increíble o desmotivante para el hipotético lector entrar en detalles. De hecho su trayectoria vital recuerda algunos capítulos de alguna mala serie española, quizás “Los hombre de Paco”, donde se pasa del drama más exagerado al chiste absurdo sin solución de continuidad: reir-llorar-reir-llorar en una sucesión surrealista y esquizofrénica de hechos improbables.
Por tanto en este caso, para intentar desentrañar la trayectoria vital de nuestro “héroe”, tal vez es mejor empezar por el final, o más bien por la mitad, por el hecho que marcó su vida y las peculiaridades asociadas al mismo que hacen complicado dibujar un retrato coherente del protagonista de la historia. Veamos. En esencia Garrard pasó a la historia como el hombre que hacía excursiones en trineo alrededor de un depósito llamado gráficamente “Una tonelada" (de comida) situado a 18 kilómetros de donde el capitán Scott y los últimos miembros de su equipo se murieron de hambre y agotamiento atrapados en su tienda por una tormenta. Garrard a la espera del retorno del capitán Scott en vez desplazarse a su encuentro decidió regresar al campamento base porque le preocupaba la salud de sus perros.
Años después de aquello Garrard contó su particular visión de dichos acontecimientos en ese libro que “permanece como un clásico de las historias de aventuras” (y que es muy probable que nadie se haya leído durante décadas). Al libro lo llamó directamente “El peor viaje del mundo” y en realidad dedica buena parte del mismo no al intento definitivo de conquista del Polo Sur por parte de Scott y su grupo sino a narrar sus propias experiencias durante una salida del campamento base que Garrard realizó unos meses antes de los hechos en busca de pingüinos. Más adelante Garrard nos explica cómo durante dicho viaje sintió tanto terror “que casi me da miedo ahora irme a dormir”, cómo nunca volvió a celebrar la Navidad tras regresar de la Antártida, cómo se destrozó la dentadura de tanto castañetear los dientes por el frío, o el disgusto que se llevó cuando en el transcurso de la expedición se tuvo que comer un poni que le habían asignado (uno de los errores de Scott durante su expedición fue confiar preferentemente en ponis -no como los actuales, sino pequeños caballos de Manchuria o Islandia acostumbrados al frío- para acarrear suministros en vez de en trineos tirados por perros). Además es gracias a los escritos de Garrard -el pobre además padecía diarrea crónica- sabemos también lo que se siente (o más bien no se siente) al cagar a cincuenta grados bajo cero (y sin papel higiénico a mano).
Visto así. Apsley Cherry Garrard se nos presenta como un aventurero bastante particular. Inmediatamente surge la pregunta: ¿qué diantres hacía en la Antártida con el capitán Scott este tipo que perdió la virginidad a los 53 años y que durante la IIª Guerra Mundial llevó ante los tribunales a los cuerpos de la Defensa Local británicos por negarle su derecho a desfilar en zapatillas?.
Intentemos explicarlo.
Tres amigos en la edad heroica
Apsley George Benet Cherry Garrard,que ese era su nombre completo (en adelante será Apsley para abreviar), nació en Inglaterra a comienzos de 1886 en tiempos del esplendor victoriano. Vino al mundo en una inmensa mansión campestre (de esas que tanto lucen en las series de época británicas) perteneciente a una familia de rancio abolengo. Su padre era un orgulloso general del Imperio en una época en que los imperios se construían matando a la gente a distancia de un tiro de fusil o incluso clavando bayonetas y no en base a escuchas ilegales o enviando drones teledirigidos como si fuera un videojuego.
Apsley, como era de prever, fue educado desde niño para ser un glorioso héroe, para que hiciera lo que su Graciosa Majestad esperaba que hicieran los hijos de las mejores familias, líderes de las clases altas del Imperio imbuidos de un insultante sentimiento de orgullo y superioridad (a veces no del todo injustificado). Así las cosas Apsley recorrió los mejores colegios, estudió a los clásicos en Oxford, se le inculcó la necesidad de hacer deporte como todo caballero, jugó al rugby, participó en regatas y se convirtió en un dandy con una cultura y maneras exquisitas. Todo como era de esperar.
De hecho la historia escolar de Apsley es interesante en la medida en que en el colegio fue compañero de aula de George Mallory (quien se convertiría más adelante un famoso escalador) y en la Universidad compañero de estudios y amigo de gente como Thomas Edward Lawrence (más adelante conocido como Lawrence de Arabia, en su momento aficionado a la arqueología de castillos medievales mientras que Apsley se especializó en Historia Moderna).
Tras esa primera etapa de su vida, cerca de 1910, por tanto a los veintipocos años de vida, Apsley se sentía preparado para comerse el mundo. Pero el mundo en que vivía ya no era el de su padre o su abuelo quienes habían combatido y vivido aventuras novelescas en la India o en la China imperial. A comienzos del s. XX Europa y el mundo entero se preparaban para explotar en un tipo de conflicto muy diferente a los de las guerras napoleónicas o los enfrentamientos coloniales del s. XIX. Era la época de la “paz armada”, rica en aburridas y poco gloriosas escaramuzas diplomáticas. Además, dado que sus aptitudes físicas no eran las mejores, Apsley, el cual quería hacer algo glorioso con su vida, pronto decidió con buen criterio que la vida castrense no era su destino. De esta forma llegó a la conclusión de que si no podía ser un Wellington o un general Gordon, como su familia esperaba, al menos podía convertirse en un Burton o un Stanley. Apsley decidió por tanto convertirse en un famoso explorador.
No era una mala opción ya que en aquellos momentos eso de ser explorador era la ocupación de moda. Si a finales del s. XIX la búsqueda de las fuentes del Nilo en África había capturado la imaginación de las masas en Inglaterra y la atención de los periódicos y los salones de la mejor sociedad, a comienzos del s. XX fue la exploración polar la que era vista como la última frontera. Eran los años de lo que después se llamó la “Edad heroica de la exploración antártica”. Un breve período entre 1900 y los inicios de la Iª Guerra Mundial que fue terreno de gestas anacrónicas a manos de románticos héroes imperfectos obsesionados con el honor nacional y el fair play a la hora de jugarse la propia vida de forma a veces completamente irresponsable.
Después, claro está, vendrían las hazañas de los pioneros de la aviación o del montañismo, la exploración espacial, la navegación submarina, etc., porque, como se ha insinuado, los sueños de los hombres van cambiando según modas; pero, en cuanto a lo que nos ocupa, a comienzos del s. XX eran los helados casquetes polares, sobre todo la Antártida, las estrellas de los diarios y de los sueños colectivos de la gente, al menos en el mundo anglosajón.
Desde 1898 más o menos venían sucediéndose expediciones a ambas zonas polares hasta entonces inexploradas lo que implicaba que casi cada nueva expedición, a poco que no fracasase demasiado, volvía exhibiendo nuevos logros para la Humanidad. Gestas que a su vez eran seguidas a través de la prensa por parte de la mayoría de la población con la misma ansiedad y expectación que hoy millones de personas dedican a los escupitajos de Justin Bieber o las sesudas reflexiones intelectuales de Belén Esteban. Eran otros tiempos.
Los comienzos de 1909 vivieron el paroxismo, el clímax, de todo lo anterior. En EE.UU. fue el año de la (falsa) conquista del Polo Norte por parte de Robert Peary. Mientras tanto, casi al mismo tiempo, en Inglaterra encontraron su héroe en la persona de Ernest Shackleton que volvía a la patria tras su expedición Nimrod, durante la que logró junto a sus compañeros adentrarse por primera vez verdaderamente en el interior de la Antártida (llegó a 170 km. de distancia del Polo Sur). A su regreso Shackleton fue inmediatamten nombrado Sir. Aunque seguramente si el nombre de Shackleton les suena a ustedes hoy en día es probablemente debido a la fama que alcanzó años después por otra expedición distinta, la del mítico Endurance; expedición desarrollada durante los años de la I Guerra Mundial, y durante la que Shackleton y todo su equipo lograron sobrevivir épicamente a condiciones muy complicadas, por ejemplo una estancia de 497 días sobre hielo flotante sin pisar tierra firme.
En todo caso llegados a 1909 la veda se había abierto, Shackleton no había podido llegar al Polo Sur geográfico pero había abierto la ruta para ello y era el momento propicio de hacer el intento definitivo de llegar hasta él, algo que en aquellos momentos se rodeó del aura que hoy en día pudiera tener una hipotética expedición tripulada a Marte. En medio de ese clima de entusiasmo se murmuraba que el hoy olvidado explorador alemán Wilhelm Filchner tenía intención de partir para la zona en el navío Deutschland y, simultáneamente, otros aventureros de países diversos también proyectaban realizar su propio intento en los años siguientes. De hecho entre esos aventureros varios pronto surgió por sorpresa la iniciativa del noruego Amundsen, aunque en ese primer momento todavía nadie sabía que él también iba a intentarlo.
En lo que tocaba al orgullo de Inglaterra el designado para la nueva tentativa de llegar al Polo Sur fue Robert Falcon Scott quien ya había protagonizado una parcialmente exitosa expedición a la zona en 1901. En Inglaterra no se podía consentir que el potencial éxito propagandístico cayese en manos de un extranjero, era imperativo que la nueva tentativa de llegar al Polo Sur triunfase de una maldita vez y el primer hombre que plantase su bandera en aquel maldito lugar fuese un británico de pura cepa. El mundo estaba inmerso en la era del nacionalismo y los Estados demandaban gestas con las que autolegitimarse, enorgullecer a las masas y convencerlas que las gestas del héroe nacional de turno eran una prueba de que vivían en el mejor país del mundo aunque las malas condiciones laborales o los salarios o cosas así pudiesen suscitar alguna duda al respecto (entiendan que todavía no se había inventado el Mundial de fútbol).
Volvamos con el protagonista de nuestra historia. Interpretando muy bien eso que los alemanes llaman el “espíritu de la época”, a sus 24 años Apsley Cherry decidió en medio de este contexto que sería conveniente para la saga familiar que él participase en la próxima expedición al Polo Sur la cual anunciaba repartir fama sin precedentes a sus miembros más destacados. Seguro que en ese punto se imaginó a la institutriz de sus nietos o bisnietos contándoles la famosa historia del abuelo explorador en la Antártida y como un Garrard de pura cepa (él), había llevado hasta un helado y lejano confín el emblema de la familia siendo recibido y felicitado por la Reina tras su regreso triunfal.
Una vez decidido el objetivo de su vida, ni corto ni perezoso Apsley se puso en contacto con el capitán Scott que en aquel momento daba los últimos retoques a su proyecto de expedición, dispuesto a partir al año siguiente. En esos momentos Scott se hallaba inmerso en la selección de personal y la búsqueda de fondos.
Llegados a este punto hay dos cosas que debe usted saber sobre cómo funcionaba una expedición en busca de la gloria en la Inglaterra victoriana. La primera es que el proceso de selección era durísimo. Por ejemplo para su famosa expedición transártica de años después Shackleton recibió más de 100 solicitudes por plaza disponible con lo que el proceso de selección incluía entrevistas personales que harían sudar a un psicólogo encargado del departamento de selección de personal. Era método Gronholm puro, por ejemplo son famosas las forma de Shackleton para desconcertar a los entrevistados pidiendo a doctores en física teórica cantar canciones populares subidos a una mesa o cosas por el estilo. [Así que la próxima vez que vaya a una entrevista de trabajo para lavaplatos de un restaurante y lo rechacen pese a su doctorado en química inorgánica consuélese pensando que esto no viene de hoy].
Por su parte el capitán Scott lanzó una convocatoria nacional de solicitudes para participar en la expedición, convocatoria que fue publicada en el “Times”. Tras ello había más de 8.000 candidaturas para poco más de 60 plazas. Consecuentemente en un principio el nivel del personal enrolado era altísimo, la mayoría eran militares de alta graduación, 11 de los elegidos tenían experiencia en travesías por la Antártida y el resto eran científicos especializados escogidos por su currículum investigador. Apsley lo tenía complicado para entrar en la lista definitiva.
El dinero no da la felicidad... pero ayuda lo suyo
La segunda cosa que debe saber es que en esta vida todo se compra; y lo que usted piensa que no se puede comprar también se compra (solo que preferimos no reconocerlo porque entonces, sobre todo si eres pobre, la vida se vuelve aún más deprimente de lo que ya es de por sí). Así pues un hecho poco conocido es que las expediciones del período tenían una trastienda económica bastante compleja y a veces no tan clara como pueda parecer. El Estado no solía aportar demasiado dinero con lo que la búsqueda de financiación para sufragar los gastos era realmente agotadora para los líderes de cada una de ellas y a veces eso obligaba a hacer algunas concesiones. En el caso de la inmediatamente anterior expedición de Shackleton a la Antártida éste recibió financiación de una tabacalera o de diversos industriales escoceses y así por ejemplo cuando él y sus compañeros se convirtieron en las primeras personas en pisar la gran meseta Antártica bautizó uno de los glaciares de la zona como glaciar Beardmore en honor a uno de sus patrocinadores, en ese caso William Beardmore, uno de esos industriales. Había que buscarse la vida.
En el caso de la expedición de Scott no se suele mencionar que pese al ya mencionado nivel de exigencia en el reclutamiento del personal a última hora hubo una serie de irregularidades extrañas. Un soldado de diecisiete años se coló en el equipo mintiendo sobre su edad y se reclutó a dos miembros que pagaron por estar en la expedición, o más bien que “realizaron contribuciones monetarias” de 1.000 libras de la época (unos 65.000 euros al cambio actual).
La primera de las dos personas que pagaron, 1.000 libras cada una, fue Lawrence “Titus” Oates, un capitán de dragones de caballería llamado a tener un papel muy relevante en la expedición. Volveremos sobre él.
¿Adivinan quien fue la otra persona que pagó?. Nuestro Apsley.
Se sobreentiende por tanto que ambos expedicionarios compraron su puesto en el equipo, aunque Scott nunca lo reconoció y en general la leyenda dice que en el caso de Apsley fue su gallardo y generoso gesto de ofrecer el dinero a fondo perdido el que convenció a Scott para alistarlo. Pero como digo si somos suspicaces podemos pensar que hubo cosas extrañas en el proceso. Lawrence Oates tenía una pierna (la izquierda) más corta que la otra producto de una vieja herida, lo que dificultaba su capacidad de marcha. Por su parte, aunque no se ha mencionado hasta ahora, Apsley sufría severos problemas de visión producto de una grave miopía, este handicap resultaba particularmente preocupante en la Antártida porque en la zona las tormentas de hielo en invierno y el brillo del sol en la nieve durante el verano dificultaban la visión incluso con una vista sana. En el caso de Apsley todo ello sumado lo incapacitaba al punto de que durante buena parte de su estancia en la Antártida tenía que caminar agarrado a otro miembro de la expedición o justo tras su espalda para no perderse o caerse en una grieta en el hielo.
Puede decirse que ambos, Oates y Apsley eran jóvenes de la buena sociedad procedentes de familias ricas y de rancio abolengo, ansiosos de aventuras pero que en condiciones normales no habrían pasado el proceso de selección. Pero si hoy en día se paga por el privilegio de pilotar un F-1 podemos pensar que entonces se pudo pagar por el privilegio de congelarse en el casquete polar. Son modas.
No obstante había diferencias entre ambos que iban a condicionar el papel que desempeñaron en la tragedia que se avecinaba. Oates pese a su juventud había combatido en las guerras con los boers en Sudáfrica donde había sido condecorado por su valor en combate, y también había servido en la India, en Egipto y en Irlanda. Era un joven con personalidad y mucho coraje.
En cambio Apsley Cherry Garrard era la única persona de la expedición que se convirtió en miembro de la misma pese a no tener preparación militar de élite, experiencia en la marina, ni conocimientos científicos o aptitudes físicas. Nada. De hecho llama aún más la atención el que lo enrolasen siendo casi la única persona del grupo que, además, no tenía experiencia con temperaturas extremas y lo más cerca que había estado en su vida de la nieve o el hielo era sacando la botella de champán de una cubitera durante alguna juerga nocturna.
En cualquier caso, de una forma un poco dudosa o por lo que fuera, también quizás en base a su amistad con uno de los miembros de la expedición y otra serie de favores (un familiar suyo prestó una casona para que algunos miembros de la expedición pudiesen reunirse a hacer planes), Apsley consiguió su puesto en la futura tentativa de llegar al Polo Sur, la empresa de exploración más famosa en aquel momento, el tema del que todos hablaban. El trabajo a desempeñar sería como “ayudante de zoólogo”, y por tanto oficialmente pasaría a ser uno de los biólogos de la expedición pese a tener esencialmente conocimientos de literatura e historia. [Tomen nota, estas cosas no solo pasan en España, aunque aquí seguro que pasan más a menudo].
Así las cosas la expedición de Scott se inició en el verano de 1910 sin nada más a reseñar. El equipo dedicó el resto de ese año y la primera mitad del siguiente en asentar trabajosamente una cabeza de puente en territorio antártico usando para ello como escala de aprovisionamiento Nueva Zelanda.
Por fin, una vez lograda una base permanente en la zona, en septiembre de 1911, Scott reveló sus planes para el viaje definitivo hacia el Polo Sur, un viaje de ida y vuelta donde deberían recorrer casi 3.000 kilómetros, proyectando para ello emplear 144 días. De entre todo el equipo seleccionado y desembarcado en la zona solo dieciséis hombres comenzarían el viaje decisivo. Ese grupo debería llegar al ya mencionado glaciar Beardmore (el bautizado así por Shackleton) a medio camino del objetivo. Cumplida esa primera fase del plan se sacrificaría a los caballos para servir de alimento
y cuatro hombres junto con los perros regresarían al campamento base. Más tarde, doce hombres en tres grupos entrarían en el glaciar tirando del material ellos mismos. Finalmente, tras atravesar el glaciar, sólo un grupo intentaría llegar al polo Sur, mientras que el resto de expedicionarios que hubiesen llegado hasta allí regresarían por su cuenta y más adelante conformarían un grupo de apoyo para el regreso de los que intentasen el asalto final. La composición de la “cordada” definitiva la decidiría Scott durante el viaje en función de imprevistos y de cómo se fueran desarrollando las cosas.Cabe decir que los dos miembros de pago del equipo, Oates y Apsley, formaron parte del grupo inicial de 16 que empezó el intento. Pero el final de ambos como lo habían sido sus vidas sería muy distinto. Apsley pronto se quedó atrás y fue el encargado de la supervisión de los depósitos de víveres que fueron dejando por el camino como apoyo para el regreso del grupo de Scott. Oates, quien se había mostrado muy crítico con la colocación planeada para dichos depósitos y era además el miembro de la expedición que se había opuesto más abiertamente a los planes desplegados por el capitán Scott, siguió hasta el final y llegado el momento se convertiría en el epítome del concepto de héroe moderno. Eso es más o menos lo que a grandes líneas ha pasado a la historia, pero lo más interesante, como muchas veces sucede, está en los detalles.
Pero eso y algo más lo veremos en unos días en otro artículo: “Todos mueren al final”.
Foto 1. La Terra Australis, lo que sería el sexto continente, la Antártida, reflejada en un mapa del s. XVI (y no, no es el de Piri Reis).
Foto 2. Foto de una expedición antártica a comienzos del s. XX. Fuente: New-zealand Antarctic Heritage Trust.
Foto 3. Lawrence Oates. Foto: Wikipedia Commons.