“Iba cada domingo a tu puesto del Rastro a comprarte”, cantaba Sabina en una de sus canciones, y como él, cientos de madrileños y turistas acuden al Rastro cada domingo a comprar, vender o únicamente a pasear. Los orígenes de este mercadillo se remontan a 1496, cuando en el castizo barrio de la Latina se inauguró el primer matadero municipal de Madrid. De ese lugar, conocido como “el Matadero viejo de la Villa”, hoy no queda nada, pero documentos y manuscritos lo sitúan en la actual plaza de Cascorro; el epicentro del Rastro.
Desde la altura de su estatua en esa misma plaza, Eloy Gonzalo contempla a la gente que camina entre los puestos del Rastro en una calurosa mañana de junio. Este soldado español luchó en la batalla de Cascorro, la cual da nombre a la madrileña plaza, durante la Guerra de Cuba en 1896. A los pies del apodado héroe de Cascorro, una multitud se ha congregado en torno a una joven banda de jazz. A su alrededor, donde actualmente hay puestos de bisutería, ropa y calzado, a finales del siglo XV se encontraban las llamadas tenerías o curtidurías, donde se curtían y trabajaban las pieles de los animales que llegaban del matadero. El oficio de curtidor, hoy prácticamente desconocido, da nombre a la columna vertebral del Rastro: la calle Ribera de Curtidores.
“El lugar donde matan los carneros… Díxose Rastro porque los llevaban arrastrando, desde el corral a los palos donde los degüellan, y por el rastro que dexan se les dio este nombre al lugar”, decía el escritor Covarrubias Orozco en 1611 sobre el mercadillo más famoso de Madrid. Hoy no hay carneros degollados ni rastro de su sangre. Hoy es la muchedumbre quien se deja arrastrar cuesta abajo por la Ribera de Curtidores en busca de gafas de sol baratas, libros antiguos o camisetas de grupos de música.
Para las tiendas y bares situados en esta zona se podría decir que los domingos son su particular “agosto”, pues viven principalmente de los ingresos que obtienen el último día de la semana. Sin embargo, durante los siglos XVI y XVII este barrio tuvo un total de tres mataderos y se convirtió en uno de los más prósperos de Madrid. Dos chicas se prueban camisas de estilo ochentero en uno de los puestos más concurridos. Estas tiendas vintage, cuyo negocio consiste en vender ropa de segunda mano, no han dejado de crecer en los últimos años. Está de moda llevar ropa antigua, eso está claro, pero lejos de lo que puedan creer esas dos chicas jóvenes, este tipo de comercio ha existido siempre en el Rastro. Su gran actividad comercial atrajo desde sus inicios a los llamados ropavejeros, vendedores de ropa vieja y usada. Junto a ellos, negocios de carnicería, fábricas de zapatos y tiendas de productos derivados del sebo como velas, cirios y candelas, se instalaron en aquellas calles. Las mismas en las que hoy, los tataranietos de aquellos ropavejeros hacen caja con la moda vintage. Esas mismas calles donde se mezclan los ritmos del jazz con los gritos de los vendedores.
“Special offer”, vocifera en un inglés mal pronunciado un hombre desde su puesto de castañuelas, abanicos con la bandera de España e imanes de sevillanas. El éxito del Rastro entre los turistas ha forzado a los comerciantes a pasar a vender souvenirs e incluso a aprender algunas expresiones básicas en inglés. Sin embargo, a medida que los turistas descienden por la Ribera de Curtidores, se adentran en el Rastro más tradicional. Dejan atrás los souvenirs y se encuentran con puestos de alpargatas y ropa interior. Cambian el inglés por las ocurrentes rimas de los vendedores gitanos, y el jazz por Entre dos aguas, de Paco de Lucía.
Las tiendas de antigüedades son otra de las características del Rastro. Fue en el siglo XIX cuando aparecieron los anticuarios, las tiendas de compra-venta de muebles y objetos de valor, de prendas y alhajas, así como los comercios de libros antiguos. De este modo, el Rastro se iba separando del matadero y adquirió un aspecto diferente al de sus orígenes; se convirtió en un mercado espontáneo y desordenado donde encontrar cosas de valor en medio de enseres de todo tipo suponía un reto para los visitantes. En esta mañana de domingo, una madre llama desde el portal de su casa a su hijo, quien, igual que hacían los más curiosos siglos antes, se ha parado a buscar algún tesoro en un puesto de antigüedades.
En la calle Carnero se encuentran la mayoría de anticuarios. Objetos de todo tipo salen a las aceras cada domingo buscando coleccionistas, originales compradores o, simplemente, nostálgicos. “Antigüedades Montoya, 1963” dice el letrero de una de las tiendas de antigüedades que hace esquina con la calle Carlos Arniches. Allí, una cruz de madera comparte lugar con una guitarra española: ambas flanquean la puerta de entrada a lo que parece un bazar de otra época. Fuera, en la pared de la calle, un cuadro de Goya está colgado junto a un cartel de una antigua corrida de Toros en Las Ventas. En el suelo, estatuillas de vírgenes y vinilos de los Beatles; vajillas de porcelana china y tableros de ajedrez; bodegones y revistas del corazón.
Entonces, uno lo comprende: la autenticidad del Rastro reside en su mezcla de estilos, épocas, materiales, objetos, músicas, olores y gentes. En su capacidad por renovarse sin perder su esencia, sin olvidar sus orígenes. Tal vez el Rastro sea el lugar más representativo de una ciudad que se ha creado en la diversidad, de una ciudad que ha entendido que lo diferente suma. Esa ciudad con nombre propio ha sido, es y siempre será Madrid.
FUENTES:
http://www.elrastro.org/origenes-2.htm
https://caminandopormadrid.com/breve-historia-de-el-rastro