Hay quien asegura que el vestido es lo que nos separa de los animales. Sin llegar a ser una afirmación totalmente certera, sí que es verdad que el uso de ropa y adornos corporales ha sido, desde los inicios de los tiempos, un acto exclusivamente humano. Ya desde la antigüedad, las ropas eran diferentes según las distintas identidades de género, origen, oficio, estatus y clase. El vestido, incluso, ha permitido explicar culturas y mentalidades, como el arte del clasicismo griego, que esculpía mujeres con chitón, o el uso del  tinte púrpura en las túnicas masculinas de la antigua Roma, que era un símbolo de riqueza y poder y no estaba bien visto que lo usasen las mujeres. La búsqueda y tratamiento de materias primas con las que elaborar telas (la seda, por ejemplo) o tintes, también han sido la causa de avances científicos (telares mecánicos, tintes artificiales), logros comerciales (Galeón de Manila, la producción de Cochinilla Canaria) y hasta enfrentamientos sociales y militares.

Retrato de Luis XIV (1701), de Hyacinthe Rigaud (Wikipedia, PD)

En el siglo XVIII el esplendor de las cortes europeas añade un aditamento político al vestido, sin abandonar la identificación de género y clase que venía proporcionando. Luis XIV, el “Rey Sol”, usará su imagen, vistiendo con fastuosidad, para recuperar el engrandecimiento de Francia, algo oscurecido por el imperio español del “Rey Planeta”, Felipe IV. En ambos casos son representaciones de los miembros masculinos de la realeza, pero en el siglo XIX la representación social a través de la moda va a ser femenina.

El vestido en la sociedad

En la segunda mitad del siglo XVIII, la Revolución Industrial que se produce ya en Inglaterra (y que tardará casi un siglo en contagiar al continente), aumenta la diversificación de los trajes y vestidos femeninos, al tiempo que extiende su uso. La burguesía decimonónica, aupada económicamente por el éxito de esa Revolución Industrial y amparada por un liberalismo político protagonizado por el sexo masculino, dibuja una nueva sociedad a su medida en la que se quiso encorsetar a las mujeres en un ideal de vida doméstica que, a la vez, también exigía un ideal de clase, un ideal demostrable. El vestido femenino vino a representar esos dos extremos de una forma mucho más evidente de lo que lo venían haciendo hasta ese momento los trajes masculinos. Seguir la moda se convierte en el siglo XIX en un acto social de importancia capital.

Café Gloppe (1889), de Jean Béraud (Wikipedia, PD)

Con la producción fabril los vestidos fueron más baratos, aunque eso no significara una socialización de las ropas, y con los nuevos usos sociales de finales de siglo (paseos, bailes, ópera, cafés...), se multiplican los modelos y se pueden encontrar trajes diferentes para cada actividad humana, lo que tampoco impidió que se perpetuara la diferenciación social y de clase en la moda, sino muy al contrario: “Aún hay otra razón que obliga a seguir la moda, el deber que cada uno tiene de conservar su rango en la sociedad…” (Museo de las Familias, 1844).

La Lección de Costura (circa 1880), de Hugues Merle (Wikipedia, PD)

A las mujeres de todas las capas sociales se las instruye para que se ocupen con labores “de aguja”, labores femeniles relacionadas con la moda. En general, las mujeres, tanto las modestas como las burguesas, elaboran ellas mismas sus vestidos (o parte de ellos), sus ropajes de casa (ajuar) y también complementos de moda. Las niñas y jóvenes españolas sin recursos son, a menudo, acogidas en Escuelas de Costura promovidas por las Sociedades Patrióticas de Amigos del País que les proporcionarán un oficio propio de su sexo. La moda es también utilizada, en cierto modo, como arma de sumisión.

INFLUENCIA EN LAS ECONOMÍAS NACIONALES

"Reina del mundo, diosa de la sociedad universal, ídolo del bello sexo, manantial inagotable de riquezas, origen de grandes pobrezas, causa de muchas satisfacciones, motivo de no pocas lágrimas, fantasma que persigue a los maridos, asusta a los padres y pone de mal humor a los tutores, adorno de la belleza y juventud, disimulo y único consuelo de la fealdad y los años, yo te saludo: yo te aclamo invencible, yo rendiré una ofrenda más a tus pies, yo presentaré en tus aras un pequeño sacrificio además de los que como mortal te ofrezco diariamente; yo te dedico este pequeño artículo, porque moda es ya [lo] que todos escribimos." Museo de las familias (1844). 

La moda, esta especie de “mal” femenino, causa preocupación en España. Muchas veces venida de fuera, sobre todo de Francia, es considerada ya desde el siglo XVIII como un vicio contrario a los intereses económicos nacionales y se estima que es deber del rey y del estado luchar contra el “lujo” que supone este afán femenino porque destruye fortunas particulares y causa perjuicio al Estado.

La Emperatriz Eugenia y otras damas (1855), de Franz Xavier Winterhalter (Wikipedia, PD)

En efecto, la moda llegada desde Francia se extiende en el siglo XIX hasta alcanzar a las damas de las cortes europeas (y a las de la alta burguesía) gracias a una figura, la de su emperatriz Eugenia de Montijo, que luce trajes de su modisto, el inglés Charles Frederick Worth, considerado el padre de la alta costura, y que hasta pone su nombre a complementos, como el "Eugénie hat", un sombrero cuya popularidad traspasó su época. Eugenia es la gran difusora de la moda francesa y se la considera la promotora de la industria y el comercio francés del textil, muy al contrario de lo que se proclamaba en España con respecto al gasto en moda realizado por las damas. Los modelos que lucía Eugenia, y con los que la retrató tantas veces Franz Xavier Winterhalter, se convierten así casi en una cuestión de Estado.

La moda como acto de patriotismo

Pero en esta centuria, sobre todo en la segunda mitad del siglo, seguir la moda no es solamente un aspecto más de la coquetería femenina, ni una forma de visibilizar posición y estatus social, ni tan solo un factor de influencia económica en el Estado, también es entendido como un acto de patriotismo.

Betsy Ross en 1777 (circa1890), de Jean Leon Gerome Ferris (Wikipedia, PD)

Ya antes, en 1765, un llamamiento patriótico de las rebeldes colonias inglesas en Norteamérica, instaba a las mujeres de los colonos a hilar sus propias ropas en casa para no tener que importar tejidos de la metrópoli. Este boicot, decían, contribuía a la causa libertaria: “fabriquemos y compremos americano”, se proclamaba en los cenáculos patrióticos. De esta forma, a la simple ama de casa, le fue atribuida la condición de “hija de la libertad”, como a los patriotas masculinos de la organización Sons of Liberty creada para reivindicar y proteger los derechos de los colonos. Pero el llamamiento se dirigía a las mujeres (la leyenda de la confección de la primera bandera de los EE. UU. por Betsy Ross, por ejemplo, se encuadra en esta idea). Ellas eran quienes cosían los vestidos en casa y quienes los lucían en la calle. Coser, hilar, tejer… para el bien de la patria, en una suerte de fórmula con la que trasladar a la mujer desde su reducido rol dentro del hogar, a un espacio público visible donde participar sociopolíticamente.

Retrato de la reina María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (1830), de Vicente López Portaña (Wikipedia, PD)

Casi del mismo modo que el rosa de los “pussyhats” estadounidenses de las protestas femeninas de hace un año, o el morado de los lazos en las manifestaciones feministas del 25 de noviembre, el color de los vestidos y adornos de las mujeres también supuso en algún momento de la historia del siglo XIX una reivindicación política. Por ejemplo, cuando tras la muerte de Fernando VII y la proclamación de Isabel II niña como reina de España en 1833, se podía ver por Madrid a muchas damas llevando sus vestidos y adornos de color azul, el color “azul cristina”, una nota visible del reconocimiento a la reina madre, la regente Mª Cristina, y a los triunfantes liberales.

No será la única vez que algo así sucede en España. La popularmente conocida como Rebelión de las mantillas, se produjo cuando las mujeres de la nobleza afines a la tradición borbónica, se negaron a lucir los sombreros que había puesto de moda la nueva reina consorte de Amadeo de Saboya, María Victoria dal Pozzo, duquesa de Aosta, y proclamaron la mantilla española como emblema femenino contrario a la nueva casa real. Fue una protesta aristocrática promovida por la pro-borbónica e influyente Sofía Troubetzkoy, duquesa de Sesto, en marzo de 1871, quien había mandado elaborar un broche en forma de flor de lis (el emblema borbón), y que pronto fue copiado por el resto de damas de la corte en sus habituales paseos por el madrileño Paseo del Prado.

Sofía Troubetzkoy (1838-1898), con mantilla española. Fotografía de 1870 (Wikipedia, PD)

La mantilla fue, también, la prenda favorita de la depuesta Isabel II, y con una mantilla blanca, a modo de símbolo español y de su casa real, se retrató en la última imagen que se tiene de ella en su exilio parisino. Es en el último cuarto del siglo, con la Restauración, cuando el cambio de indumentaria se hace evidente incluso para los observadores ojos de las damas extranjeras que visitan Madrid. Madame Rattazzi, en 1879, por ejemplo, se lamentaba del poco uso que hacían las mujeres españolas de la tradicional mantilla y su disposición a seguir la extranjerizante “moda de París”.

Son muestras del uso del vestido femenino y sus complementos con un sentido reivindicativo y como acto de patriotismo, acciones políticas visibles desde la moda.

Fuentes

Visibles. Mujeres y espacio público burgués en el siglo XIX (2018), Mª del Pilar López Almena 

Anatomía de la Historia

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