Los sueños son vehículos que transportan realidades ocultas desde nuestro subconsciente a nuestra mente racional y objetiva. A veces solo los recordamos durante unos segundos, mientras otras se pueden convertir en puntos de inflexión en nuestras vidas, casi a modo de epifanías.

Es por ello que en ocasiones las experiencias oníricas tienen un papel fundamental en el devenir de ciertos momentos históricos, así como su importancia para lograr algunos avances. Este caso particular no versa sobre un sueño, sino más bien como una visión que se produce dentro de la propia experiencia diaria. Le sucedió al escritor argentino, y contribuyó a su ya de por sí enorme capacidad inventiva.

¿Por qué Borges nunca ganó el premio Nobel de Literatura? Mientras vivía, fundamentalmente en sus últimas dos décadas en este mundo, siempre se le consideró un candidato de mucho peso. De hecho, tenía la etiqueta del “eterno candidato”. Pero ello nunca ocurrió. Según las malas lenguas, quizá se debió a que aceptó un encuentro con Augusto Pinochet en 1976, en el cual recibió un doctorado honoris causa de la Universidad de Chile.

En aquel momento, y en su discurso de recepción, Borges tuvo buenas palabras para el dictador, que luego se repitieron en una entrevista privada posterior. ¿Esa aparente simpatía quizá pudo costarle el premio? Pues puede que tuviera algo que ver, aunque realmente el criterio fue estrictamente literario.

El año con más posibilidades de Borges fue 1967, y se saben las razones por las que no se le concedió ese premio. La Academia Sueca hizo público el expediente de los Nobel de ese año, y se achaca a Anders Osterling –cabeza del comité del Nobel en aquel momento la no inclusión del argentino en el selecto club. ¿Por qué? Por considerarlo “demasiado exclusivo o artificial en su ingenioso arte en miniatura”.

No se debe desmerecer a ningún ganador del Nobel, ni mucho menos a Miguel Ángel Asturias –quien ganó el premio de aquel año–, pero Borges no fue entendido por muchos en su tiempo –a pesar de que se le pueda acusar de cierta tendencia política, ese es otro asunto espinoso–, como sigue ocurriendo hoy. Quizá por experiencias como la que toca narrar en este momento.

El escritor sentía una extraña predilección por el místico sueco Emanuel Swedenborg, sobre el cual dio varias conferencias en las que aseguraba sin tapujos que hablaba "con los ángeles por las calles de Londres". En una de esas conferencias en concreto – impartida en la Universidad de Belgrano el día 16 de junio de 1978– el escritor explicó que Swedenborg abrazó el esoterismo gracias a supuestas revelaciones en las que Cristo se presentó ante él en Londres para pedirle que recondujera la religión, incluso compartiendo con la humanidad los secretos del más allá.

Compartiendo esta experiencia, Borges dio testimonio de su predilección por el sueco, para él un ejemplo especial de místico con enorme capacidad intelectual. Esta extraña atracción por el misticismo, alimento de su obra, puede que diera pie a la experiencia que vivió en su Argentina natal, cuyo análisis se conoce en parte gracias a William Rowlandson, experto en la obra de Jorge Luis, que trazó el vínculo entre Swedenborg y nuestro protagonista en Borges, Swedenborg and Mysticism. La experiencia como tal aparece en el texto del argentino Sentirse en muerte.

Según confesó el propio escritor al periodista Willis Barnstone, solo vivió dos experiencias místicas en su vida. Ellas le demostraron sin ningún género de duda que vivimos “fuera del tiempo”, que no es más que una experiencia que creamos para comprender mejor dónde estamos.

Esta metafísica del tiempo se produjo mientras “caminaba al azar”, dejándose llevar por la situación. Borges aseguró a Barnstone que era muy difícil expresar lo que vivió con palabras, pero aun así lo hizo. Y, sin más, aquí está su experiencia, testimonio de esa genialidad que tan incomprendida fue pero que sigue levantando tanta admiración.

Borges en el año 1921. Fuente: Wikimedia Commons.

"Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y estática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya predicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.

Lo rememoro así. La tarde que prefiguró a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de la que después recorrí, ya me desfamiliarizó esa jornada. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata: procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar la avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto.

La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento 'Estoy en mil novecientos y tantos' dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.

La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es una delusión: la indisolubilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desordenarlo.

Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aun. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara"

Fuentes:

- Borges, Jorge Luis. El idioma de los argentinos, Alianza Editorial, 1998.

- Rowlandson, William. Borges, Swedenborg and Mysticism, Hispanic Studies: Culture and Ideas.