Aunque se establece el segundo milenio antes de nuestra era como punto de partida de la colonización de esta zona por parte de diversos pueblos indoeuropeos – entre los que podemos encontrar a etruscos, sabinos o a los propios latinos – algunos autores sostienen que este personaje era de origen ateniense, y que ya convertido en adulto armó una flota con la que llegó a suelo italiano y ocupó las tierras que dieron origen a la ciudad de Janícula. Sin embargo, la genealogía de Jano arroja igualmente un origen divino, como tantos otros personajes importantes dentro de la mitología, tan del gusto del mundo clásico. Sus padres serían nada más y nada menos que Urano y Hécate, el cielo y de la tierra, ya que Hécate era tenida como protectora de los lugares salvajes y era invocada como ayuda para madres y retoños durante el parto. De esta forma, este Jano era el precursor de lo que después sería su emanación divina, el perfecto equilibrio entre dos polos opuestos.

Y no se equivocaban los presagios, pues la leyenda en torno al rey de la Lacio le hace anfitrión de Saturno, otro gran dios de la agricultura. En algún momento del reinado de Jano, el dios fue expulsado del cielo y obligado a exiliarse en la tierra. El monarca latino le abrió los brazos desde el primer momento, y ambos entablaron una grata amistad, que no pasó desapercibida a Saturno. Como recompensa, ofreció a Jano un don que muchos han anhelado a lo largo de la historia: el discernimiento del pasado y del futuro.

Este poder fue el primero que le otorgó al todavía humano Jano el sobrenombre de “Bifronte”, ya que desde aquel momento fue capaz de buscar entre las brumas del pasado y también de conocer qué deparaba el mañana. Aunque no olvidemos que desde su nacimiento ya miraba a dos lugares al mismo tiempo, pues cielo y tierra eran sus progenitores. Su ascendencia divina, unido a sus virtuosos actos, le hicieron merecedor de ser ascendido a la categoría de dios, cosa que hizo Numa Pompilio antes de su muerte en 673 a. C. Tal fue la importancia de Jano en la cultura romana que el propio Julio César, quien en el año 47 a. C. decidió reformar el calendario seguido por su pueblo hasta ese momento, decide consagrar a Jano el primer mes del año, haciendo de él el portador de un nuevo ciclo anual, una nueva esperanza para la humanidad. Y es que en el calendario que a partir de entonces se conoció como Juliano, el primer mes recibió el nombre de Januarius – el enero que todos conocemos –, con el que el de las dos caras se convertía en padre del año nuevo al expulsar del presente al anterior.

Como no podía ser de otra forma, el flamante nuevo integrante del panteón romano contaba con su propio templo, el de la Paz, que tenía una particularidad que lo hacía especial. Esta consistía en que el templo del dios permanecía abierto en tiempos de guerra y cerrado en tiempos de paz. ¿Por qué se decidió que esto fuera así? Pues porque Jano lo dispuso así merced a su naturaleza y sus actos. El mito cuenta como durante un ataque de los sabinos, Jano materializó de la nada un potente chorro de agua caliente ante la atónita mirada de los asaltantes, que huyeron despavoridos ante tal despliegue de misterioso poder. Como guardián de las puertas y medio de acceso a las entidades superiores, Jano impedía que la entrada a su recinto fuera abierta fácilmente, sellando la misma con cien cerrojos y con numerosas barras de hierro. De esta forma, se pretendía aclarar que la guerra no podía declararse arbitrariamente, y solo se debía acudir a ella cuando no hubiera otro medio posible para defender los intereses de Roma. La vida del templo se agotó durante el turno de Octavio Augusto en el poder, ciclo que le hizo primer Emperador.

Ya no se hallaba tan lejos el momento en el que Constantino cambiara el curso de la historia y declarara a una secta judía hereje y perseguida hasta ese mismo momento como religión oficial de Roma, pues Octavio murió en el año 14 d. C., momento en el que ya caminaba por el mundo – o eso piensan muchos – el que quizá sea el personaje más importante de cuantos han existido: Jesús, el Mesías de la nueva Iglesia cristiana. Un Mesías que fue ideado por los padres del nuevo movimiento político y religioso, que bebieron de las características de dioses anteriores como Mitra, Osiris y, por supuesto, del propio Jano.

La tradición hace de Jano el padre del mismísimo río Tíber, que atraviesa la capital italiana. Jano se enamoró perdidamente de la ninfa Camese, y juntos trajeron varios retoños al mundo, entre los cuales se contaba a Tiberino, uno de los 3.000 oceánidas de la cultura griega, vástagos a su vez del Océano y de Tetis. Vemos una vez más que la asunción y transformación de figuras sagradas no era – ni lo es tampoco hoy – una práctica aislada de las diferentes culturas que convivieron en el tiempo y mantuvieron relaciones de cualquier tipo. Camese no fue la única ninfa con la que Jano intimó, pues también existe una leyenda según la cual concibió junto a Giuturna a Fonte, dios romano de las fuentes. En fuentes anteriores, Giuturna era conocida como Egeria, diosa protectora de los partos, de quien se dice que aconsejó a Numa Pompilio durante su reinado, incluso llegando en algunas ocasiones a hablarse de que ambos mantuvieron una relación amorosa. La relación entre la monarquía y los inmortales siempre ha dado fruto. En el fenómeno religioso los inventos tienen poca cabida, dando mayor uso al reciclaje o la reinvención de viejas costumbres e ideologías.

Imagen de Julio César, que rindió tributo a Jano ofreciéndole el primer mes del año | Foto: Creative Commons

En los primeros momentos de su existencia el nuevo dios estuvo ligado estrechamente con los ciclos agrícolas, hasta el momento en que se le atribuyen nuevas funciones, como la comentada de guardián de las puertas, caminos y puentes. En ese sentido, no se tardó en hacerle partícipe en la alternancia y desarrollo de las estaciones, pues tenía en su poder las llaves que abrían las puertas a los solsticios. El solsticio de verano, día en el que el Sol se hallaba en su punto más álgido, era conocido por los romanos como Janua Inferni – la Puerta del Infierno – mientras el de invierno recibía la denominación de Janua Coeli – la Puerta del Cielo –, siendo ambas dependientes del guardián. En esos días tan señalados se celebraban festividades centradas en Jano, quien abría las vías celestes e infernales.

O sea, las dos formas de acercarse al conocimiento, cada una de ellas emanadas directamente de las dos caras enfrentadas de toda la realidad trascendente. Los ciclos solares se dibujan como símbolo del proceso de aprendizaje del ser humano, que debe descender hacia abajo, hacia el interior, buscando la sabiduría oculta a través de la Janua Inferni para alcanzarla. A continuación, debe atravesar la Janua Coeli para volver a alzarse poderoso en el firmamento, siguiendo el ascenso paulatino del Sol, quien se debilita para volver más fuerte tras la llegada del solsticio de invierno. El conocimiento de uno mismo es la meta, y el camino solar es la vía. Un símbolo de muerte y renacimiento que ya hemos tratado al hablar de los Misterios.

Fuentes:

- Cuesta Millán, Juan Ignacio. Piedras sagradas, Puzzle Editorial, 2006.

- Fernández Urresti, Mariano. Los templarios y la palabra perdida, Edaf, 2005.

- García Atienza, Juan. Los Santos imposibles, Martínez Roca, 1989.