Existen muchas formas de amar a la ciencia pero lo que verdaderamente identifica a aquel que siente verdadera pasión por ella es por su capacidad de plantearse preguntas y su incesante trabajo por intentar resolverlas. En esencia por la actitud que se tiene frente a las cosas, a la vida, la exigencia de una metodología científica en busca de una verdad universal demostrativa que sea capaz de responder las preguntas que se ha hecho el ser humano desde el principio de los tiempos. En sus orígenes la ciencia y la filosofía constituían una sola cosa, pero con el tiempo acabaron siendo complementarias una de la otra. De aquel viaje entre el racionalismo y el empirismo, desde la formulación de nuevas preguntas, la búsqueda de nuevas verdades y realidades, surgió la verificación científica, lograda a través de la observación y la experimentación.
El techo infinito
La frontera existente entre una y otra se diluye por la sencilla razón de que en todo científico reside el alma de un filósofo que hace equilibrios sobre la fina línea que separa la realidad de la imaginación. En aquella cosmogonía cohabitó Carl Sagan, uno de los científicos que a través de la divulgación supo transmitir al mundo que la ciencia era una maravillosa forma de amar y conocernos a nosotros mismos. Una fantástica forma de revelar al mundo cómo demonios era capaz el ser humano de perderse el grandioso espectáculo del Universo, el enorme enigma de quienes somos, de dónde venimos y si estamos solos, gozando del privilegio de tener ante nuestros propios ojos la inmensidad de un techo infinito.
¿Estamos solos en el Universo?
Carl Sagan humanizó la ciencia, la hizo accesible y apasionante para el gran público, nadie popularizó la ciencia tanto como él. Su cósmica celebridad le hizo ser objeto de duras críticas en varios sectores, llegando a ser considerado como un visionario, activista y teatrero, pero para millones de televidentes del mundo entero fue el hombre que les enseñó el Cosmos. Sagan invitó al mundo a explorar el universo y lo hizo dejando claro que el viaje comenzaba en nuestra propia cabeza, despegando con la nave de la imaginación. Su combinación de ciencia pura y accesible le llevó a ganar un Pulitzer por su libro Los Dragones del Edén, un Grammy y tres Emmy, pero nunca un Nobel. A Sagan nunca le preocupó lo más mínimo, pues pese a acumular cada vez más conocimientos y ser cada vez más consciente de la pequeñez del ser humano respecto al resto del Universo conocido, jamás encontró reparos en poner en serio peligro su prestigio plateándose la misma pregunta desde que era niño: ¿Estamos solos en el Universo?
El niño que soñó con las estrellas
El 9 de noviembre de 1934 en un pequeño rincón de Brooklyn, del Cosmos de Rachel y Samuel Sagan, de aquella mágica relación surgió Carl Edward Sagan, un científico que quiso compartir el conocimiento con el resto, que lo ofreció como ventana al mundo sin descuidar su apego científico; haciendo uso de la imaginación como vehículo del pensamiento analítico. Carl heredó de su madre (ama de casa) una especial capacidad intelectual para los estudios y de su padre (empresario textil) la profesionalidad, la exactitud en el trabajo. Con solo cinco años una visita a la Exposición Universal de 1939 en Nueva York, marcó la existencia de un niño precozmente imaginativo que quedó fascinado por aquella visión de futuro. La de un mundo ordenado por la ciencia que acababa cada noche con fuegos artificiales, lo más parecido a aquello con lo que siempre soñó: las estrellas del firmamento. Con solo siete años ya pedía a su madre que le llevara a la Biblioteca Pública de Nueva York porque sentía la necesidad de leer libros sobre aquellos luceros que le hipnotizaban, no podía aguardar un segundo más para aprender lo que eran las estrellas. Pero a diferencia de la mayoría a Carl no le interesaban Clark Gable o Greta Garbo, sino aquellas otras que brillaban en el cielo. Con el primer libro de astronomía que leyó comenzaron a asaltarle las dudas y con ellas las preguntas, si las estrellas eran soles lejanos, quizás tendrían otros planetas, planetas llenos de vida…
El profesor Sagan
Comenzó pronto en su ser la gran dualidad, la existente entre la realidad y la ficción; le fascinaba leer las novelas de Edgar Rice Burroughs sobre Marte, creyó ser John Carter, personaje de aquellos relatos épicos. Abrió en numerosas ocasiones sus brazos en mitad de la noche a campo abierto con la esperanza de ser ‘teletransportado’ al planeta rojo. Pero aquel sistema jamás funcionó, por lo que cuando a finales de la Segunda Guerra Mundial tuvo conocimiento de la existencia de los cohetes V2, pensó que Marte quizás no estaba tan lejos.
En New Jersey se aplicó duramente en los estudios y se convirtió en uno de los alumnos más destacados, especialmente interesado en la ingeniería y la investigación astronómica. En cambio tras conseguir una beca para la Universidad de Chicago, tuvo que dejar de lado la ingeniería para centrarse en otros grandes proyectos, pero sin dejar en un solo momento de pensar en las estrellas. Consiguió un trabajo de verano en el laboratorio del premio Nobel H.J.Muller, que investigaba sobre el origen de la vida en el planeta Tierra. Creía que en aquel laboratorio iba a comenzar a trabajar en busca de las primeras respuestas, pero Muller lo puso a cuidar de sus moscas de la fruta. Comprendió entonces que para ser científico había que trabajar duro, en 1960 hizo el Doctorado de Astronomía y Astrofísica en la Universidad de Chicago con otro de sus mentores: el Dr. Gerard Kuiper. Llegó ser docente e investigador en la Universidad de Harvard, pero su postura disruptiva respecto a lo establecido le alejó de la prestigiosa Universidad, para desarrollar su concepción de la ciencia durante el resto de su vida en la Universidad de Cornell. Fue profesor titular, dirigió el Laboratorio de Estudios Planetarios y entre 1972 y 1981 ejerció como Director Asociado del Centro de Radiofísica e Investigación Espacial de Cornell.
Cosmos: 'A personal voyage'
Desde que comenzó la serie Cosmos, allá por 1980, se calcula que más de 400 millones de personas de 60 países han visionado sus capítulos. Puede que todo comenzara con aquel primer capítulo, aquel magnético título: A Personal Voyage, pero lo cierto es que prácticamente todo el mundo acabó acompañando a Sagan en aquel viaje. Fundamentalmente su mayor logro fue que consiguió que el ser humano no dejara de hacerse preguntas, por muy disparatadas que estas fueran, pero con la suficiente sabiduría y capacidad como para hacerlo sin alejarse de su apego por el método científico y su pensamiento escéptico. El método ensayo error fue su leitmotiv, por esa razón en cada avance, aquel niño que imaginaba Marte poblada por vida inteligente, no dudaba en reconocer las hipótesis erróneas, pero inmediatamente después planteaba otras. De metodología científica pero mente absolutamente abierta, Sagan sabía que previamente a la tesis era absolutamente necesaria la existencia de una hipótesis.
Un mensaje en una botella
El científico vivió intensamente la carrera espacial, duramente marcada por la Guerra Fría; se involucró en varios proyectos de la NASA como el Apolo 11 en 1969, las sondas Pioneer 10 y 11, así como las Voyager 1 y 2, más el diseño de las misiones Mariner 2, Viking y Galileo. Carl Sagan fue uno de los promotores del proyecto SETI, es aquella placa de oro de la Voyager, un mensaje en una botella lanzado al océano cósmico, las representaciones gráficas que sintetizaban la ubicación de la Tierra, el Sistema Solar, la Vía Láctea e imágenes de un hombre y una mujer saludando. La misiva hacia otros seres de un insignificante pero maravilloso punto azul pálido en el Universo (Pale Blue Dot), polvo de estrellas que se hace preguntas acerca de ellas, la ciencia convertida definitivamente en metáfora.
El respeto por la vida, las especies
Sagan fue además un declarado activista en contra de la carrera armamentista nuclear, un naturalista, ecologista de profunda convicción que ya advirtió de la locura del uso de los CFC (clorofluorocarburos). Alertó al mundo del defectuoso funcionamiento de una sociedad basada en la ciencia y la tecnología, cuyo mal uso fundamentado en la ignorancia y el poder, acabaría explotando en las manos de la humanidad. Se pronunció abiertamente sobre la nefasta administración humana del planeta Tierra, y en la realidad absoluta de que si no se había sido capaz de hacerlo en nuestra propia casa, cómo se iba a hacer lo propio en otros planetas.
Ciencia e imaginación
Fue catalogado como un incomprendido, pero en realidad fue tremendamente envidiado por la sencilla razón de que se atrevió a divulgar y a expresarse en términos que otros científicos no fueron capaces de hacerlo. Sus poéticas sentencias han quedado para la historia y se podrían resumir en una sola de ellas: “La imaginación frecuentemente nos llevará a mundos que jamás fueron. Pero sin ella, no iremos a ningún lado”. Con más de una veintena de libros escritos y numerosos ensayos, como estrella mediática, su interés por la divulgación, por hacer más comprensible, más bella y accesible la ciencia al resto de sus congéneres fue convertido en paria de su profesión. Sagan fue el científico del proyecto infinito, aquel que eligió el camino quizás menos ortodoxo, quizás más cercano a Isaac Asimov, Arthur C. Clarke o Steven Spielberg, pero no por ello más lejano a Ptolomeo, Galileo, Copérnico, Kepler, Newton, Einstein, Herschel o Hubble. No hay que olvidar que la pasión de Sagan por el Universo se tradujo en su necesidad por transmitir su deseo en la clarificación de lo que realmente es la ciencia. Su capacidad para generar entusiasmo popular por ella, demostrando la superficialidad de la superstición, la pseudociencia y el fundamentalismo religioso. De hecho siempre pensó que la primera gran virtud del hombre era la duda y su primer gran defecto la fe.
La insignificancia del hombre
Carl Sagan fue un enamorado de la ciencia, por esa razón recitó y gritó a los cuatro vientos que el Cosmos era el más grande de los misterios, la respuesta al gran enigma de nuestra propia existencia, el viaje infinito hacia el exterior con dirección hacia el interior del ser humano. Consideraba al ser humano como algo posiblemente raro y excepcional, pero prácticamente un neonato, nada evolucionado y demasiado común respecto a la vida inteligente, pues solo el hecho de pensar la posibilidad de estar solos en el Universo, constituía un acto de pobreza intelectual, una pérdida inconcebible de espacio en la inmensidad del Cosmos. Para Sagan nuestro planeta no dejó de ser una roca con vida que daba vueltas en derredor de una estrella perdida en una galaxia ubicada en una esquina olvidada de un Universo; aquel en el que en su tiempo se estimaba la existencia de entre 100 mil y 200 mil millones de galaxias. Recientes estudios del profesor Christopher Conselice basados en observaciones realizadas por el Telescopio Espacial Hubble, apuntan a la existencia de 2 billones de galaxias… No hay duda, en algún lugar algo increíble está esperando ser descubierto.
Puro polvo de estrellas
Como dijo el científico neoyorquino la ciencia es una profunda fuente de espiritualidad, pero su única verdad sagrada es que no existen verdades sagradas. ¿Es el Universo el sueño de un dios, son los hombres los sueños de los dioses, o son los dioses los sueños del hombre? De lo único que realmente tenemos certeza es que en el vistazo momentáneo de las maravillas, que concluyó hipotéticamente para Sagan un 20 de diciembre de 1996, día en que se convirtió definitivamente en polvo de estrellas, no malgastó un solo instante de su vida. Dedicó todo su tiempo a la resolución de enigmas y el planteamiento de nuevas preguntas, y lo hizo a bordo de una nave que no precisó la necesidad de creer, sino que viajó en busca de las evidencias. Sagan es la divulgación científica más pura, el verso libre y suelto de la ciencia, puro polvo de estrellas. Una inmensa metáfora, la gran paradoja y la mayor demostración aplicada de que la ausencia de una prueba no es la prueba de una ausencia.