A las 8 y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, hace 70 años, el desgraciadamente mítico avión Enola Gay lanzó sobre Hiroshima la devastadora "Little Boy" una bomba de uranio que provocó unas 140.000 muertes (78.000 de ellas de manera inmediata). En el primer segundo se generaron 300 mil grados de calor, que carbonizó los árboles a 120 kilómetros de distancia. En el momento del ataque la ciudad japonesa tenía una densidad de población de 420.000 personas, tras la deflagración de la bomba pasó a las 137.000. La bomba explotó antes de tocar tierra, a 590 metros de altura, liberando una energía equivalente a 13 kilotones (13.000 toneladas) de TNT. Todos los relojes en Hiroshima se detuvieron a las 8:15 AM, todos permanecen parados a la misma fatídica hora.
De esos cien mil rostros sin nombre solo quedaron sombras incineradas sobre escalones y siluetas de personas cuyos cuerpos quedaron pulverizados de forma instantánea. Los pocos que pudieron escapar del calor y las radiaciones de los primeros segundos, tuvieron que enfrentarse a una lluvia radiactiva producida por el hongo atómico que se elevaba a 13 Km. La muerte les sobrevino en una segunda oleada vestida de lluvia asesina sobre un cielo rojo. Los médicos japoneses se enfrentaron a lo desconocido, graves quemaduras que se trataron con el método habitual, pero que eran solo el efecto exterior de un asesino silencioso que licuaba a sus víctimas por dentro. En una radio de diez kilómetros a la redonda, la radioactividad dejó su sello mortal, convirtiendo un bombardeo en un acto de terrorismo continuado.
Los Hibakusha
En pocos segundos Hiroshima se convirtió en una profunda cicatriz, una ciudad absolutamente devastada en la que apenas quedaron edificios en pie, pero aquella cicatriz no se ha cerrado ni se cerrará jamás. Durante décadas la humanidad siguió pagando la inmundicia del poder, los Hibakusha ("persona bombardeada") término con que los japoneses designaron a los supervivientes, siguieron muriendo, sufriendo enfermedades y mutaciones genéticas. Llegaron en número a casi 360.000, y fueron discriminados por sus propios compatriotas porque el desconocimiento les hacía creer que aquello era contagioso.
Hoy siguen siendo símbolo de la ignominia del ser humano, su monstruosidad, de lo que es capaz de hacer por conservar el poder, su supremacía sobre el resto. Hiroshima y Nagasaki son sin duda la prueba más palpable de la más baja condición humana, cerca del 90% de la población de ambas ciudades quedó destruida. Harry S. Truman dio la orden de lanzar ambas bombas, Little Boy el 6 de agosto y Fat Man tres días después sobre Nagasaki. En los ensayos previos realizados en el desierto de Nuevo México ya se había comprobado el poder de devastación de ambas bombas, fundiendo la arena de varias hectáreas en derredor de las explosiones. El mundo hoy día contempla acongojado la amenaza terrorista, pero ignora deliberadamente que hace 70 años se cometió el acto terrorista más grande de la historia mundial.
Una burda mentira, una monstruosidad
Y son muchas las cuestiones que surgen al intentar analizar la razón de por qué se tomó la decisión de lanzar la bomba atómica. En Potsdam, el 26 de julio de 1945 Truman y Churchil ya habían amenazado que de no producirse una rendición japonesa, lo pagarían con la destrucción total, pero existen fundadas dudas respecto a si el ataque nuclear fue una decisión militar de último recurso o realmente obedeció a una estrategia geopolítica norteamericana para someter al resto del mundo y hacer una demostración de su poder, destinada directamente a Moscú.
No en vano Japón había sido devastada meses antes, especialmente Tokio, que sufrió un implacable raid aéreo con bombas incendiarias que mató a más de 330 mil personas. Con el supuesto propósito de acelerar el final de la guerra y acortar el sufrimiento humano, se cometió la mayor atrocidad a la que ha asistido la humanidad en toda su historia. La situación militar de Japón tras la capitulación de Alemania estaba absolutamente diezmada, muy cerca de la rendición. El 14 de agosto (una semana después del lanzamiento) Japón aceptó las condiciones de Potsdam y el 2 de septiembre firmó una rendición formal. La gran mentira se consumaba y el mundo podía vitorear a sus salvadores con la firma de una monstruosidad…
La única verdad es que la mayoría de los destacados mandos militares norteamericanos, Eisenhower incluido, consideraban que los japoneses ya estaban derrotados y, muy cerca de la capitulación. Bajo ningún concepto se puede vender semejante monstruosidad como la bomba que trajo la paz y el triunfo de la democracia. Burdas e intolerables mentiras, como la de justificar la bomba aduciendo que se ahorró una invasión y cerca de un millón de vidas. El físico Leo Szilard, uno de los «padres» de la bomba, llegó a afirmar que en una conversación con J.Byrnes, ministro norteamericano de la guerra, le mostró su preocupación por los devastadores efectos que produciría en la población, pero este reconoció que no era necesaria para ganar la guerra sino fundamental en la maniobra geopolítica.
Para intimidar con su posesión y uso a la Rusia comunista, que sería mucho más manejable a partir de entonces. Lo único cierto es que el mundo en una década asistió al tercer Holocausto, el orquestado por los nazis, el de los soviéticos y el de los norteamericanos. Los tres por ansias de poder, de querer dominar el mundo. Caídos los nazis, sin enemigo común y, con Japón prácticamente fuera de combate, la bomba solo tuvo una razón, el inicio de la era atómica y la primera batalla de la lucha de dos rangos imperialistas de distinto color con un solo objetivo: la dominación mundial. Como dijo Churchil, que apoyó a Truman en su decisión: La Rusia soviética se había convertido en enemigo mortal para el mundo libre y había que crear sin retraso un nuevo frente para cerrarle el paso. Cuando todavía no había terminado la IIª Guerra mundial, ya estaba iniciándose una nueva guerra y "Little Boy" fue el elemento intimidador. Hiroshima y Nagasaki pagaron con sangre y horror los platos rotos de una partida geopolítica que se estaba jugando a miles de kilómetros del Parque de la Paz.
Sadako símbolo de paz
Esta es la historia del horror, también de la ocultación, de la prohibición norteamericana de que el mundo conociera la verdadera cara de la ignominia. Pudimos ver la ciudad devastada, los edificios derruidos, pero las víctimas fueron silenciadas. Tanto los que fallecieron de manera inmediata, como los que fueron muriendo con el paso de los años por efectos de la radiación. Afortunadamente por las ramas fundidas de los cerezos del silencio se filtraron historias. Con el tiempo el mundo pudo conocer a Sadako Sasaki, aquella niña que tenía dos años cuando se produjo la explosión.
Sadako no conoció a su madre y diez años después de aquel fatídico seis de agosto, falleció de leucemia. La pequeña creció sin comprender absolutamente nada, el único hilo conductor que mantenía con el horror, eran unos mareos que la conducían al desmayo y, que acabaron manifestándose como síntoma de la leucemia que se la llevó. Sadako quería vivir y se agarró a una antigua leyenda japonesa que consiste en que si deseas algo con mucha fuerza y construyes 1.000 grullas de papel, los dioses te concederán ese deseo que tanto anhelas. A Sadako no le dio tiempo de hacer las mil grullas, llegó a las 644 y sus amigos completaron su tarea con el firme deseo de que se evitaran las guerras en el futuro y se consiguiera la paz entre todos los países del mundo. Tres años después de su muerte Sadako se convirtió en un símbolo, pues levantaron una estatua de bronce en el Parque de la Paz en su honor con una leyenda que dice “No volvamos a cometer el mismo error” Y cada año desde todos los puntos del planeta llegan miles de grullas de papel a Hiroshima, para recordar que el ser humano es víctima de su propia ignominia.
Resulta tan penoso como curioso ver el Enola Gay en un museo agasajado como símbolo de la paz y salvador de la democracia, cuando jamás otro avión fue portador de tanto horror, tanta sangre, tanto dolor. La flor en el escudo de Hiroshima es la adelfa, la primera especie que volvió a crecer en la ciudad tras la bomba atómica. Como no podía ser de otra manera, muy venenosa, entre las cinco más venenosas del planeta, pues en la respuesta de aquella tierra yerma y fundida, solo podía caber y germinar el dolor.
Hoy día en Hiroshima viven más de un millón de personas, mil millones de grullas de papel, entonces solo se hablaba de política, de estrategias militares, del final de la II Guerra Mundial. Nadie quería hablar del factor humano, tan solo el periodista norteamericano John Hersey se atrevió a ponerle nombre y rostro a la vergüenza con su texto Hiroshima. La dimensión humana y fría del texto publicado en la edición de The New Yorker del 31 de agosto de 1946, que hizo cambiar el punto de vista de lo ocurrido, y por qué no, cambió el periodismo obviando los daños estructurales tan bien vendidos por los que intentaban ocultar la verdad, por las historias humanas, haciendo explotar el periodismo humano. Por ello, envenenados por la adelfa, licuados por la radiación de una mentira con la silueta fantasmal de nuestra bajeza y como sombras calcinadas en un escalón, VAVEL os recuerda esta ignominiosa efeméride.