Por propia prescripción son cada vez más asiduos los impases en los que el habitual consumidor de prensa se autoimpone la prohibición de pasar hojas de periódico por un periodo indeterminado de tiempo. Y bien es sabido que lo hace por salvaguardar su salud tanto física como mental. Son demasiados los sobresaltos que se viven en tiempos de ¿libertad, paz e igualdad? y, muy exiguas las líneas editoriales, artículos y periodistas, en los que se identifica la forma correcta de desarrollar el ejercicio de la información, sin que la maquinaria de los intereses ajenos a la profesión, influyan en la ventana al mundo que siempre constituyó la redacción de un periódico. Por ello es cada vez más complejo encontrar oasis de verdad no contaminados por el cinismo reinante, escasos mares de tinta por los que realmente merezca la pena retomar un hábito que hasta no hace demasiado tiempo constituía un ejercicio muy saludable. Desafortunadamente el modelo solo enfatiza aquello que subjetivamente le interesa para seguir la línea marcada por la editorial. La información es poder, y el poder es absolutamente conocedor de la vital importancia que posee el hecho de controlar a la prensa. De hecho siempre ha sido utilizada por los poderosos para desinformar o informar subjetivamente con el objeto de influir a la masa.
Leer entre líneas
Hubo un tiempo no demasiado lejano en España en el que ser un periodista de verdad era un oficio de riesgo. Un tiempo en el que existían dos tipos de periodistas, los funcionarios del régimen, absolutamente serviles al poder, cuya máxima aspiración era ser una pieza eficiente más en el engranaje del régimen franquista y aquellos otros a los que verdaderamente merecía la pena leer. A estos últimos, la censura prácticamente no les dejó una rendija por la que filtrar el concepto más puro de la profesión: la información veraz. Lo verdaderamente apasionante fue identificar la capacidad que demostraron estos profesionales para burlar el lápiz rojo de la censura. Todo ello convirtió la lectura de un periódico en un fascinante viaje por la criptografía, en el juego e identificación de las segundas interpretaciones. Trampas literarias en las que el avezado periodista de manera camuflada en el lenguaje y el contexto, lograba traspasar límites sin que la censura fuera capaz de detectar la doble intencionalidad. Es evidente que la censura, como arma de represión pesada de una de las etapas más oscuras del país hizo mucho daño, pero como contrapartida afiló la pluma y encendió la llama de un espíritu de rebeldía que hizo proliferar un estilo periodístico por el que mereció la pena comprar un periódico para leer descifrando entre líneas.
¿Libertad de expresión?
Con la llegada de la democracia parecía que todo iba a cambiar. De hecho, lo hizo. Por fin se pudo abrir el candado de la censura y por la puerta de las redacciones entró el aire puro de la libertad de expresión. Las cadenas de las máquinas de escribir se rompieron, las rotativas dejaron de oler a rancio, se lograron derribar todo tipo de tabúes y murallas. El periodismo español cobró un nuevo impulso y entró en un tiempo de ilusión. Desafortunadamente con el transcurrir del tiempo, el desgaste de la democracia y su conversión en brazo político de la corrupción, el oficio del periodismo fue cayendo en la trampa de la vulgaridad y el servilismo. Hoy día la prensa es un instrumento más de las guerras mediáticas del poder, y el candado de la información se ha vuelto a cerrar. En lugar de la censura del dictatorial candado franquista, las editoriales han hecho algo quizás igualmente grave: silenciar durante años la conversión de una monarquía parlamentaria, que llegó a ilusionar a todo un país, en una democracia absolutamente ficticia. La corrupción sistemática campó a sus anchas durante décadas bajo el abrigo del monarca, el aparato del Estado y con la connivencia de una prensa repleta de estómagos agradecidos y absolutamente serviles al capitalismo. Resulta imperdonable la nula catadura moral de aquellos que metieron la mano en la caja o miraron hacia otro lado, pero no es menos grave el silencio de todos los medios que gozando de una supuesta libertad de expresión, no ejercieron su obligación de proporcionar a sus lectores una información veraz, objetiva y en tiempo real, sobre todo lo que estaba aconteciendo bajo cuerda.
Tiempo de silencio
Existen escasas excepciones y es cierto que la prensa destapó la caja de Pandora en muchos casos de corrupción, pero resulta ciertamente sospechoso el tiempo transcurrido en silencio hasta que el cubo de basura acabó desbordándose. Se tardó demasiado por la sencilla razón de que el periodismo llegó a un punto en el que volvió a dejar de ser libre para convertirse nuevamente en cómplice y voz dirigida de la guerra del poder. Hoy cada periódico exhibe su perfil ideológico con absoluta ausencia de pudicia, sin hacer ningún ejercicio de objetividad y censurando absolutamente informaciones y opiniones contrarias a una línea editorial casi siempre en connivencia con unos intereses políticos o lucrativos determinados. Por tanto resulta de una gravedad mayor si cabe, que en tiempos de libertad de expresión los candados permanezcan cerrados. Todo ello redunda negativamente en la calidad de la información periodística que se ofrece y, por extensión en la realización del periodista en el ejercicio adecuado de su profesión.
Periodismo basura
Salvo honrosas excepciones, tras cada línea editorial existe un imperio mediático que financia las luchas de poder de la información, lo respalda y trabaja para satisfacer a una determinada esfera que le proporciona los recursos para seguir manteniendo vivos sus ingresos. Llegado a este punto resulta ciertamente triste observar la manipulación de las noticias y el adoctrinado y alevoso uso de los titulares dependiendo de la cuerda ideológica, política o financiera del medio correspondiente. Ciertamente existe el periodismo basura, es más, no hay mejor método de trazado del perfil humano que fisgar en su cubo de basura. Pero lo más grave no radica en que Gran Hermano o Sálvame sigan petando los índices de audiencia, sin duda un magnífico baremo para trazar el nivel cultural de todo un país, sino que lo que todo el mundo considera basura son simplemente tres bidones que llenan el inmenso estercolero del periodismo. Basta con hojear cada día la prensa diaria (social, política, deportiva…) para percatarse hasta qué punto se desborda la mierda.
Corresponsales de guerra
Es justo reconocer que este país (este mundo) precisa de mejores dirigentes, mejores personas, mejores políticos, pero también mejores medios de información y mejores periodistas. El periodismo está en llamas y las redacciones de los periódicos han quedado reducidas a cenizas. En este maldito oficio urge la irrupción de nuevos corresponsales de guerra (verdaderos valedores del espíritu periodístico). Por la pervivencia de la veracidad y la recuperación de un sector que pierde lectores cada día, es absolutamente vital la independencia, la escisión de un monopolio que pretende convertir a reporteros en autómatas programados a su servicio. Las universidades están repletas de chicos que han leído a Ryszard Kapuściński “Los cínicos no sirven para este oficio”, pero que chantajeados por el sistema acabarán siendo reprogramados, lanzados impunemente al estercolero de las noticias. El silencio no es una opción, ha llegado el momento de volver a escribir entre líneas la verdad, de ser reportero y recuperar al lector, de pelear con la punta de la escritura bien afilada con el objetivo de luchar en el enclave físico en el que se está librando y perdiendo la batalla. Saliendo de las trincheras de una información manipulada y dirigida por el más recalcitrante de los cinismos.