Por qué el nacimiento del hijo de Piqué y Shakira no es una noticia deportiva
Fuente:AP

No sabemos cuando fue el entierro, ni siquiera nos lo anunciaron ni nos avisaron de que tal hecho llegaría a suceder. Solo nos gustaban los deportes y por eso nos reuníamos, día tras día, en las páginas de un periódico que nos contaba las aventuras de nuestros héroes sobre los terrenos de juego.  Ellos eran el reflejo de un éxito que muchas veces no podíamos encontrar en otras partes de nuestra vida, pero bastaba con un gol, con tres pases seguidos o una floritura preciosista para recordarnos por qué estábamos allí, observándoles. Nos gustaba el juego, y por eso dedicábamos unas horas determinadas a informarnos, a leer si nuestro ídolo jugaría aquí o allí, una historia personal de superación por aquí, u otra del reflejo social que pueden tener los movimientos de un balón en tierras destruidas por la codicia humana. El deporte era de los últimos reductos donde, semana tras semana podíamos soñar, por un instante, que éramos los mejores. Y la lectura de aquellas hazañas en los periódicos podían recordarnos esa sensación durante días.

Había plumas que podían pintarnos de nuevo esos cuadros, había opiniones que nos hacían ver las cosas de otra manera, ciertos debates sobre si el sistema del entrenador era demasiado defensivo o si era práctico teniendo en cuenta los jugadores de los que disponía. Éramos de fútbol, pero nos gustaba esa sensación inigualable de superación, esfuerzo, intensidad, una mezcla de emociones en un tiempo determinado que frenan en seco con el pitido final de un tiempo estipulado. Nos gustaba el balompié, pero eso no significaba que no pudiéramos sentir lo mismo con las canastas de Jordan, un golpe franco de Iker Romero o un medido drop de Wilkinson. Éramos felices con aquella pequeña parcela que teníamos reservada, cuyos detalles, dimes y diretes eran tratados en esa prensa que respetaba a esos personajes de ensueño tanto como nosotros.

Éramos felices con eso, hasta que llegaron ellos. No entendían nada, pese a que afirmaban habernos estudiado. Dijeron que era lo que nos gustaba, que los resultados eran los que importaban, aunque fueran los suyos, no los del deporte. No importaba el camino ni el detalle, sino el fin, su fin. Decidieron que no había otro camino, y que esta sería su solución. Eran dioses y estaban por encima de todos nosotros y de nuestro amor por la práctica deportiva. Incluso se erigían como jueces de ese mundo que antaño solo pertenecía a los deportistas. Raptaron nuestra afición mientras querían ser vistos como profesionales serios. Trataban temas vulgares como si fueran asuntos de estado, no importaba lo absurdos que estos pudieran llegar a ser. El deporte era su propiedad, el fútbol su gallina de los huevos de oro y los futbolistas, sus particulares mecenas de visitas, ventas y beneficios. Descubrieron que había vida más allá de los terrenos de juego, pero no para contarnos de nuevo aquellos cuentos que, en las ondas de esa mágica radio o ese papel raído por el viento, bajo la luz de una lámpara o el viento en una estación de autobús, nos sacaban una sonrisa.

Eso ya no servía para nada. Vida privada, detalles escabrosos, peinados, nacimientos y separaciones, relaciones amorosas y coqueteos en un motel de carretera. Prostituida la deontología del oficio y violadas nuestras intenciones llegamos a tocar fondo, ese fondo donde hacer lo correcto es poético, y seguir la muchedumbre sin dudarlo es lo habitual, aquello lógico. Entre tertulias de bar disfrazadas de telediario, macarras vestidos de periodistas contándonos su verdad como si no hubiera mañana y, para colmar el vaso, el diario rosa continuado de una vida sin frenos, alejada de un mundo real que se derrumba bajo los mismos principios de la compra-venta, los que facilitaron ese hurto de un divino tesoro que habíamos amado tanto.

No es novedad ni flor de un día, era más bien esperado, otros textos de ese tipo no nos sorprenderían. La sinrazón ya es modo de vida. El fiel lector ya no es cliente, es número, las nuevas redes no son oportunidad ni cambio, sino perpetuación de un sistema que no sabe reinventarse. Sistema que puede cambiar formato, textura y letra, pero cuya mediocridad se percibe en un alma inexistente, incolora y cegada por el capital. Y nosotros decimos no. No creemos que el nacimiento de un niño sea noticia, más allá de la alegría que eso represente para los padres y familiares. Eso no es deporte, no es lo que tanto amábamos, no nos hace levantar de la silla, ni nos hace felices, ni nos pone la carne de gallina. Preferimos a ese deportista, galán con el balón, que sube valientemente hacia el medio del campo organizando los ataques de su equipo, queremos ver a ese imponente central, rematando un córner con el mismo ímpetu y hambre de triunfo que tenía cuando era un niño en la Masia.

No nos importa su vida, y en un contexto como el actual, donde la miseria es rutina en tantos lugares, banalizar la información y frivolizar el periodismo es el último paso, el único que queda para hacer que la batalla contra el pensamiento único y la manipulación de los ciudadanos esté perdida. Es por eso que, con una mezcla de tozudez en nuestra postura y rabia por un mundo que ya nos ha dejado atrás, miramos impasibles, una vez más, otro día donde se enterró al periodismo deportivo.

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