Vuelve a sonar el despertador. Son las 6:10 am y me retuerzo en la cama deseando que no sea la hora de levantarse. Pero sí. Cojo el móvil, como de costumbre y reviso lo que ha pasado en las últimas 6 horas que he intentado desconectar del mundo exterior. Y digo intentado, porque con suerte habré sido capaz de mantener el sueño durante 3 horas seguidas, cuando las pesadillas y la ansiedad me han dado una tregua.
Es jueves, 19 de marzo de 2020. Hay un acúmulo importante de Whatsapps que copan la pantalla principal del teléfono: “Muchísimas felicidades, disfruta de tus 24 años. Recuerda que hay que seguir adelante, confío en ti”, me dice mi amiga Paula. Aún con los ojos cerrados salgo de la cama o se me echará el tiempo encima. Un día más es un día menos, me intento decir a mí misma.
Ducha, desayuno rápido y, con desconocimiento, intento ponerme los mismos zapatos y abrigo que estos días atrás, para evitar traer más contenido de fuera de casa. Intento no hacer ruido, esperando que mi familia pueda mantenerse en la cama.
"No puedo oír nada más"
Ya en el coche me esperan 20 minutos hasta llegar al hospital. Es el camino de siempre, aunque las carreteras están desérticas, aun siendo un día aparentemente laborable. Por la radio Jordi Basté y su equipo no dejan de dar datos alarmantes de la pandemia, cifras de muertos, de nuevos contagios, de saturación de centros hospitalarios. Tengo que apagarla, no puedo oír nada más, y sólo llevamos 4 días de locura.
Empieza un nuevo día en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) y solo travesar las puertas que dan acceso al control de enfermería, las compañeras de la noche me rompen los esquemas. Salen sudadas de las habitaciones, con las caras desdibujadas, ánimos decaídos. Silencio, más que nunca. Me acerco a la puerta del cuarto box a sabiendas que será una mañana dura e interminable.
Apenas llevamos días inmersos en esta nueva normalidad, pero el ambiente empieza a ser tenso e insoportable. Las horas pasan muy lentas y ni si quiera somos conscientes de qué es este virus, pero necesitamos encontrar el camino. Necesitamos dejar de ver sufrir a la gente, sola y sin saber qué hacer para remediarlo.
Las horas se hacen eternas
Hoy Miguel no está teniendo un buen día. Lleva cinco días ingresado en la UCI, sedado e intubado, aunque no hay manera de ventilar correctamente sus pulmones, pues la neumonía se ha extendido hasta colapsar todo el tracto respiratorio. Tiene 57 años y diabetes, su único factor de riesgo, pero ha sido uno de los primeros damnificados de la pandemia. No puede ni abrir los ojos y no sabemos hasta que punto puede escuchar todo lo que le decimos, pero su hija llama angustiada a la unidad para preguntarnos qué tal ha pasado la noche y decido acercarle el teléfono al oído, para que reconozca la voz de los de casa, para que sepa que no está solo. Bajo las gafas y la mascarilla, me empieza a caer una lágrima de realidad.
El turno se hace larguísimo, las horas no pasan y apenas hay motivos suficientes para sonreír. Llego a casa agotada y empiezo a oír los aplausos en los balcones y terrazas, son las 20h. Es emocionante escuchar como la gente intenta agradecernos nuestro trabajo mientras nosotros pedimos que no salgan de casa. Mi familia intenta abrazarme y felicitarme el cumpleaños, aunque tengo que apartarme, aún no me he podido duchar y no quiero correr ese riesgo. Una sensación de angustia constante por no querer contagiar a los míos, por no quererles acercar al ambiente del “mundo exterior”. Y así día tras día, sin apenas descansar. Las noches se vuelven un inferno entre pesadillas y ansiedad, mientras el mundo cuestiona si lo estaremos haciendo bien. Solo pienso en que hacemos todo lo que podemos y más para revertir este maldito sufrimiento.
Final de trayecto
Hoy es 30 de julio, 12:24h. Miguel lleva ya más de 115 días en la UCI y su estado no ha mejorado. Las complicaciones han ido acumulándose y aunque lo hemos intentado todo y más, parece que ya no hay salida. Está sufriendo cada día más y todo el equipo decide avisar a la familia para que vengan al hospital, para que puedan decirle adiós y acompañarle en este último trozo del camino.
Tras más de 115 días en la UCI toca decir 'adiós'
Vestimos con equipos de protección individual (EPI) a la mujer y sus dos hijas para que puedan pasar dentro y sentarse junto a el, cogerle la mano, decirle todo aquello que han callado durante meses. Miguel sigue en coma inducido y no les podrá responder, pero quién sabe si ese cariño le hará irse mejor. Más tranquilo. Más en calma. Las lágrimas son imposibles de contener entre sus allegados y Luisa, la adjunta de medicina, y yo intentamos mantenernos lo más fuertes posibles, pero empiezo a notar un nudo en la garganta.
Me muevo de un lado a otro de la habitación sin saber del todo qué hacer. Qué decir a esta familia que hoy va a romperse. Qué actitud debo tener. De golpe me he vuelto a sentir frágil, indefensa, vulnerable. De nuevo he sentido que ese no era mi lugar, que no quería vivir más esto. Me han acechado las dudas de si había elegido correctamente mi profesión, de si servía para cuidar.
"Vales mucho, no lo olvides"
Son las 17:04h y el monitor acaba notificando la asistolia. Miguel se ha ido y los llantos de sus hijas se avivan. Ya está, es el fin, se ha acabado la agonía. Las horas restantes del turno se me hacen amargas y prácticamente insostenibles: necesito llorar y expresar esta rabia que guardo dentro, pero ya son muchos meses viviendo a diario situaciones parecidas, aunque no terminemos de acostumbrarnos.
Su familia, antes de marcharse y recoger todas sus pertinencias, me llama para entrar a la habitación. Me visto con el EPI y me acerco a sus rostros cansados de llorar: “Gracias por dejarnos despedirnos de él. Gracias por cuidarle hasta el último momento. Vales mucho, no lo olvides”, me dice su mujer. Aunque les expreso mi pésame y condolencias, por dentro sonrío y se lo hago notar; me acaban de demostrar por qué elegí ser enfermera, me reafirmaron que estoy en el sitio correcto. Siento que valgo para hacer algo bien.
Responsabilidad: el único deseo
Ahora ya es diciembre, prácticamente Navidad, y la pandemia no ha llegado a su fin. De hecho, posiblemente estamos a las puertas de un nuevo ‘batacazo’ de contagios tras los días festivos. Parece que no hemos aprendido de todo lo que ha conllevado esta situación, pero estoy segura de que nosotras sí. Hemos descubierto que somos fuertes y válidas, que trabajando en equipo somos un muro imparable y que pedir ayuda y decir que nos rompemos por dentro no es ningún defecto. Es humanidad.
Gracias, compañeras, por luchar hacia la misma dirección, por demostrar que la sanidad es y merece ser considerada como uno de los puntales del país. Gracias por sacar fuerzas de donde parecía no haberlas y por seguir levantándonos cada día en medio de esta amargura. Gracias por ser humanas. Seguiremos dando lo mejor de nosotras, esperando que la gente transforme esos clásicos aplausos de las 20h en concienciación y responsabilidad. Es lo único que os pedimos.