Un grupo de treintañeros de un remoto pueblo en Wisconsin casi posnuclear lleno de óxido y ruinas. Amoríos, bodas, hijos, trabajos, pequeños sueños profesionales que se hunden y mucha visión idílica del mundo cuando no te sales de lo que se supone que siempre ha funcionado. El universo para el autor se reduce a un hacer las cosas como siempre se han hecho. La felicidad fuera de esos marcos no existe. No hay forma de vivir, en esta obra, sin una depresión si te alejas de lo que se espera que hagas. Parece una novela sobre una comunidad amish pero protagonizada por un par de hipsters desquiciados, un corredor de bolsa amargado y una serie de granjeros que sólo saben ordeñar vacas.

Uno de ellos, un cantante que consigue fama mundial y sobre el que gira casi toda la trama está atormentado porque no consigue lo único que le haría feliz porque, oh, no todo puede conseguirse con fama y dinero. Ya podéis adivinar qué. Sí, el amor, qué cosa si no. Lee, famoso por haber compuesto un discazo indie que grabó en un gallinero del pueblo, no puede ser más desgraciado. Osó romper las reglas y eso es imperdonable.

Demasiado tópico, demasiado mundo rural, demasiado treintañero avejentado por un mundo que en realidad los devora haciendo de ellos unos fantasmas, auténtico humo, y que los hará desaparecer sin dejar huella cuando otra generación los sustituya. El autor dibuja a los personajes tan anquilosados que tienes la sensación durante la lectura de que están más cerca de la jubilación que camino del cenit de la vida.

El orden es lo que te hace, más que ser feliz, no ser infeliz. Ese es el eterno mensaje página tras página. Una no-infelicidad conseguida mediante la ausencia de todo rasgo individual. Los proyectos o son colectivos o fracasan. La felicidad es cosa de la comunidad, lo que da como resultado un ambiente que oprime por sus restricciones: haz lo que siempre hemos hecho todos. La comunidad te mira y te cuida, que es como decir que te censura si te desmarcas. Sabes que fuera no existe nada que pueda hacerte feliz, te dicen todos. Sólo hay una forma de conseguirlo y es la nuestra, reduciendo la no-infelicidad a una fórmula casi matemática.

Afortunadamente el libro está bien escrito. Consigue que, pese a que el mensaje no me interese nada (no creo ni en las raíces ni en las comunidades como fuente de felicidad) haya llegado al final sin amagar con cerrarlo para dedicarme a otra cosa más productiva. No sé, emparejar calcetines, por ejemplo. Si eres folclorista y adoras los pueblos con sus miserias te gustará, si eres urbanita y crees que el ser humano no tiene escrito dónde y cómo puede ser feliz te dejará una sensación muy triste: sólo se puede aspirar a no ser infeliz. Yo no lo he comprado.

La vida siempre tiene una nueva oportunidad donde menos la esperas. La vida siempre puede ponerse en marcha de nuevo, en cualquier momento y en cualquier lugar y no con cualquier persona sino con esa persona que descubres de pronto. Sólo esa. No hay una única forma de hacer bien las cosas, pero sí que hay una única persona con quien hacerlas, como contrariamente sugiere el autor, ni la monotonía como anestesia hará que te sientas bien con tu vida.

Y para colmo a Nueva York, ciudad dinámica, viva, llena de oportunidades, la describe casi como el epicentro del mal y eso para un neoyorquino encerrado en el cuerpo de un pamplonés, como yo, es completamente imperdonable.

"Canciones de amor a quemarropa", 21,95 euros y 336 páginas después, es un libro bastante lánguido que se quedará en mi pequeña biblioteca hasta que desaparezca como los personajes de la obra, sepultado por el tiempo y por la insignificancia. No dejará más huella que una marca en el estante, como una pequeña fosa del cementerio o una lápida, cuando alguien lo saque de ahí para poner otro volumen que lo reemplace.