El término más relativo que conozco es el de libertad. Para algunos, ser presa de un totalitarismo que asesina, juzga y persigue a millones de personas, es libertad. Para otros, vivir en un sistema capitalista plagado de autómatas que se rigen por los valores fluctuantes de la bolsa, es libertad. Desgraciadamente, solo una minoría sabe apreciar la verdadera redención, la que te permite vivir sin estar supeditado a unos cánones de conducta o a un abusivo estado de ambición y competitividad.
La filosofía, la psicología, la sociología e infinidad de ciencias terminadas en –ía centran sus estudios en la libertad. No parece tan difícil dar una definición clara y concisa a un término que cada vez pasa más desapercibido en nuestro ajetreado devenir. Para la Real Academia Española es fácil: “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”, “estado o condición de quien no es esclavo”, “prerrogativa, privilegio, licencia”; en definitiva, doce acepciones copadas de palabras vacías.
La libertad es mucho más que una definición insulsa y formal escrita en un diccionario de portadas descoloridas por el paso del tiempo. Es cambiante y subjetiva, diferente para un soldado nazi del 39 que para un feliz hippie de los 70 que fuma y ríe en las playas del oeste americano. A veces es amarga y otras bien dulce, creadora de falsas esperanzas y abanderada de guerras y conflictos, carente en ciertos momentos y violada por numerosos delincuentes que portan traje y maletín en vez de ganzúa y pasamontañas.
Millones han luchado por conocerla en persona y millones se han quedado en el camino, millones de balas han rodado y millones de cuerpos siguen bajo tierra por su culpa. ¿Qué se ha conseguido? Vivir en un mundo que se declara libre y que, en realidad, es más fiero que siglos atrás, en el que nosotros, animales, somos cada día más animales y en el que el hombre sabio y bueno destaca por su ausencia.
Pocas personas han sabido apreciar esa esencia difusa que otorga la protagonista del escrito. Muchos de esos pocos escapan a mi saber pero hay dos que me marcaron especialmente y resultan un buen modelo para explicarles lo inefable del concepto a definir. Hombres que no atendieron a ataduras o límites morales y se ciñeron a seguir lo que sus sentimientos dictaban, renunciando a la vida social por una vida espiritual que alcanza su cenit con un fallecimiento cercano al misticismo religioso. Su búsqueda de la felicidad en lugares recónditos y en compañía de la soledad no es algo propio de desjuiciados, tan solo el tener familia, trabajo e hijos se les quedó corto y encontraron en la naturaleza ese vórtice inconmensurable de paz, felicidad y comunión consigo mismos.
John Doe es uno de esos tipos crípticos que decidió asilvestrarse para vivir. Su nombre real es George Robert Johnston aunque es más conocido como “El Bandido de Ballarat” o simplemente Rob. Su historia es una rapsodia a la libertad, a la desazón que vive el hombre romántico del siglo XX encerrado entre los barrotes de un mundo limitado y limitante.
Su nombre empieza a ser conocido en las agrestes tierras del Valle de la Muerte, una zona que, como su propio nombre indica, es donde reina la nada. Vastas llanuras salpicadas de mansos montes y algunas que otras montañas de cierta envergadura. La flora es escasa dadas las altas temperaturas – se han registrado medias de 50ºC – y la fauna, también. Los pocos pobladores que aún quedan, residen en pequeñas viviendas alejadas de cualquier núcleo urbano, poseedores de cientos de kilómetros que el urbanita no se atreve a transitar. La América del palillo, la mecedora en el porche y el destartalado Buick Skylark del 68 se quedan cortos para describirles lo angostas que resultan dichas explanadas.
Los menesterosos campesinos del Death Valley quedarían sorprendidos al recibir una visita y más si el objeto de tal incursión es un hurto. Así fue como el bandido se dio a conocer. Robando cosas insignificantes de cabañas y cobertizos. Primeramente fue en Ballarat, un despoblado que pronto quedará cubierto por la sílice del desierto, donde cometió sus primeras pillerías. Después empezó a “asaltar”, arbitrariamente, casas dejadas de la mano de dios. Tales pillajes provocaron que la policía se pusiera al corriente de la situación y aunque fuera tomado como un simple loco, los ojos ya estaban puestos en él. A los pocos meses se descubrió que tenía en su poder un importante número de armas, además de diferentes enseres como víveres, ropa y especias, que, al parecer, le encantaban. Nadie le había visto de cerca aún, sus facciones eran desconocidas para los forestales que empezaban a preocuparse por la identidad del chiflado. El bandido seguía en libertad y poco a poco, sin saberlo, se iba haciendo un hueco en los corchos de las oficinas policiales de los condados del suereste californiano. Sus atracos seguían siendo de poca monta:alguna radio, comestibles y artículos menores que los turistas dejaban en su visita al Valle de la Muerte. La sustracción de un quack en uno de sus primeros robos sirvió para que se emprendiera una búsqueda y una posterior captura del sujeto en cuestión.
Pasaba el tiempo y el bandido seguía sin tener nombre y aspecto definidos. Sus intrépidos chanchullos se sucedían con irregularidad, alternando largos períodos de quietud con fuertes picos de actividad. Unos policías ajenos al caso se toparon con Rob, que dormía en un pedregal a la sombra de su vehículo. Su alma de sabuesos salió a relucir y tras cruzar unas palabras con él, tomaron una fotografía. Ésta fue enviada a los agentes de la zona que, aunque con mucha dificultad por la mala calidad de la imagen, pudieron tener una idea de cómo era su fugitivo. Muchos fueron los que persiguieron al pobre diablo que robaba para subsistir. Se hicieron alianzas entre la policía y el cuerpo forestal para arrestar a un hombre que pese a no haber matado a nadie ni cometer grandes actos de violencia “ciudadana”, llevaba consigo armas de fuego.
Sus campamentos empezaron a ser descubiertos, a veces, en el margen de la carretera y otras, en las profundidades del abismo de arena y roca. La perspicacia del bandido fue suficiente como para eludir las cargas policiales. En cuanto oía o veía algo extraño, desmantelaba su asentamiento y corría en dirección norte, hacia lugares elevados. En una de esas redadas a punto estuvieron de darle caza, sin embargo, corrió y corrió, zafándose de los guardias que volvían a tenerle a tiro de piedra. Sus conocimientos del terreno y de argucias militares les dejó perplejos y su interés por desenmascarar al asaltante anónimo crecía. Pasaron meses hasta volver a saber de él. Ya en Nevada, en el condado de Nye fue descubierto afanando un carrito rojo y una batería de tractor. Parecía que el antiguo ratero del tres al cuarto tenía complejo de cleptomanía y arramplaba con cualquier objeto que caía en su haber.
El bandido se alejaba cada vez más del lugar que le dio nombre, Ballarat. Ahora, con un Chevy hurtado, recorrió más de 800 kilómetros y ya circundaba el Área 51. Los policías, alarmados por la situación, no tardaron en emprender un plan de actuación contra el hombre desconocido. Tras dejar en una de sus bases clandestinas un mapa militar, el riesgo de que fuera un tipo peligroso era patente. Perdido su rastro de nuevo, uno de los agentes que llevaron el caso en sus inicios decidió buscar de nuevo por el Death Valley. Encontró huellas frescas de un vehículo de cuatro ruedas impresas en la arena. El quack de Rob volvía a rodar por las calurosas tierras del parque natural. Incansablemente, los investigadores le siguieron la pista día y noche, empleando en su búsqueda helicópteros, varios coches y refuerzos del cuerpo estatal, tan solo para pillar a un señor peculiar que robaba lo que los demás seguramente despreciarían. En la internada de un cañón se divisó una furgoneta blanca con cubas en su alrededor que resultaron ser plantas de marihuana que el bandido había dejado. Su relación con el mundo de los psicotrópicos no era conocida y la seguridad primera que hubo acerca de que Ballarat Bandit hubiera vuelto a la zona empezaba a ser una gran duda.
Tan solo días después, uno de los agentes que hacía guardia por las carreteras del valle vio a un hombre postrado en una señal de tráfico junto a una zafra de gasolina. Cuando quiso darse la vuelta para corroborar que se trataba del tan ansiado forajido, éste ya había desaparecido. Le siguieron los pasos unos pocos cientos de metros más allá, hasta llegar a un área elevada donde John Doe había establecido uno de sus “campos”. Más de cinco agentes acudieron a su detención. Armados hasta las cejas, anduvieron despacio hacia el fugitivo solitario que, despojado de toda ropa, empuñaba un rifle. La presión policial fue tal que decidió suicidarse en pos de no perder su libertad.
Dieciocho meses después, con la investigación para esclarecer su identidad prácticamente archivada, una respuesta llegó desde Canadá. Las huellas enviadas por el forense de turno coincidían con las de un hombre llamado George Robert Johnston, residente del norte, en las Islas del Príncipe Eduardo. Era ex militar, tenía mujer y cuatro hijas, una familia bien cohesionada de la que nunca tuvo queja pero de la que se separó al contraer una repentina leucemia que le llevó a la producción y distribución de opiáceos con su consiguiente arresto. Después de un año entre rejas, Rob no volvió a ser el mismo.
Un pájaro que siempre voló libre y que se vio súbitamente encerrado, privado de cualquier derecho cotidiano. Puesto en libertad condicional, dejó a su esposa e hijas para cambiar totalmente de vida. El desierto sería su nuevo hogar, sus botas y su perspicacia las salvadoras de un camino hostil, la madre naturaleza su compañera y el hombre, su verdugo. El chivo expiatorio de una sociedad que se ha cobrado miles de vidas de gente que por no seguir unas normas ha tenido que renunciar de una manera cruenta a la libertad terrena, sustituyéndola por una libertad suprasensible que queda reflejada en la voluntad de un insurrecto que nunca dio por acabada su trayectoria por lares tan fatigantes como el de la búsqueda de la entera libertad.
Seguramente haya montones de casos como el expuesto, yo simplemente les he querido mostrar con un ejemplo aquello que he intentado, en vano, explicar en la introducción. Mi segunda muestra también está relacionada con la liberación total de los sentidos pero de un modo sustancialmente diferente al del desgraciado John Doe. Christopher McCandless es un joven entusiasta que acaba de licenciarse pero que, como yo, piensa que los títulos, las etiquetas y el dinero no sirven de nada. Muy acertadamente dice: “Creo que las carreras universitarias son un invento del siglo XX y yo no quiero ser uno”. Busca encontrarse a sí mismo viviendo nuevas experiencias que le acerquen a la verdad que entraña este río, que como Jorge Manrique diría, va a parar en la mar.
Su historia es mucho más conocida que la de Rob aunque ésta queda más atrás en el tiempo (1992). Ha dado para escribir un libro y hacer una película que vi de carambola al escuchar su magnífica banda sonora, hecha por el también magnífico Eddie Vedder. El largometraje capta a la perfección el viaje que Christopher – Emile Hirstch – emprendió por todo Estados Unidos acabando en la fría Alaska, donde, accidentalmente, falleció. Su alma subversiva le guió por rutas salvajes, dejando atrás a padres, hermana y amigos para otear los amplios horizontes del País del Tío Sam. Donó todo su dinero a la beneficencia, quedándose tan solo con eso que un caminante necesita, fuerza de voluntad y, en su caso, algunos libros de Tolstoi, Thoreau, London y otros sobre la supervivencia en medios hostiles. Una vez liberado de cualquier tormento social, el resto de su vida empezaba a tomar tintes nostálgicos y solitarios que le hicieron ser el abanderado de lo que hoy algunos buscamos permanentemente, la sensación de plenitud, la sensación de libertad.
Alexander Supertramp - apodo que llevó durante el viaje - comenzó por fin su trayecto. Su familia, preocupada, recurrió a la policía, que acabó encontrando su viejo Datsun y determinó que su hijo había marchado definitivamente. Viviendo de la naturaleza, de los recursos que tuvo a disposición, Christopher vivió “al día” hasta encontrar trabajos estacionarios en cultivos de cebada. Además de proporcionarle tranquilidad durante un tiempo, los consejos que obtenía de los hombres del pueblo y de los profesionales agrícolas le sirvieron en el futuro, cuando el viaje tomara otros derroteros más eremitas.
Una vez satisfecho con lo que había aprendido del campo, se dispuso a continuar su memorable recorrido. El trotamundos conoció a gente inigualable, se granjeó grandes amistades, muchas de ellas pintorescas, que voy a omitir para no desmembrarles la historia completa y, obviamente, desguazar al autor del libro, Jon Krakauer y al director de la película, Sean Penn. Después del descenso por el río Colorado, su reintegración momentánea en la sociedad y el descubrimiento de las visicitudes que entraña la vida anacoreta, Supertramp decide marchar a Alaska para alejarse lo máximo posible de la civilización; viviendo de la caza, la recolección de frutos y del propio ingenio en un intento porque el hombre, vuelva a ser hombre y sienta en sus propias carnes la crueldad del mundo hacia un ser pleno y emancipado: “Encontrarse, aunque sea una vez, en las más primitivas condiciones humanas. Enfrentando la ceguera y la sordera solo, sin nada que te ayude excepto tus manos y tu propia cabeza”.
Todos los conocimientos que reunió de sus numerosas experiencias le sirvieron para no morir en el hielo a las primeras de cambio, además de la ayuda de un autobús abandonado que fue su morada durante largos meses. Controlando las crecidas de los ríos, inventando rudimentarios cachivaches para sobrevivir y distrayéndose con sus novelas, McCandless aguantaría en el desierto de hielo unos meses más. Las fuerzas le fallaban según pasaba el tiempo, los animales escaseaban y la crecida del río le había quedado aislado. El único medio de salvación serían las bayas. Experto en el mundo de los plantígrados, “el caminante sin rumbo” salía a recolectar diariamente y a cotejar lo obtenido con lo que rezaban sus libros. Un día, una mala elección, le hizo comer la planta equivocada, llevándole a una muerte dolorosa en ese autobús que ahora supone lugar de peregrinaje y que para Christopher fue su pequeño rincón en la inmensidad de libertad.
Cierto es que me he saltado muchas partes de la historia, pero la sustancia se encuentra ahí. Puede que aún no les haya quedado claro cual es mi definición idónea del término. Sinceramente, a mi tampoco me queda clara y, a veces, dudo de que ésta exista. No soy Paolo Coelho y dios me salve de serlo, la autoayuda, permítanme, siempre me pareció una forma más de extraerles el dinero con una velada sutileza; yo soy Pablo Merino y quiero darles mi sincera visión del cautiverio en el que vivimos. Quizá les parezca un artículo un tanto sensiblero y subjetivo y sí, lo es, de hecho, odio mostrar mi “mundo interior” de una forma tan abierta a través de personajes que se acercan a lo que uno mismo siente. Hoy, día del reportaje, tratamos de contactar con el lector, tomando conciencia de que lo que hacemos es algo excepcional. Dejando fluir los sentimientos más internos a través de la escritura y de la lectura, en su defecto. Alejándonos de ese estilo formal con el que hablamos de fútbol, baloncesto, natación, música, balonmano… traemos un pedacito de cada uno de nosotros en unas fechas tan destacadas como son las navidades. Tómenlo como nuestro pequeño regalo cargado de emociones en las que ustedes pueden sentirse identificados. La historia de John Doe, el ladronzuelo romántico y la de Christopher McCandless, la oveja que huyó del rebaño.
Creo que es hora de terminar mi palabrerío abyecto y dejar paso a algunas frases que nos deja nuestro ya amigo Christopher McCandless y que me salvan de decir: “señores, aunque desconozco que es la libertad, quiero sentirla”.
"Camina dos años por la tierra. Sin teléfono, sin piscina, sin mascotas, sin cigarrillos. Libertad absoluta. Un extremista. Un viajero de lo estético cuyo hogar es el camino. Y ahora después de dos años de caminata, llega la aventura final y más grande. La batalla culminante para matar al falso ser interno y concluir victorioso la revolución espiritual. Sin estar ya más envenenado por la civilización el huye, y camina solo por la tierra para perderse en la naturaleza".
"La libertad y la simple belleza son demasiado buenas para dejarlas pasar".
“Lo mejor que puedo hacer con la muerte es tratar de aprovechar la vida”.
"Mi hogar es el camino".
Fuente de las fotografías: enciclopedia.es, google.es, wikipedia.es, yankeebarbanero.es, taringa.net, einestages.spiegel.de, elautobusmagicodealexandersupertramp.blogspot.com, isat.la.amoelcine.com, thequietman.org