Quería escribir claro, como siempre, esa necesidad no falla, pero la excusa no aparecía. Leía artículos de otros colegas pero no encontraba el interruptor que pusiera en marcha el mecanismo. Todo eran temas elevados en los que yo me pierdo. El culteranismo del fútbol me aburre cada vez más así que me fui dejando llevar casi hasta el silencio. Quizás ya no escriba más, pensé. Hasta que le di al botón verde del mando a distancia que da vida a la televisión y sucedió. Aparece la noticia deportiva del día. En un tiro de cámara imposible, enfocando a un cristal blanco en el que se refleja Messi, se le intuye cómo aprieta un interfono, cómo espera delante de una puerta, cómo la abre y cómo desaparece en el interior de un edificio cerrándose a su paso la cancela. Lo tengo, pienso, y tecleo como un poseso, sin mirar atrás, no vaya a ser que se me diluya la idea. El siguiente párrafo un día cualquiera sería lo primero que leerías.

Estamos llegando a un punto en el que la información deportiva es tan demencial que quizás por eso sea magnífica, pero no como información claro, sino como obra de arte. Falta señalar a los protagonistas con flechas y nombres sobreimpresionados, como hace Tarantino en “Malditos Bastardos”, para que no se pierda nadie al protagonista de la escena. Pura cinematografía. Como esas secuencias donde aparece un coche con las lunas tintadas, se acerca, pasa y en el mismo instante que se dispara un flash de una cámara de fotos, congelan la imagen para que podamos ver la cara  del protagonista, dejándola correr de nuevo unos segundos después, cuando todos hemos reconocido a un jugador  sentado en un coche. Esas pausas dramáticas quizás sean lo que justifican la profesión. No lo sé. Pero son de una plasticidad irrefutables. Que sean noticia o no ya empieza a dar igual. El periodismo es una profesión de neuróticos, decía Manu Leguineche. Y de obsesos. Y esa esencia parece que no ha cambiado aunque sí sus manifestaciones.

La obsesión es cazarlo, como contaba Pérez-Reverte en “Territorio Comanche” que hacían en los bombardeos de la primera Guerra del Golfo. Se subían los cámaras a las azoteas de los hoteles y eran felices capturando misiles Patriots y Scuds rajando el cielo de la noche; y colisionando, que entonces ya era el premio gordo. Les daba igual que las imágenes se emitieran o no en los telediarios, lo que querían era tenerlo, y no bajaban a emborracharse al bar del hotel con los demás corresponsales de guerra hasta que lo tenían. Es mío, mascullaban, ya he cumplido conmigo mismo, y se relajaban a la luz de las velas con dos dedos de whisky entre zambombazos. Pues aquí es algo así pero como más cutre, degenerando el reporterismo un par de escalones, o tres escaleras completas, y encima siempre con medallita porque acaban saliendo esas imágenes en todos los bloques deportivos como si fueran noticia. Es curioso, escribo desaforado, cada vez nos rodean más cámaras y tenemos peores imágenes periodísticas que echarnos a los ojos.

Vivimos un tiempo muy extraño. No descarto que a este paso la información se deje de almacenar en hemerotecas y en archivos para hacerlo en exposiciones itinerantes por los centros de Arte Moderno que durante la burbuja se construyeron a puñados en España. El periodista, como ya pocas veces cobra de ello, quizás esté buscando una salida alternativa. Como se consiga hacer negocio se nos llenan las redacciones de marchantes. Verás.

Y hasta aquí lo que se ve. Fin. Corrijo, lo dejo descansar, lo releo, lo corrijo de nuevo, lo vuelvo a leer en voz alta, me lo pienso porque no sé qué opinará mi editor, y cuando concluyo que no puedo mejorarlo más envío mi artículo. Yo también me bajo al bar desde mi azotea, pero a tomarme un café, satisfecho conmigo mismo. Ahora sólo queda esperar para saber si será publicado o no. Así es como algunos hacemos periódico, que no sé si periodismo, y me apetecía enseñarlo esta vez desde dentro. Tiempo total tres horas, incluyendo sus pausas y sus reposos. Espacio un folio y 11 líneas.