La importancia del ser
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Jiddu Krishnamurti, fue un conocido escritor y orador indio en materia filosófica y espiritual, a lo largo de su vida se dedicó al estudio de las relaciones humanas, la naturaleza de la mente y la meditación. Escribió varios libros, entre ellos La libertad primera y última libertad, La única revolución y Las notas de Krishnamurti. Vivió durante 91 años dando conferencias por todo el mundo, transmitiendo su idea de la revolución psicológica y la urgente necesidad de un cambio positivo en la sociedad global. En 1984 poco antes de morir, con la experiencia acumulada de toda una vida dio una conferencia en la ONU acerca de la paz y la conciencia, recibiendo la Medalla de la Paz de la ONU. Tras su muerte muchos continuaron sus enseñanzas fundando varias escuelas en la India, Inglaterra y Estados Unidos; traduciendo a varios idiomas sus discursos, libros y conferencias, pero lo más importante sobre su mensaje es todo lo que atañe al ser.

Para Krishnamurti el mundo no es algo que existe aparte de nosotros, el mundo, la sociedad, es la relación que establecemos o procuramos establecer entre unos y otros. Por lo tanto el problema no es el mundo sino nosotros, sencillamente porque el mundo y la sociedad es la proyección de nosotros mismos. De esta forma para mejorar el mundo y la sociedad, debemos trabajar en un cambio positivo de lo que somos y en el concepto del ser. Como decía el sabio indio el devenir y el llegar a ser son una cuestión de deseo, son una y la misma cosa. Ahora cuando uno experimenta una revelación en ese proceso de deseo y su capacidad de crear ilusión, eso se acaba. Esencialmente porque en ese momento se es consciente que este deseo lleva intrínseco el tan humano error de la acumulación. A medida que se acumula se llega al inquietante sentimiento de que algo falta y cada vez queremos más aumentando una sensación de vacío imposible de llenar. Todos los seres humanos sienten la necesidad de llegar a ser para sentirse más fuertes, mejorar la lógica, el lenguaje, el conocimiento, encontrar un trabajo mejor, vivir y ser mejor, pero ¿por qué existe esa necesidad humana para tratar de llegar a la iluminación siendo más y mejor? Sencillamente porque para la naturaleza depredadora del ser humano nunca es suficiente, encontrando en la palabra más la espina real de este asunto.

La imparable rueda del voy a ser más, voy a tener más, entra en funcionamiento, estableciendo comparaciones y batallas constantes entre el ser y el más. Es el insaciable apetito de la acumulación,  es el siglo XX, llamado del progreso, de una vida mejor, pero un progreso hacia el exterior descuidando lastimosamente el progreso interior. Un impulso equivocado del ser mejor movido hacia la esfera psicológica, que la daña esencialmente porque ese proceso natural de acumulación, del más, implica una división y por lo tanto una fuente de conflicto. En la acumulación externa el hombre ha buscado la seguridad psicológica que le permite sentirse a salvo, pero ha olvidado que esa seguridad es el factor de división. Es por ello que los seres humanos han acumulado sin darse cuenta de sus consecuencias, llenando incesantemente nuestra mente con ese imparable proceso de acumulación y ocupación que nos impide pensar en las cosas verdaderamente importantes. El ser humano ha sacrificado la naturaleza del ser persona por el instinto natural de la acumulación y la posesión.

Por esa razón siempre he pensado que debemos iniciar esa revolución psicológica trabajando en el complejo concepto del ser. Nuestra sociedad de consumo parte del errado concepto de la vocación de mercado, pues no es lo mismo ser periodista las 24 horas del día, que sentirse periodista las 24 horas del día. Y es que bajo mi punto de vista lo más importante es ser persona las 24 horas del día y sentirse periodista, médico, político, pintor, obrero, policía, juez… durante idéntico periodo de tiempo. Una cosa no debe impedir la otra, pues siendo persona las 24 horas del día, no me cabe la menor duda que seremos mejores médicos, jueces, políticos, obreros, bomberos, periodistas...

En estos tiempos difíciles todos tenemos muy claro que la mayoría de nuestros políticos, banqueros, lo son durante las 24 horas del día, confundiendo su vocación con ambición, olvidando lo que jamás deberían haber dejado de ser. Pues son las personas las que realmente dan lecciones de vida, personas que paralelamente a su vocación profesional jamás han dejado de ser, personas anónimas que salvan situaciones críticas ayudando a los demás de forma desinteresada. Ocupándose de unos derechos fundamentales que deberían ser responsabilidad de un Estado absolutamente capitalizado y lastimosamente deshumanizado. El problema es que la proyección del mundo que hemos construido está basada en la acumulación y el mercado. Por ello cuando nos topamos con intentos de ser persona nos sentimos absolutamente sorprendidos, y el sistema de consumo no tarda en silenciar, detener y marginar a todo aquel que ose emprender ese camino. Quizás por esa razón y recurriendo a un personaje de tanto calado y actualidad como el Papa Francisco, me siento tan lejano de la Institución eclesiástica como cercano a sus arriesgados intentos por llegar a ser persona antes que Papa. Por sentirse Papa las 24 horas del día, pero muy especialmente por ser persona durante ese periodo de tiempo y acercarse a ese personaje que tan mal representaron sus predecesores. Y ahí está la razón por la que tenemos la sensación de que es mejor Papa, porque lo sentimos más cerca, pues el estado de ser persona es aquel en el que se igualan todas las cosas y se está más cerca de la verdad.

Jamás he estado en la India, pero en uno de mis viajes hasta la tierra de la espiritualidad me topé con un viejo sabio a los pies de una cordillera. Era un personaje enjuto, de piel morena, envuelto en la sencillez de una túnica azafranada, un tipo que me llamó poderosamente la atención porque se le veía tan inmensamente pobre como feliz. Por ello, yo que había emprendido el viaje por el inmenso vacío que sentía, le pedí encarecidamente que me revelara las enseñanzas que guardaba tras el estado de paz y eterna juventud que emanaban la clara esfericidad de sus ojos, enmarcando una vida interior absolutamente plena. El sabio quiso darme la primera lección y me invitó a que me desprendiera de mi reloj, las gafas de sol, el dinero, las tarjetas de crédito, los zapatos, la cadena de oro, el anillo… Me sentí desnudo pero mucho más ligero y cercano, de esta forma en un estado de igualdad mucho más puro, pude afrontar el proceso de aprendizaje de las enseñanzas de un sabio que me sorprendió con el mayor y más enigmático reto de mi vida. Le llamaban Sri Ramana y aquel hombre señalando a la abrupta cordillera me propuso mi segunda y última lección: ¿Ves aquellas dos montañas? Una es tuya y la otra es mía, puedes hacer lo que quieras con ella y dentro de cinco años nos volvemos a ver a los pies de esta cordillera.

Su silueta azafranada se perdió mimetizando su rastro de paz con la naturaleza, desconcertado me dispuse a afrontar el reto de heredar una montaña con la que no sabía muy bien lo que hacer. Durante esos cinco años hice de aquella montaña una proyección propia, exploté la mano de obra barata de los campesinos locales, horadé profundamente y profusamente la roca, construí una mina y encontré ricos yacimientos de oro y diamante en las entrañas de la tierra. Transcurridos esos cinco años acabé con los recursos naturales de la montaña y transformé lo poco que quedaba de ella en una cantera, gracias a ello me convertí en uno de los hombres más ricos del planeta. Así hasta que llegó el día del reencuentro, en el que aparqué mi Ferrari a los pies de la cordillera y me topé nuevamente con la visión del viejo sabio. Sri Ramana se presentó ante mí con idéntica túnica azafranada, idéntico aspecto e idéntica plenitud en la mirada. Para ese hombre parecía no haber transcurrido un solo día, en cambio yo presentaba un evidente agravamiento en mi egolatría, un envejecimiento acuciado y pese a cinco años de acumulación de riquezas, idéntica sensación de vacío a la que experimenté al verle a los pies de aquellas montañas cinco años atrás.

Sri Ramana me lanzó una mirada compasiva y me dijo: ¿Qué has hecho, ya no hay montaña? Veo que has descubierto el vacío, la proyección propia de tu montaña. Entonces atribulado le pregunté: ¿Y tú que has hecho con la tuya?

Y el sabio me contestó: Simplemente escalarla, trazar un camino por su escarpada y sinuosa dificultad, facilitando la búsqueda de la verdad a los demás. Sin obsesionarme con el objetivo, concentrado en la importancia del camino para establecer una proyección clara de la importancia del ser, de lo que soy y jamás dejaré de ser. 

El aprendizaje llegó a su fin, aquel día regalé mi Ferrari y me dispuse a emprender ese camino trazado en busca de la verdad…

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