Se rasgan las lunas suburbanas, yermas de notas desgarradas desangran sus lágrimas sobre el portal en el que nació Isabel Vargas Lizano: Chavela Vargas. Errante quedó la ranchera, perdido se fue el bolero, desangrada de revolución corrida la canción cubana.
Pero en cambio hoy todos permanecen callados, de una estrella a la otra, contemplan el cielo nocturno y estallan en risas porque ninguno de ellos sabe llorar cantando, sabe reír llorando, como lo hacía Chavela. En el último trago el arrabal se queja, en una vieja pared las calichas del desamor pintan las aceras de leyendas negras, pero la Vargas siempre resurge de lo más hondo de su garganta, donde dicen residía la compleja inspiración de Frida Kahlo y Diego Rivera.
Y una vez más como siempre hizo en vida resurgirá de la parca, pues no hay huesuda capaz de enterrar y resistir la hondura de su canción, la altura de su alma. Hoy el recuerdo y el olvido se matan de celos por hacerse dueños de la calle del libre albedrío en la que Chavela nos enseñó a amar, odiar, llorar, reír y sobre todo expresar cantando.
Una dama con poncho rojo grita Viva México mientras Costa Rica para sí la reclama, pues todo el mundo se mata de celos por volver a oír la balada inmortal de la niña que venció a la polio y a los efluvios alcohólicos del tequila. Porque Chavela es eso, es lucha, depresión, expresión, dolor y alegría, es la desnudez del blues y la desolación de la ranchera, un mensaje revolucionario envuelto en las cuerdas vocales rotas de una musa de la libertad cantada. Es transgresión, revolución, un estilo dulce de barrigas rajadas, de un feminismo bravío, sin banderas, simplemente con la voz doliente y ajada de experiencias vívidas y serpientes enrolladas a una manzana.
Es presente, es recuerdo, pues jamás morirá la Vargas, sus canciones son mensajes en botellas sobre el mar que atraviesan las conciencias humanas. Clásicos como “Macorina”, “La Llorona”, “Somos”, “Luz de Luna”, emergen hoy más que nunca de sus más de 80 producciones artísticas pintadas sobre el lienzo rojo y el poncho de una tica mexicana. Con “Volver, volver”, “Paloma Negra”, “Cucurrucucú Paloma” y “Cruz de olvido”, Agustín Lara y Juan Rulfo la reciben con nuevas composiciones para su creativa voz rasgada. Werner Herzog la recuerda con un “Grito de Piedra”, Almodóvar con una carta de amor, y Sabina con un llanto irreparable.
En el Museo del Tequila y el Mezcal descuelga un pendón que dice «¡Adiós a la dama del tequila! Chavela Vargas», pero Chavela hace tiempo que venció al olvido y el tequila, pues su perfil de inmortalidad se mide con la hondura personal de una dama que murió viviendo y dejó como legado su libertad e intransferible concepción de vida. La concepción vital de una mujer para la que la música jamás tuvo fronteras pero sí un final común como el amor y la rebeldía, cuyo mensaje perdurará por encima de sus notas rasgadas, pues quiso llenar el planeta de violines y guitarras en lugar de tanta metralla y envió una carga de profundidad a las altas esferas cuando dijo que no existirían las guerras si los diplomáticos cantaran.
Señoras y señores, un 5 de agosto en la localidad de Cuernavaca se despidió la dama del poncho rojo, como predijo no murió un lunes, el día más aburrido de la semana, sino un domingo y, aunque no hubo cruces ni llantos para dejar descansar a la Vargas, el cielo de México sí que lloró de rabia. Sobre su ataúd un intenso aguacero bajo las notas de “Amor Eterno” no pudo marchitar un mar de flores blancas. La Plaza de Garibaldi vistió de emocionado gentío el último concierto hablado de una musa de la canción, el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana transfiguró su hermosura como capilla ardiente y doliente de un pueblo que espera impaciente el regreso de las simples cosas, simplemente de Chavela Vargas…