Whitney Houston, la niña del Góspel y la Diosa del soul

Dicen que la música tiene alma, que es una maravillosa metáfora de nuestro camino interior, cuentan que en sus acordes quedan constituido el vehículo espiritual que transporta y cultiva la cualidad humana más profunda. Como metáfora sonora y sutil portadora de nuestros silencios interiores la música tiene el poder de trasladarnos a estados de conciencia más profundos en los que conectamos con la espiritualidad.

Con ella descubrimos que el silencio además de sonido tiene sentido y a través de ella conseguimos expresar nuestros estados de ánimo, sentimientos y vívidas experiencias. Considerada en la mayoría de las culturas como un regalo de los dioses sus orígenes se remontan a la prehistoria humana, cuando a través de la percusión y el cambio de altura musical en el lenguaje encontraron un ritmo y canto, capaz de hacerles conectar con otras realidades.

Desde entonces la voz como único instrumento musical connatural al hombre ha legado a la humanidad figuras icónicas que con su poderoso instrumento musical han endulzado y acompañado instantes mágicos de nuestras vidas que jamás olvidaremos. Por ello la música, como una las mayores expresiones del amor y el arte, perdura en la voz de aquellos elegidos que nacieron con un don de los dioses en sus cuerdas vocales.

Hija de la cantante de góspel Cissy Houston, prima de la diva del pop en la década de 1960 Dionne Warwick y ahijada de la legendaria y reina del soul Aretha Franklin, la voz y sensibilidad auditiva de Whitney Houston fue entrenada en la espiritual escuela del góspel en New Hope Baptist Church, una iglesia cristiana en New Jersey.

Por aquellas vidrieras dicen se filtró la voz de un ángel cuando sonó por primera vez el instrumento musical de la joven Whitney, aquella que cautivó a Clive Davis, dueño de Arista Records, que la convirtió en una de las divas  y musas de la música negra de todos los tiempos. Una voz, “La Voz” que portó en su poética tesitura veinte poemas de amor y una canción desesperada, y que en la calidad mágica de su timbre y registro llevaba escrito su fatal destino.

El fatal destino de los genios desgarrados, consumidos por la intensidad de sus propias voces y canciones. Quizás perdidos en la incesante búsqueda de otra realidad, paradójicamente colgados de la soledad que se siente cuando no les protege el caluroso aplauso de su público. Genios que pierden el rumbo cuando el anonimato les abandona para siempre y la ruleta de la vida y la fortuna les sube a bordo del complicado carruaje del triunfo y la fama. Aquel en el que los egos y la opulencia turban nuestros sentidos poniendo de manifiesto todas las flaquezas y debilidades humanas.

Con más de 170 millones de álbumes, sencillos y vídeos vendidos a lo largo de su carrera y siete números uno seguidos en EEUU, en la década de 1980 se consagró como una de las cantantes de soul más exitosas de todos los tiempos. Y aunque todos la recordamos por aquella famosa canción de 1992, en la que elevó al cielo su voz envuelta en un eterno mensaje de amor. Aquella "I Will Always Love You" la hizo subir a la cima del ego, de la que tan solo bajó para precipitarse en caída libre de un rascacielos en el que se encontraba colgada de las drogas y su falsa realidad.

Por ello cuando hace unos años tuve la oportunidad de comprobar su deterioro físico, la decadencia de una diosa de la belleza y la canción convertida en la huesuda mirada de la mendicidad consumida por la mendacidad de las adicciones, experimenté un profundo impacto y pesar ante la visión de una triste metáfora cual rosa marchita envuelta en un abrigo de visón.

Y por ello la fatal noticia que no por esperada generó menos pesar representa en mi opinión el momento idóneo para reflexionar sobre el vacío y los silencios sonoros que nos dejaron dos genios y diosas de la música como Houston y Winehouse. En el caso de Whitney, haciéndonos conectar con otras realidades que nos acercaron a la espiritualidad del soul y el góspel que llevaba en su garganta, que surgía de sus raíces, de las entrañas de su ser y los latidos acompasados de su corazón. Un músculo con sentimientos que dejó de hacer música en una habitación del hotel Beverly Hilton, de Los Ángeles.  Todo ello sin aparentar apenas esfuerzo, interpretando la auténtica música, aquella que se escucha con el oído del corazón, espacio simbólico en el que se produce la transmutación de lo invisible en visible, lo vulgar en lo genial, lo perecedero en lo imperecedero. Aquel lugar en el que seguro perdurará para siempre la majestuosa voz y la serena e iluminada mirada de Whitney Houston, la niña del Góspel y la Diosa del soul.

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