La memoria gráfica de la prensa me traslada hoy en el tiempo hasta agosto del año 1949, año en el que por las calles de Cádiz se repartía un recordatorio en memoria de Manuel Rodríguez “Manolete”:
Con motivo del segundo aniversario de la muerte de Manuel Rodríguez “Manolete” (q.e.p.d.) y en sufragio de su alma, la Escuela Taurina Gaditana celebra un solemne funeral en la Iglesia Parroquial de San Lorenzo, el día 29 a las 10 de mañana.
El Director Fundador de la Escuela suplica a Vd. la asistencia a tan piadoso acto.
El toreo del Califa de Córdoba, aquel que fue leyenda clavando zapatillas en los terrenos de la verdad y haciendo estatuarios en el platillo de los pases inmortales, había pasado definitivamente a la categoría de mito. Dos años después de Linares, de Islero, de aquella fatídica tarde del 28 de agosto, su recuerdo no solo permanecía vivo sino que había quedado interiorizado a fuego en los corazones de toda una generación.
La generación del estatuario, aquella que había sido testigo de la irrupción del segundo torero más innovador de la historia tras el trianero Juan Belmonte. Dos dioses de sangre y arena que pusieron al torero y al toro en el mismo plano. Un hombre cruzado en el camino de un poderoso animal que acabó entregándose al engaño adelantado para perder la partida en un juego mortal en beneficio de la plasticidad, el poético viaje de la muleta y la pureza del arte.
Clavando las zapatillas, permaneciendo estático, cargando la suerte y mandando a cámara lenta con el temple de una muleta que vuela a milímetros de las agujas del toro. Una definición del toreo moderno que Manolete acabó de completar, pues el mito cordobés acortó la trayectoria colocándose de semiperfil con la muleta pegada a su cadera, aguardando estático la embestida del animal, sin cargar la suerte, mandando y llevando al toro a través del eje de su cintura y la extensión de su brazo, sin mover un milímetro la estatuesca posición de sus pies. Creando una ilusión de ligazón mágica en la que los pases se fundían unos con otros y en la que el final de uno se convertía en el inicio de otro, transmitiendo una sensación de eternidad plástica con pases que en cambio siempre fueron más cortos que los del genial torero de Triana.
Y en la vertical temporal de aquella leyenda, de aquella misiva del año 49, esbozo una carta esférica que solo pretende perfilar entre sus modestos renglones torcidos, los retazos de pureza y eternidad de un chico de Galapagar que iba para futbolista pero que encontró la eternidad en los estatuarios esparcidos por la arena en el platillo y sobre los terrenos de la verdad.
Su nombre José Tomás, su apellido Román y su infancia repleta de instantes y recuerdos que caminan entre botas de fútbol y zapatillas de torear. Seguidor confeso del Atleti, aquel pequeño fue creciendo a la velocidad del rodar de una pelota y con la parsimonia y el temple del vuelo de una muleta. Soñando con ser futbolista y encontrando la respuesta eterna a su grandeza en los consejos y los recuerdos de su abuelo.
Celestino Román, conductor de toreros y creador de mitos de profesión, pues en su recuerdo viajaba imborrable la leyenda de Manolete. Correa de transmisión a través de la cual el diestro José Tomás descubrió la mística figura del Califa de Córdoba, aquella que le enseñó a amar al toreo y olvidarse del fútbol con la inestimable colaboración de Celestino, que le pinchó todos los balones que quedaban a su alcance.
Celestino, gran culpable de un sueño, su sueño, ver a su nieto vestido de luces, ver a José Tomás exponer y poner sobre una plaza todo lo aprendido de sus taurinas palabras y viajes a la Plaza de Las Ventas, donde al cobijo de su abuelo mentor y San Isidro residen los recuerdos de su infancia.
Un sueño cumplido de purísima y oro, como la canción de Sabina, como la fascinación que ejerció en José Tomás el misterio, la naturalidad y la hombría de Manolete. Sus estatuarios en el mismo platillo rebosantes de consciente inconsciencia, pisando terrenos de vida o muerte con las zapatillas atornilladas sobre la arena del tiempo.
El juego de la poesía, la pureza del arte y la vida, puesto que a estas alturas de la historia ya me quedó muy claro que Sabina torea de salón mientras José Tomás, con el parsimonioso vuelo y el compás de una simple muleta, compone canciones y hace poesía al borde del precipicio.
Una muleta que disfraza de verdad la personalidad misteriosa y legendaria de un torero que en uno de sus místicos periodos de reflexión, uno de sus retiros voluntarios e involuntarios repletos de sangre y cicatrices, en los que en su encuentro consigo mismo y su búsqueda de la perfección, tuvo un segundo contacto con el fútbol en las filas de un equipo amateur de Estepona. El Macarena, en el que se reunió con anónimos amigos para recordar aquellos tiempos en los que llegó a soñar con un balón.
Como mitómano incorregible que soy y aún siendo consciente de que muchos de los que leerán estas líneas no son taurinos, no puedo permanecer ajeno e impasible a su leyenda mientras haya personas que duerman en la calle y se dejen medio sueldo por sentir el éxtasis que se experimenta con tan solo uno de sus pases. Pues algún día los libros de historia contarán que una tarde gris, un Navegante le arrancó las dos arterias principales y la femoral de su muslo izquierdo. Y que otra tarde de julio, en Valencia José Tomás, torero de silencios poéticos y presencia misteriosa regresó de la muerte de Aguascalientes,
Aquel que tras quince largos meses de espera sembró de emoción y pureza una vez más el coso de Valencia. Ese que de malva y oro impresionó a todos en el paseíllo con su característica piel pálida y el pelo cano de aquel que ha mirado cara a cara a la muerte. El reencuentro de la arena con el mito, que en el cuarto, cuando quiso abrir la faena con un estatuario en el mismo platillo voló nuevamente en una pirueta trágica que le dejó conmocionado e inerte sobre el coso valenciano.
Otro paseo por el alambre, uno más de aquel que cada año se cita en doce o trece ocasiones con la muerte, su regreso a la cara del toro y su reencuentro con la cruda realidad del que es consciente de que pisa aquellos terrenos considerados desde siempre propiedad del toro hasta que Belmonte y Manolete demostraron lo contrario.