El padre de la prensa sensacionalista, la prensa amarilla fue un joven visionario llamado Joseph Pulitzer, emigrante húngaro judío que revolucionó los conceptos periodísticos allá por los años setenta del siglo XIX en EE.UU.
Con su estilo de frases cortas y directas logró asestar un duro gancho al estilo periodístico de la época. A través de su tinta amarilla y al cobijo del Westlich Post como primera tribuna, fue alumbrado un estilo periodístico que enganchó al lector de tal manera, que logró triplicar las ventas y dar un vuelco a la tradicional forma de concebir el periodismo. Cuentan que en su primer artículo, en el que desarrollaba una crónica de sucesos, formó un enorme revuelo al publicar la identidad del sospechoso de robo en una librería.
La prosa barroca que tanto admiro y tan bella puede resultar para describir y contar historias, comenzaba a estancarse y provocar tedio entre los lectores, que encontraron en el estilo pulitzeriano una novedosa e independiente forma de prensa, adecuada a la velocidad a la que viajaban los nuevos tiempos y la demanda de la sociedad.
Así y en las páginas del quebrado periódico Dispatch revolucionó para siempre el estilo y la historia de la prensa. Pulitzer ideó un Post Dispatch que salió a las calles bajo la siguiente declaración: “El post Dispatch no servirá a otro partido que al pueblo: no será órgano del republicanismo sino órgano de la verdad; no seguirá causas sino conclusiones; no apoyará a la administración sino la criticará, se opondrá a todos los fraudes e imposturas, abogará por principios e ideas y no por prejuicios y partidismos. Esas ideas y principios son los mismos sobre los cuales nuestro gobierno fue fundado. Son las ideas de una democracia verdadera, genuina, real.Vamos a dar a nuestros lectores todas las noticias que no consiguen en ninguna parte”
Declaración que bien valdría para calificar el sentimiento generalizado de todos aquellos, que el pasado 15 M, tomaron la calle para expresar su indignación ante la delicada y pobre salud de nuestros políticos. Una iniciativa que en mi opinión debería ser tomada como el toque de atención de un pueblo que utiliza las urnas y la democracia para ejercer sus derechos y deberes democráticos, pero que a su vez por fin reacciona y expresa su desencanto e indignación respecto a la situación actual.
Y es que siempre que sean utilizados cauces de protesta que no vulneren la derechos de otros trabajadores y personas, tendrán mi apoyo incondicional, cuando no sea así perderán la razón. Razón que me sirve para enlazar nuevamente con aquella declaración Pulitzer, que mostró a sus redactores y lectores el camino hacia una prensa sensacionalista y amarilla, que poco o nada tiene en común con la prensa que hoy infesta nuestras casas de carnaza y manipulación.
Porque como lector que soy, dudo mucho que el bueno de Pulitzer reconociera su intensidad, su estilo positivo, colorido e independiente, en la prensa de hoy. Aquella que nos toca leer, escuchar o ver, una prensa repleta de trincheras, fronteras y favores, que la convierte en esclava de sus crónicas y vacías palabras. Esa misma que inunda de tele-realidad nuestro salón de casa y tan pronto convierte en circo mediático la crónica negra de un accidente de tráfico, como censura los salones del palacio real ante una salida de pata de banco de un monarca. El enfado y la indignación humana de un Rey ante la especulación mediática y el sensacionalismo confundido con carnaza. Esa constante tele-realidad sobre la que nuestra prensa navega hacia la deriva moral que marcan los volúmenes de ventas y los shares de audiencia.
Por ello y desde el respeto que profeso a todos los profesionales del sector, expreso y transmito mi indignación hacia la prensa actual, hacia su vale todo, su bipartidismo, sectarismo y pobreza ética e intelectual. Pues el sensacionalismo pulitzeriano era otra cosa, generaba discusión, pero siempre en el noble camino de búsqueda hacia el bien público. En su caso denunciando las irregularidades fiscales cometidas por las grandes corporaciones y las clases altas en comparación a las clases trabajadoras, que pagaban religiosamente sus impuestos.
Pulitzer dio voz a sus lectores, reservándoles por primera vez un hueco para que pudieran expresarse en su periódico y otorgó plena libertad a sus reporteros, cuyas crónicas no pasaban por la censura ideológica o política. Convirtió a Nelly Blyen la primera mujer periodista de la historia, que le respondió con un maravilloso primer trabajo de investigación en el que demostró su raza, internándose en un manicomio famoso llamado Blackwell Island, en el que sacó a la luz graves irregularidades. Además, Joe Pulitzer le ganó un juicio a Teodore Roosevelt –presidente norteamericano de aquel entonces- y la compañía francesa del Canal de Panamá, poniendo una pica en Flandes para la libertad de prensa.
Cierto es que su meta era la misma, pues Pulitzer pretendía hacer negocio y vender periódicos, pero su camino fue diametralmente distinto. Su directo estilo periodístico llegaba a la gente porque nacía del corazón y la raza de sus reporteros. Por ello entregó su vida a su profesión y fue uno de los grandes impulsores de las escuelas de periodismo. No en vano y con la esperanza de que se formarán periodistas de academia y raza, legó a la Universidad 2 millones de dólares en su testamento, lo que permitió la creación en 1903 de la Columbia University Graduate School of Journalism, que sería una de las más prestigiosas del mundo, aunque ya no fuese la primera, por haberse creado antes la de la Universidad de Missouri.
El escándalo vende y el sensacionalismo engancha, Pulitzer lo sabía y por ello lo utilizaba, pero jamás imaginó que sus conceptos periodísticos llegarían a degradarse y distorsionarse de tal manera. Tanto que en aquellas escuelas de periodismo con las que soñó, se formarían promociones de parados que no pueden competir con la carnaza. Promociones en las que a cambio de entregar su libertad, solo los elegidos encuentran un lugar en el que desarrollar su profesión.
Dicen que una ceguera ensombreció sus últimos años de existencia pero no le hizo perder el rumbo. Por ello, hoy me acerqué a la orilla para ver la línea del horizonte sobre el mar, probé a cerrar los ojos y pude comprobar que pese a ser ciego se puede seguir navegando rumbo a la verdad sin dejar de ver el horizonte.
Os lo cuenta un lector indignado que admira y respeta profundamente vuestra profesión…