Cuando las estatuas caen, la
ultraderecha remueve la Historia

Abascal, reivindicando a Don Pelayo. / ELOY ALONSO (REUTERS)

Escuchar los discursos de la ultraderecha europea se ha convertido, desde el punto de vista historiográfico, en un paseo por el casco histórico de cualquier gran urbe del Viejo Continente. La misma evocación al pasado colonial que hacían a fines del siglo XIX estatuas marmóreas de conquistadores hacen ahora las arengas de Alexander Gauland o Santiago Abascal -o incluso otros líderes conservadores, no necesariamente ultraderechistas, como Boris Johnson o Pablo Casado-.

Vivimos en el mundo del “presentismo”, aunque la propia concepción del término entraña debate, supone errores e incurre en la repetición de “gazapos” históricos hasta la saciedad. Es por ese “presentismo” que ciertos sectores se llevaron las manos a la cabeza cuando caían estatuas durante el junio de 2020. Es por ese “presentismo” que otros tantos se horrorizan al escuchar la palabra "bruja" como insulto en el Congreso. Sin embargo, ni unos ni otros parecen profundizar en lo verdaderamente importante: ¿por qué ocurre todo esto? Y, ¿por qué precisamente ahora? ¿Qué implicaciones tiene?

  • La Historia como arma política y la ‘‘Reconquista’’ mil veces reconquistada

Antes de las fake news, los retweets y los smartphones, la historiografía servía como instrumento de transmisión e imposición de valores o ideas. El historiador Tito Livio, nacido hace veintidós siglos, ya glorificaba a la incipiente Roma republicana, edulcorando sus relatos con un marcado anhelo de los valores tradicionales del Imperio Romano. Joseph de Maistre, noble saboyano emigrado de Francia en 1793, consideró la Revolución Francesa como satánica, preconizando la vuelta a los valores cristianos; si no, el castigo de la Providencia sería inevitable.

Y pese a que estos ejemplos puedan resultar lejanos al ciudadano español del siglo XXI, hay uno que cada vez nos es, deliberadamente, más cercano: la “Reconquista”. Aunque en los libros de texto sitúen su comienzo en el 711, hasta el año 900, este concepto ni existía ni se requería. Todo fue una artimaña de los cronistas de Alfonso III, buscando cómo justificar la expansión astur, que un día empezara en los Picos de Europa, hasta orillas del río Duero.

La argucia, como ha sido demostrado durante los últimos diez siglos, funcionó. La reinterpretación de la escaramuza de Don Pelayo contra un pequeño contingente bereber caló en las élites cristianas posteriores, manteniéndose hasta los Reyes Católicos; y brotando intermitentemente en el imaginario colectivo español desde entonces.

Así veía Pradilla el fin de la
Así veía Pradilla el fin de la "Reconquista", esa que nunca fue. / Dominio Público

 

Que el concepto de “Reconquista” se ha convertido en un elemento inalienable de los discursos populistas y extremistas en nuestro país es innegable. Sin embargo, no demasiado se repara en el porqué de esta tendencia.

Desde el acuñamiento del término, se ponen en valor dos conceptos valiosísimos para su posterior reutilización: el de ‘guerra justa’-si el “enemigo islámico” invade la Hispania visigoda, la lucha se convierte en una suerte de legítima defensa-, y el de ‘guerra santa’ -había que restaurar la fe cristiana en la Península, arrebatada desde Guadalete-. La mitificación de estos conceptos han llevado a su ensalzamiento hasta la saciedad, convirtiéndolos en ideas maleables, aplicables a cualquier realidad.

  • Las estatuas cae, sus trasfondos se mantienen en pie

Dentro de un par de décadas, recordar el 2020 supondrá recordar la enfermedad de la COVID-19, y con ella, todas sus consecuencias. El día a día pandémico del año pasado sufrió un revés en junio, cuando las protestas del movimiento Black Lives Matter (BLM) alcanzaron su punto álgido tras la muerte del estadounidense George Floyd.

Las protestas alcanzaron Europa, materializándose en pintadas y derrumbamientos de estatuas en los centros de ciudades como Bristol, Amberes, Londres o Bruselas, produciéndose en estas dos últimas las imágenes más virales.

En la capital británica, la estatua de su premier más conocido, Winston Churchill, despertó con su peana vandalizada. Bajo el apellido del político, tachado, un grafiti afirmaba “era un racista”; amarrado con celofán a su metálico torso, un cartón rezaba “Black Lives Matters”.

La efigie de Churchill, vandalizada / GETTY
La efigie de Churchill, vandalizada / GETTY

 

Por otro lado, en Bruselas, se atacaron estatuas de Leopoldo II de Bélgica, el genocida monarca centroeuropeo que terminó con la vida de más de quince millones de congoleños al colonizar su territorio. En Amberes, el consistorio municipal optó por trasladar las efigies del rey a sus museos, alejándolas de las aceras públicas.

Al hacerse eco de la noticia los medios de comunicación de un sinfín de naciones, las poblaciones de estas mostraron dos posturas antagónicas; o bien se horrorizaron, o bien animaron a imitar el vandalismo en sus ciudades de residencia. Sin embargo, ninguna de las posturas paró a preguntarse el porqué de esos comportamientos.

En el mejor de los casos, los artículos y reportajes dedicados a estos sucesos se limitaban a citar textualmente las proclamas de los manifestantes al tirar estatuas. Al contentarse simplemente con compartir los vídeos, sin explicar el porqué de la situación, o uniéndola meramente al catastrófico asesinato de Floyd, las noticias quedaban cojas, vacías, incompletas.

Las vandalizadas estatuas, como las de Leopoldo II, se levantaron en un contexto de expansión colonial, de supremacía del europeo sobre el africano, en definitiva, en un contexto de desigualdad. Su presencia en los lugares públicos de las ciudades del Viejo Continente sirven de testimonio de el pasado, pero también de enaltecimiento de este.

Llevándolo al territorio español, buen ejemplo de esta tendencia son las estatuas de Colón desperdigadas por multitud de ciudades. De Madrid a Barcelona, pasando por Valladolid o Salamanca, encontrarse monumentos erigidos en honor al navegante del siglo XV es habitual. Quizá el hecho de que fueran encargados entre 1881 y 1893, tras la primera guerra librada en Cuba contra aquellos que anhelaban su independencia, resulta algo más sorprendente.

Colón, una de las señas de Barcelona -desde finales del siglo XIX-. / PIXABAY
Colón, una de las señas de Barcelona -desde finales del siglo XIX-. / PIXABAY

 

Así, se puede hablar de dos consecuencias de dichas estatuas, superpuestas en el tiempo, y estrechamente ligadas con su valor propagandístico, y, por ende, comunicativo. Lo que en un día emplearon las élites para justificar sus acciones, y arengar, a su vez, a la población para cumplir con sus anhelos expansionistas; se ha convertido, para los descendientes de quienes sufrieron la colonización, en un recuerdo continuado de las barbaries perpetradas por los europeos durante siglos.

Es decir, en las protestas se castigaba el discurso estructurado desde fines del siglo XIX hasta el proceso de descolonización. Esto atenta, en muchos casos, contra el discurso patriótico y de exaltación nacional de muchas naciones occidentales. Pero, de la mano de la denuncia y la protesta social han llegado los nuevos discursos ultraderechistas, que apelan a ese pasado glorioso de forma excluyente y populista. En España, esos discursos se han coagulado especialmente en un partido político: VOX.

  • La visión historiográfica de VOX y su impacto en la sociedad

Emplear ciertas convenciones historiográficas en favor de un discurso extremista no es novedoso en nuestro país. No tan lejos queda la denominación de “Cruzada Nacional”, por parte del bando sublevado, para referirse a la Guerra Civil.

El nacionalcatolicismo franquista no dejó de lado el componente religioso que impregnaba el concepto de “Reconquista” en el siglo X. Sin embargo, ya no se libraba la guerra contra el “enemigo islámico”, sino contra la República.

En la actualidad, el partido de Santiago Abascal bebe de las mismas fuentes de las que bebió en su día Franco y aquellos encargados de la propaganda o los discursos de la clase política durante el Franquismo.

En primer lugar, el término “Reconquista” vuelve a ser una constante en los medios de comunicación, tras haber sido erradicado durante casi cuarenta años de democracia. Esta vez no se emplea como método para justificar una guerra, para apelar a esa “guerra justa”, sino como pegamento, como elemento aglutinador de un ideario reaccionario que requiere de mitos y lugares comunes que faciliten su digestión para el público masivo.

Por ello no es de extrañar que uno de los lemas de VOX durante la campaña de las elecciones andaluzas de 2018 fuera “la Reconquista comenzará en tierras andaluzas”; o durante la campaña de las generales de 2019, en la que el partido de Abascal eligió Covadonga como lugar para su primer mitin, presentando al líder de la formación como el nuevo Don Pelayo.

Así anunciaba el partido político VOX su primer mitin para las Generales del 20-D. / TWITTER
Así anunciaba el partido político VOX su primer mitin para las Generales del 20-D. / TWITTER

 

Al igual que la derecha católica durante la Segunda República, o el propio bando rebelde durante la Guerra Civil, VOX mantiene un discurso catastrofista, insistiendo en la “pérdida de España”. Esta no está únicamente cimentada en la pérdida de los valores católicos, o en la presencia de fuerzas de extrema izquierda en el Congreso, sino en la presencia de minorías étnicas y culturales que, en su discurso, suponen un riesgo para los valores e identidad españolas. En especial, su discurso se centra en una minoría: la musulmana.

Cartel sublevado de la Guerra Civil, en la que denomina la contienda como
Cartel sublevado de la Guerra Civil, en la que denomina la contienda como "cruzada" / Flickr

 

Dejando de lado la identificación de toda persona de orígenes magrebíes o árabes como musulmán -puesto que la separación étnica y religiosa no entra dentro de los planteamientos del partido-, la islamofobia imperante entre las filas de VOX se sustenta en tres principales pilares.

El primero de ellos es el riesgo que supone la población musulmana para la “identidad española” -unida a valores tradicionales que recuerdan a la “Raza Española” franquista-, pudiendo convertirla en minoría étnica. El segundo, estrecha relación con la crisis económica, culpándolos del paro de los “españoles” -en esta definición quedan fuera aquellos españoles de orígenes magrebíes o árabes-. Y el tercero, del propio riesgo de ser exterminados, considerando a todo musulmán como terrorista -o susceptible, al menos, de serlo-.

Sobre este último punto, las referencias a la “Reconquista” y demás mitos del pasado nacional medieval proliferan. Algunos son detalles reducidos a la presencia de sus representantes en momentos simbólicos, como la de Ortega Smith en Granada durante el Día de la Toma de 2020. Allí aseguró antes los medios que la “Reconquista” “no ha terminado”, haciendo referencia a la necesidad de reconquistar valores, libertad, la unidad -haciendo referencia al nacionalismo catalán, antagónico para su ideario-; y también a una reconquista al “islamismo radical, de las mezquitas salafistas, de quienes quieren imponer sobre Europa una concesión totalitaria”.

Otras veces, sin embargo, las referencias a un pasado glorificado se deslizan en su lenguaje, cimentando así su propia cultura, a partir de reinterpretar el pasado común de toda la nación en base a sus propios ideales.

Por poner un ejemplo a esto, el discurso de Santiago Abascal en el primer congreso del partido en Vistalegre está repleto de ciertas convenciones historiográficas que legitiman sus posturas contra minorías étnicas o partidos de izquierdas: “Como decía Javier, somos la Europa de Lepanto, la más alta ocasión que vieron los siglos” “El Partido Socialista Obrero Español, con estas mismas siglas, se sublevó contra la República, dio un golpe de Estado, asesinó al líder de la oposición y provocó una guerra civil”.

De este modo, la ultraderecha española se sirve de lugares comunes historiográficos para facilitar el entendimiento de su discurso. A su vez, su discurso ultranacionalista, cimentado en mitos desarrollados desde el siglo XIX -la creación de España con los Reyes Católicos, la Toma de Granada como el culmen de dicha creación o la conquista de América como una “liberación” a la población endémica- ha arrastrado a los demás partidos políticos a su uso.

Además, la identificación en redes sociales de los votantes del partido sigue la estela de este discurso. Son habituales entre los retweets a la cuenta oficial de VOX nombres de usuario que apelan a personajes como Blas de Lezo, el Gran Capitán o Alejandro Farnesio, convirtiéndolos en ideales de aquella España idealizada que anhelan -una potencia imperial, militarista y expansionista-.

En definitiva, no es casual que las estatuas caigan, pero tampoco lo es que Ayuso o Almeida se escandalicen al oír hablar mal de la conquista de América. No es casual que se proteste en contra de ciertos mitos nacionalistas europeos, pero tampoco lo es que la ultraderecha reivindique la jurisdicción durante la dictadura de Primo de Rivera. Todo responde a una cultura común, que ahora encuentra dos caminos opuestos: su desmantelamiento o su glorificación perpetua. Cual de los dos se impondrá es, todavía, una incógnita.

 

 

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