Tras siete horas, llegó el esperado estado de alarma que minutos después y ante más de 20 millones de españoles, fue declarado con solemnidad y determinación el presidente del Gobierno. Era sábado por la noche. Ojipláticos y todavía sin conocer verdaderamente sus consecuencias, los españoles saludaron la noticia saliendo a los balcones a elogiar a los sanitarios que se rompían su espalda para hacer más de lo imposible. Confinados en sus hogares, con la burla típica de una anómala situación jamás vivida en democracia, un extraño comunicado de la Casa Real emitido el domingo noche desvirtuaba la aciaga realidad. El Rey repudiaba a su padre desterrándole de todo dinero público y despreciando su herencia. Confirmando los asquerosos y repugnantes negocios del emérito en sus años de bonanza. La noticia, de alcance, fue ensombrecida por el esfuerzo que millones de españoles están realizando por dejar al lado su vida y amordazarse en su sofá. La mayoría lo obvió, se habían olvidado de su Rey. Que no fue capaz de hablar a su pueblo hasta ayer, cuatro días después del decreto de alarma, en un discurso sin alma, sin ímpetu, sin corazón.
Pero no es momento de esto. Ni del porqué el jefe de Estado ha tapado un año los negocios pestilentes del que fue el motor del cambio de un país que cambiaba su ser. Ni del pertinente ajuste de cuentas que España debe hacer a una monarquía determinada en seguir desdibujándose con el paso de la historia. España vive hoy un situación de emergencia. Demanda líderes, referentes, pero por encima de todo, unidad. Por ello la crítica en forma de caceroladas no tiene cabida. No ahora. Felipe VI es el representante principal que España tiene. Los sanitarios, camioneros, dependientes, reponedores, sus referentes fundamentales. Unir los dos lazos es el envoltorio necesario para que España vuelva a sus calles. Para que vuelva a reír.