Una válvula de escape a medida
Fuente: Espinof

Salir a pasear, hacer deporte, ir a la montaña, o, simplemente, quedarse embobado contemplando la inmensidad de un océano que ahora parece más inabarcable que nunca. Cada uno tiene un lugar "especial", o una persona, al que huir cuando todo aquello que cree estable y seguro se desmorona ante su mirada perpleja e impotente. En el caso del que teclea estas líneas, ese lugar es el cine. Y es por ello por lo que, entendiendo que muchos y muchas de los que leen estas divagaciones personales sienten lo mismo, y porque además este artículo hace las veces de catarsis personal, de aquí en adelante, los "ríos de tinta" correrán en primerísima primera persona.

Me resulta cuanto menos curiosa esa sensación que recorre el cuerpo al sentarse en las butacas de dudosa comodidad del cine. El tiempo exterior se detiene para darle señal de acción al nuevo tiempo y espacio del que nos provee la cinta. Dejar pensamientos, miedos, aciertos y errores fuera para agarrar, ahora sí, al vuelo a Baby, para moldear esa vasija de barro, para cantar al ritmo de los rugidos del que va a ser el Rey León, y, en definitiva, para vivir esa vida que por solo pestañear y dudar se perdió. Tras la pantalla se ponen a disposición todas aquellas historias que un día se tuvo miedo de vivir; todas las fantasías que las cabezas, desgastadas por la cotidianeidad, ya no son capaces de imaginar por sí solas; todas las emociones por las que ahora, arrepentido de lo que se dejó a las espaldas, pagaría por sentir…

Sin embargo, lo mejor del cine no son las cintas proyectadas, sino las historias que en él nacen. ¿Quién no se ha replanteado alguna faceta de su vida tras ver una película? ¿Quién no ha ido alguna vez a ver cualquier cosa que echasen, solo para despejarse de todo el ruido que le rodea? Y, sobre todo, ¿quién no ha tenido una primera cita en el cine? "Yo te invito a esta y tú a la próxima", la jugada perfecta, el sumun de la conquista romántica. A mí no me escribas poesía, no me envíes flores, llévame al cine.

Salir del cine tras ver una película de las buenas, de las que emocionan y hacen pensar sobre ella durante el resto de la semana, es como esa canción de Despedida imposible de cantar. Imposible porque no se quiere salir de ahí, porque por mucho que uno lo intente, es ahí donde no solo se está, sino donde uno es y quiere ser.

Y es que para los amantes del séptimo arte hay más oxígeno entre las cuatro paredes de la sala que en el resto del predecible mundo exterior.

Arropado por los brazos de esas butacas de dudosa comodidad, la espera se hace más corta; una semana, un mes, o incluso diez años no son nada para las historias que en él se pueden llegar a crear, tarden más, o tarden menos.

El cine es esa válvula de escape de la que ni puedo ni quiero huir.

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