Como amarrado a una columna se siente un morilense en estos días. Una columna que es la espera, que lo retiene y de la que quiere desprenderse para llegar a un lugar más feliz. Mientras,  los hermanos de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna, sienten como los días que pasan se van convirtiendo en azotes. Duelen, porque duele la espera y todo lo que esto conlleva: nervios, deseo de que todo salga bien, qué tiempo hará… Pero a la vez son alivio, porque por cada azote, queda otro menos, y después de su último día de Triduo, solo quedan  27 para que llegue su momento.

Los pasados días 28, 29 y 30 de abril acogieron el Triduo de esta Cofradía. Triduo muy particular, pues aparte de adornar la Iglesia de una manera sublime; con su titular presidiendo el templo, rodeado de figuras, arropado por mantones y adornado con objetos que hacen que la escena roce el barroquismo, esta misa es acompañada por las voces de los hermanos de la Cofradía, que forman un coro para tan señalado día, y por varios miembros del Imperio Romano, que se ofrecen a acompañar con sus instrumentos dicho acto. Esto último, es uno de tantos elementos que simbolizan el hermanamiento que hay entre las dos Hermandades, “La Columna” y “Los Romanos”.

Acabada la misa, los hermanos van a su Casa-Hermandad y el Cristo vuelve a su retablo. De ahí no se moverá sino para ver la calle ese día tan especial. Especial por ser el único capaz de juntar en una misma casa a más de cien hermanos que lo ansían con ilusión y anhelo. El Viernes Santo por la mañana.

VIERNES SANTO MAÑANA. AMARRADO A LA COLUMNA.

No es solo ese día, ni tampoco la Semana Santa ni la Cuaresma, la espera se prolonga durante todo un año. Y más, cuando en el anterior no se tuvo la oportunidad de salir a la calle.

La noche del Jueves Santo es la de no dormir. Por muchos pasos que lleven tus piernas encima, deseando descansar, es imposible conciliar el sueño. Las pocas horas que hay entre el momento en el que uno se acuesta y en el que se levanta, se hacen eternas por ser las últimas en las que se reciben los azotes de la espera de todo un año. Porque el día de la procesión no es solo el momento de esta, sino el de antes y el de después.

Y amanece. Y lo primero que se hace tras abrir los ojos es mirar al cielo por la ventana. “Hay sol, sale a la calle”, es lo que querríamos pensar todos cada vez que realizamos esto. Nos ponemos la túnica que durante tantos días lleva colgada en nuestro cuarto viéndonos dormir, nos colocamos el fajín, cogemos la visera, el escudo (que va en el lado de fuera) y  la almohadilla, y en ese momento, cuando ves a tu familia vestida esperando, es cuando el cansancio desaparece y se asienta en el estómago un permanente cosquilleo. Vamos a sacarlo.

El camino a la Hermandad se resume en una constante mirada al cielo, vigilando a las nubes, para que no se muevan y al sol para que se mantenga; y es allí cuando se palpa la felicidad, el ambiente de Viernes Santo. Vaso de leche, magdalena y anís para entrar en calor mientras se espera al Imperio. Cuando a lo lejos se escucha ese runrún de los tambores, todos en fila y preparados, los Romanos vienen en nuestra búsqueda y hay que estar listo. Después de un cordial saludo del capitán con su espada, se emprende el camino hacia la Parroquia.

 En ese momento, frente a la Iglesia se puede observar al Imperio abierto, haciendo el pasillo para que capiruchos y santeros pasen; al cielo, aún no del todo hecho al día, nublado; al humo del incienso; y a un santero de la columna abrazando a un romano.

El andar por la Iglesia pensativo, el colocar la almohadilla, el Padrenuestro de cada año dedicado a los que no están y alguna lágrima que otra, describen el momento previo a la gloria. Suenan los Romanos, sale el Cristo, más bonito que nunca, y el espectáculo empieza.

Las primeras calles se bajan casi a carrerilla, hay que soltar adrenalina, y cuando el cuerpo está fuerte y la mente caliente, toca la primera subida. La Calle Cochera es pasada firmemente, de manera clásica y casi sin darnos cuenta, gracias, en parte, a "Caridad del Guadalquivir".

El trono llega a la Plaza de la Constitución, donde tendrá lugar una de las escenas más bonitas de la Semana Santa. Abarrotada de gente, con los cuatro pasos que salen ese día allí presentes y después de haber caído tres veces, Jesús es sometido a Juicio, culpado y asesinado. El Longino clava su lanza en el costado de el de Nazaret y Moriles se nubla y tiñe de luto. Tras ser amarrado a la columna, golpeado por un sayón y vigilado por un romano, el Mesías muere, Judas se arrepiente, y el Imperio viste de negro. Habrá entierro esa noche.

El sol vuelve con las reverencias de las Figuras Bíblicas y los ánimos de los hermanos santeros te ayudan a soportar el último tirón. Cuando parece que las fuerzas fallan, ves a tus abuelas en la calle y nada te para, esto está hecho. Entre tanto, miras arriba y allí sigue Él, mirando al cielo gritando “cuánto dolor”.

Los cuatro pasos que están en procesión, las Corporaciones Bíblicas y el calor de la gente, hacen que la Carrera Oficial se vuelva sobrecogedora y hace parecer que este pueblo es el centro del mundo por un momento. De nuevo, el Imperio llega, y con él, uno de los momentos más especiales para esta Cofradía. Suena el Himno de “La Columna” y las cornetas relucen un llaveo especial. Los hermanos reparten estampas con la letra escrita detrás, para que todo Moriles se sienta partícipe de este precioso momento. En mitad de la marcha, santeros, capiruchos… El pueblo canta y produce uno de los momentos de la Semana.

Llegamos al final y esta Hermandad tiene el empeño de llevar a su Cristo al sitio que le corresponde, y no es la Iglesia. Por eso, dejan al hombro de lado y levantan con sus manos a Jesús Amarrado a la Columna, a la vez que los romanos interpretan la Marcha Real, previa al encierro.

Entran en la Iglesia el sayón y el romano, y Jesús dice adiós a su Padre mirando al cielo, tal y como empezó, amarrado a una columna y recibiendo azotes de un cruel sayón.  Los abrazos, felicitaciones y lágrimas de alegría, son la conclusión de lo que, más que un sufrimiento, es el disfrute de un momento para el que se ha luchado mucho. Una voz pregona con orgullo: "¡Viva nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna!", y el "¡Viva!" que hay por respuesta, pone punto y final a esta intensa estación de penitencia.

Más que un final, este momento es un nuevo comienzo, el de una espera que, ahora sí, dura un año. Durante este, los hermanos le piden fuerzas para seguir, y estar, junto Él, amarrados a la columna.