El día de hoy se puede ver desde Netflix la que es quizás la película más importante de este año. Galardonada en el Festival de Cine de Venecia, finalista en Toronto y una de las mejores películas reseñadas por la crítica mundial, a punto de hacerse con un gran número de Oscars.
Resulta complicado sintetizar en un simple comentario lo que significa ROMA, la última película de Alfonso Cuarón. Se trata de una obra profundamente bella, totalmente rica en emociones, evidentemente íntima y biográfica, producto de la mente de un hombre que creció en una época que fue crucial para forjar el México que conocemos hoy en día.
Cuarón construye de la manera más honesta y cariñosa una cápsula del tiempo en la que todo se ha conservado como hace 50 años. Utiliza el recurso para hablar de nuestra cotidianidad como ser humano, pero en especial para analizar los usos y costumbres del mexicano capitalino de los años setenta.
Se recrea con mucho detalle una época que es mostrada desde la subjetividad y con un aire de anhelada nostalgia, en donde el ir y venir de los personajes se capturado con una belleza audiovisual casi poética, a pesar de los obstáculos que deben sortear y de los conflictos sociales que los rodean, conflictos que a su vez aterrizan el relato en un entorno histórico comprobable.
La obra se permite recrear los núcleos familiares atemporales de México y ejercer una crítica social desde muchos frentes. El primero de ellos, el del silenciamiento de las voces de los estudiantes a manos de “Los Halcones” en una tarde de jueves; el segundo, sobre el control social y político del partido tricolor que se vendía –o vende– como espectáculo a un pueblo mayoritariamente ignorante; el tercero, del inicio de la urbanización y modernización de las tierras circundantes a la capital; el cuarto, y el más importante, acerca del abandono familiar tan recurrente en la sociedad contemporánea.
Cobra protagonismo la lucha de dos mujeres que, desde sus modestos sitios y con los elementos que tienen a la mano, deben sacar adelante a un grupo de niños pequeños que el patriarca ha abandonado. Así se asoma otro cliché mexicano: el de la nana de origen provinciano, insegura de sí misma, sumisa e ignorante, que se convierte en la figura idolatrada del niño que fue dejado a la deriva entre las rencillas de sus padres.
Pocos directores como Luis Buñuel en Los Olvidados (1951), o Ruizpalacios en Güeros (2014), habían logrado capturar en el cine, con tal asertividad, las características del mexicano, ejemplificando sus defectos y virtudes, su crueldad y su humanidad. Cuarón, al igual que ellos, lo logra con ROMA. Estamos ante su obra magnánima, en donde existe una poderosa conjugación del discurso con una ejecución cinematográfica impecable que se sostiene de una carga emocional arrolladora.
El blanco y negro, generalmente usado como recurso de pretensión en el cine de arte, aquí funciona como catalizador de la memoria y el recuerdo. Asistir a la película, es como asistir a una pequeña colección de postales bellísimas en donde los claroscuros dotan de naturalidad y sencillez a la obra.
Es un retrato fiel de la Ciudad de México en los años setenta. No obstante, la película cierra con una reflexión sutil. Una toma estática del cielo, tomada desde la parte más baja de un patio mientras los sonidos de la capital lo rodean: el motor de un avión que atraviesa la imagen; el sonido del afilador que pasea por las calles; el canto de los pájaros urbanos que visitan las viviendas; el motor de un automóvil al pasar por la calle. Y si cierras los ojos, suena exactamente igual a como suena la ciudad ahora.
¿Es que Cuarón nos quiere decir que todo permanece igual que hace cincuenta años? ¿O quizás que México no ha cambiado nada a través de los años? Esa reflexión queda al público.