Llegó el 15 de julio y Netflix retrocedió tres décadas en el tiempo. Tras una promoción intensiva por parte de la plataforma americana en sus redes sociales, llegó a los hogares de todos sus socios una de las series más esperadas de los últimos meses. Se trata de Stranger Things y se ideó por los hermanos Duffer con la intención de hacer las delicias de los amantes del cine ochentero de misterio e intriga.
Producto ochentero con técnica actual
Y así ha sido. Tras la visualización del capítulo piloto se comprueba que esta producción televisiva recuerda y mucho a todas las cintas de misterio y fenómenos sobrenaturales que tan de moda se pusieron allá por décadas pasadas. Se hace imposible no recordar películas como ET o algunas más recientes incluso como Super 8 tras ver la cuidada estética, el guion y las misterioras y a la vez luminosas capas de una historia que tiene sustancia para desarrollar interés a lo largo de toda una temporada. Hasta la banda sonora y los nombres de los personajes están cuidadosamente escogidos para que ningún mínimo detalle deje paso a síntomas de actualidad.
Es verdad que la serie aporta pocos matices nuevos, pero el hecho de haber salido a la luz en mitad de un universo audiovisual poblado de contenido seriéfilo dedicado a otras temáticas políticas, disputas de tronos, zombies o triángulos amorosos, hace que el público quede encandilado con la trama de Stranger Things con más facilidad gracias a la nostalgia que produce desde su primer minuto de metraje cuando los protagonistas se reúnen alrededor de un juego de mesa.
Si de algo están pecando muchas de las series originales de Netflix es de cierta falta de intensidad producida por contar algo en más minutos de los necesarios y es en esta ocasión cuando este hecho se vuelve a repetir. Quizás sea solo un defecto del capítulo piloto en el que concentrar el inicio de un relato siempre es una tarea ardua, pero si por algo estaría bien que brillase Stranger Things es por la ligereza a la hora de desarrollar las subtramas.