Rocío Jurado, diez años sin las alas al viento
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Tan solo los grandes genios poseen la capacidad de ser eternos, ser eternos porque su legado artístico, humano y profesional, es tan grande que su esencia resulta imposible de olvidar. Perduran como el olivo centenario, que asienta sus raíces en el alma de varias generaciones, un poderoso y viejo olivo que sigue poseyendo la capacidad para hacer brotar de sus ramas, jóvenes olivas que son el fruto de su verdadera esencia. En el mundo del cante es moneda común, por ello esta grandiosa artista, que hace justamente una década se marchó, sigue dando lecciones de cante a todo aquel que sienta su llamada.

Todo cantante, todo músico es la reminiscencia de muchos otros, luego cada uno aporta su pequeña revolución, su propia personalidad y en el caso de María del Rocío Trinidad Mohedano Jurado, el cante le venía en el ADN, de Salvador Mohedano, un padre maestro zapatero y de los cantares jondos de la tierra. También de Rosario Jurado, su madre, que de manera aficionada cantaba copla como los ángeles, siendo la alegría de la casa que la vio crecer y, en la que prematuramente perdió a un padre que no quería que se dedicara al cante, quizás porque conocía lo complicado que era ese mundo, mucho más para una mujer. Por tanto Rocío surgió de las raíces de una casa paya de paredes blancas, en la que siempre estuvo muy presente el flamenco y el amor por el llanto moreno y gitano, el llanto puro que en esencia la Jurado expresó, aunque luego se convirtiera en una de las cantantes más completas de todos los tiempos, abarcando con su inmensa voz todo tipo de géneros musicales.

La niña de la Virgen de Regla, la niña de los premios

Ya con ocho años hizo su ‘primera’ presentación al público, en su colegio de La Divina Pastora. Cuenta la leyenda del duende que cuando Rocío entraba en el Santuario de Nuestra Señora de Regla, la pequeña Virgen negra, en lugar de pedirle oraciones desde su higuera, le marcaba el compás, y Rocío muy bajito la deleitaba. No en vano tanto en el pueblo como en su colegio aún se recuerdan sus misas cantadas. La muerte de su padre cuando tenía doce años la llevó a tener que echar una mano en la economía familiar y, entre oficios de zapatera y modista, sacó tiempo para presentarse a concursos de radio. Posiblemente la carrera de Rocío comenzó en 1958, en el concurso de Radio Nacional realizado en el teatro Álvarez Quintero de Sevilla. Al citado concurso la apuntó su tío Antonio (gran impulsor de la cantante), Rocío ganó y el premio consistió en cuarenta duros, una botella de gaseosa, un corte de traje y unas medias. Con aquel dinero les compró zapatos a sus hermanos y ella se compró sus primeros zapatos de tacón. Llegó a ganar tantos concursos la chipionera, que fue conocida como La niña de los premios.

El Duende y la más grande

Rocío hizo una brillante carrera en el mundo de la canción, ganándose el apodo de La más grande con el firme fundamento de su garra y su inmensa voz. Siendo menor de edad se marchó junto a su madre a Madrid a cantar, siendo crucial el apoyo de su progenitora y su posterior encuentro vital con Pastora Imperio, que la contrató para el tablao que regentaba, El Duende. En aquel tablao ya comenzaron a sonar sus primeras alegrías, sus primeros tientos y coplas de la Piquér. Los cantes de una niña de dieciséis años que tuvo que falsificar su edad y vestir ropa que la hacía parecer mayor. En aquellos inicios pasó también por Los Canasteros y con el dinero que pudo reunir se llevó a toda su familia a la capital de España.

Rocío fue una artista, una persona con un alto grado del concepto familiar, y uno de los peores momentos de su vida lo pasó cuando murió su madre a la edad de 51 años, hecho que apenas pudo superar gracias a su dedicación al trabajo y un tema titulado ‘Algo se me fue contigo’. Tema que tuvo que suprimir de su repertorio porque era incapaz de acabar por la emoción que le embargaba cada vez que lo interpretaba. Rocío siempre fue una voz con alas, la larga túnica de luz que proyecta el faro del cante sobre el mar chipionero en el que se sumergía. Como si fuera ayer una saeta cae del cielo, como cayó a las 5:15 del uno de junio de 2006, pocas horas después de que se apagaran las luces de mayo, las luces con las que se marchó. Su única y mayor herencia fue el testamento de su voz, canciones como La séptima ola, Como las alas al viento, Señora, o Déjala correr, que jamás volverán sonar, a volar, como lo hicieron con ella. Nadie como ella cantó Se nos rompió el amor, canción compuesta por Manuel Alejandro, y Carlos Saura no albergó una sola duda sobre que la voz de Rocío debía tener destacada presencia en sus películas El Amor Brujo y Sevillanas.

Mejor Voz Femenina del Siglo XX

A lo largo de su intachable carrera Rocío vendió más de 30 millones de discos, recibió 150 discos de oro y 63 de platino. Obtuvo el premio La Voz del Milenio a la Mejor Voz Femenina del Siglo XX, la medalla de Oro de las Bellas Artes de manos del Rey y la medalla de Oro al Mérito del Trabajo. Pero los que conocieron de verdad a la Jurado venderían su alma al diablo por volverla a escuchar cantando flamenco, por volver a sentir la piel erizarse con el Que no daría yo. Por escuchar de nuevo a esa niña que llega tarde a casa, por pasear de nuevo con la voz de esa niña del cante que cuenta estrellas desde el cielo, que una década después sigue siendo su ventana, pues un primero de junio se marchó a volar a los brazos de sus padres para luego alejarse lentamente al tablao de la madrugada. Porque Rocío era tan honda como la pena negra que se la llevó, buena muestra de ello es el doble LP Ven y Sígueme, que publicó en 1982 junto al guitarrista Manolo Sanlúcar y a Juan Lebrijano, en el que demostró sus virtudes por los complicados caminos del cante jondo. Por eso, porque entre otras muchas virtudes de la polifacética cantante, hay tanta gente que la echa en falta, tantas ciudades que siguen percibiendo la ausencia del eco de su duende, tantos lugares huecos, tantos vientos que andan perdidos en busca del próximo genio, se la seguirá recordando eternamente.

Rocío y Cádiz-Teatro José María Pemán

Teatros y escenarios de todo el mundo se rindieron a su grandeza, a su antológico poder de paloma brava del cante, uno de aquellos lugares, que no por pequeño deja de ser crucial, fue sin duda Cádiz: A la tierra de Enrique el Mellizo, Sellés, Macandé, Espeleta, Pericón, Beni, Chano, La Perla, La Cornejo y muchos más, que en esto del flamenco son pura cátedra, llegó en numerosas ocasiones la Jurado para deleitar al respetable con sus canciones. Pero todos, absolutamente todos los asistentes al Teatro José María Pemán, aguardaban con ansia el momento en el que Rocío se sentaba en una silla enea para que los duendes se alinearan con todas las estrellas, que en Cádiz como todo el mundo sabe, brillan por tangos y tientos de El Mellizo, por cantiñas de Chano. En aquel modesto escenario del Parque Genovés, de la barriga de Rocío surgía una voz que jugaba con los vientos gaditanos, repartiendo duende por toda la ciudad amurallada. Era curioso comprobar cómo por las azoteas blanqueadas de cal, por las Torres miradores, el levante hacia arremolinar su inmensa voz sobre una ropa tendida que cobraba lunares de vida y se arrancaba a bailar con los claveles de viento de la chipionera. Su poderosísima y profunda voz atravesaba el Parque y se bañaba en la cercana Caleta, donde a la luz de una Luna canora y camaronera, las gaviotas daban palmas, mientras que los rostros de las olas desencajadas dibujaban en la orilla la espuma del compás. Dicen que hasta las cuadernas de las barcas caleteras, que entre dos castillos pintan el lienzo del mar, crujían con el arte de una cantaora que abrazaba cielos de claveles encendidos, prendiendo soles que juraban juramentos jurados de luz por la voz que todo Cádiz recorría. Por todo ello, porque con las alas al viento su voz vive, camina, y piensa en su hondo reino, diez años representan tan solo un segundo, mientras que un segundo es una eternidad, un punto y aparte en el punto de partida.

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