Delimitada en dos partes impactantes, encontradas y, en ocasiones, a punto de marchitar, Room explora todo aquello concerniente a la reclusión, a la inocencia, al egoísmo y al aprendizaje, a un compendio de conceptos unidos por un mismo patrón; la psicología. La cierta habilidad de Lenny Abrahamson para marcar los tiempos narrativos, para generar debate, para, incluso, contrariar sentimientos en una trama tan cruda y bien descrita por Emma Donoghue es de auténtica proeza. Un película rodada en común con la exhibición de Brie Larson y Jacob Tremblay; con rabia, tesón, alma y fortaleza.
La desazón de Room, íntima protagonista de cada movimiento, renuncia a la épica, al dramatismo y al maniqueísmo. Abrahamson es sutil cuando los planos dejan una profundidad de campo mínima, cuando se acercan al espectador para estremecer el relato, cuando la claustrofobia se instala en la psicología de aquel que esté presenciando la perturbación de una trama que merece ser conocida en el mismo momento de su proyección, no antes. Un descubrimiento sobre los tabúes, sobre la categoría de estos y sobre la capacidad para, de su rotura, hacer algo bello y aterrador al mismo tiempo. Si la primera parte es frenética, aunque de montaje lento, la segunda arranca toda la condescendencia hacia los protagonistas con un debate moral extraordinario, con detalles que trastornan cuando la cuestión despierta del letargo.
Sin embargo, y aunque no por ello quita mérito a la genialidad del cineasta, peca de alargar demasiado un proceso que, únicamente, brilla por momentos y gracias al duo Larson-Tremblay; agudos, sin perder un ápice la estructura de unos personajes con un desarrollo fascinante. Construido meticulosamente, el impacto que genera el relato no se volatiliza en el descubrimiento de la verdad absoluta sobre la calidad del ser humano, sino que se queda en las entrañas envolviendo, esperando al espectador que, rezagado, se conmueve cuando la mirada de Jack lo inunda todo. Quizá Room posea las características de un cine de artificio donde el director busca conectar sentimentalmente y con cierta rapidez, sin embargo, Abrahamson decide acercase a la historia con profundidad, con un rigor extraño en el que los tiempos le otorgan credibilidad y magnetismo al guión. Siendo una película menor, en el sentido en que Hollywood se manifestaría, es una experiencia inolvidable, a la altura de los mejores dramas proyectados en los últimos años.
Larson y Tremblay son indivisibles, escalofriantes, fríos y entrañables, cálidos y lejanos. Interpretaciones donde la cantidad de registros hace las veces de sostén, de fragilidad y poder visual. Los ojos de Jack son tan grandes como el universo que imagina, tan grandes como el universo que existe fuera de una obligada mentira interpretada por Joy, interpretada por el alma, el amor y bienaventurado sea el que, entre sollozos de tranquilidad, se permita ver un halo de egoísmo en todo ello. Absolutamente brillantes.
El corazón de Room está en la ternura bienintencionada, en los juegos sensibles, en la inmensidad capacidad del ser para existir -no es tan obvio. Si el espectador se prenda de las interpretaciones de los protagonistas e impregna de la narrativa de Donoghue, tendrá consigo el valor inefable, la angustia del susto agradable y el corazón de la existencia.