La abstención ha sido, desde siempre, la gran temida en cualquier proceso electoral. De hecho, es común que sea presentada como una opción que conlleva poca implicación e, incluso, hasta irresponsabilidad. Además, también se dice que con lo que ha costado llegar a lo que tenemos lo más coherente es no dejar de votar. ¿Es un planteamiento correcto? De entrada puede que sí, pero en cualquier caso es matizable. Para ello, primero observaremos algunos elementos jurídicos, para después proseguir con un análisis más político.
Desde un enfoque jurídico el sufragio se contempla como un derecho, los cuales normalmente tienen una dimensión positiva y a la vez otra negativa. Mientras que la faceta positiva incluye aquellos mecanismos destinados a que el sujeto pueda ejercer el derecho en cuestión; la negativa, por el contrario, se encarga de brindar la protección necesaria para que no haya impedimentos ni trabas en torno al derecho. En este sentido, la vertiente negativa también comprende la posibilidad de que el sujeto no desee ejercer un derecho concreto. Consecuentemente, resulta desafortunado cuando se intenta hacer del contenido de un derecho una obligación. Asimismo, no deja de ser llamativo que cuando se convoca una huelga, se recuerde con vehemencia esta posibilidad, aunque en período electoral prefiere destacarse justamente la contraria.
En lo concerniente a aspectos políticos, la abstención ha sido continuamente demonizada por todos los partidos. ¿Por qué? Debe tenerse en cuenta que la fortaleza de los diputados y de otros cargos públicos proviene sencillamente del porcentaje de votos válidamente emitidos. No es lo mismo conseguir 176 diputados (la mayoría absoluta) si en esas elecciones ha participado el 80% de los electores, en vez de solo un 60%. De hecho, cuando se produce una alta abstención afecta a toda la clase política, dado que un cargo público no contará con el mismo margen de maniobrabilidad cuando haya sido elegido en unas elecciones con baja participación. En ese caso, el número real de personas que, dejando a un lado los porcentajes, hubieran brindado su apoyo sería sensiblemente menor. Por ello, debido a que ese respaldo en la calle no es el mismo, la acción política tampoco puede ser igual.
Sin embargo, hay otro factor que resulta todavía más determinante: ¿qué pasaría si en unas elecciones la abstención superara un porcentaje considerable? Un interrogante que inquieta al propio sistema, puesto que, ante la ausencia de otros mecanismos legitimadores, su mayor fuente de legitimidad es la cantidad de votos que recibe en cada proceso electoral. Es más, atendiendo a ese criterio, en todas las elecciones habría también otro plebiscito que conllevaría la aceptación o rechazo hacia el propio régimen. En este sentido, la campaña electoral sirve también para reactivar el interés por la política, pero entendida de un modo muy concreto: votar por un partido político. No obstante, la política es mucho más, y circunscribir ésta al restringido ámbito de los partidos es, en realidad, empobrecerla.
Por esas razones, es fácil que afloren mitos, como aquel tan conocido que afirma que “el que no vota, luego no tiene derecho a quejarse”. Si se siguiera esa lógica, tampoco sería posible expresar el descontento cuando se aprueba una ley con la que no se está de acuerdo. Ya que, la mayoría de gente no tuvo siquiera la oportunidad de votarla. Quizá, sea esa manera de hacer política, la que se esté quedando algo limitada. En cualquier caso, votar o no votar en unas elecciones es un acto que se ejerce en conciencia, de acuerdo con los principios de cada persona. Puesto que, es tremendamente difícil hacer cálculos de a qué partidos pueden beneficiar o perjudicar el uso que cada cual haga de su derecho al sufragio.