Todo comienza cuando, en un primer momento, el partido (o la cúpula territorial correspondiente) designa los integrantes de la lista que concurrirá, con la del resto de formaciones, a las elecciones. Por tanto, cuantos más votos reciba cada una de ellas, más miembros conseguirá colocar el partido en cuestión. En un terreno más práctico, ¿esto qué significa? Que lo que está recibiendo cada partido en las elecciones es una cuota de poder determinada, puesto que una vez en el ayuntamiento o parlamento, esas personas ya solo obedecerán a la formación que los incluyó en la lista.
De esta manera, cuantos más delegados tenga cada partido, más influencia tendrá en las instituciones. Por esa razón, el poder decisorio no está ya en los parlamentos, que carecen de capacidad deliberativa real, sino que reside en las sedes de los partidos que dictan sus órdenes apoyándose en los porcentajes de poder que han obtenido. Por consiguiente, cuando en estas condiciones dos o más partidos se sientan a negociar un pacto, en realidad no deja de ser un reparto de cuota de poder y/o privilegios.
Consecuentemente, cuando el partido más votado no alcanza la mayoría suficiente para ocupar el poder ejecutivo, buscará tentar a otros partidos, para que le presten su apoyo y así poder gobernar. Es entonces cuando cobran vital importancia los llamados “partidos bisagra”. Por ahora, y según el barómetro del CIS del mes de abril, esa posición la ocuparían principalmente Podemos y Ciudadanos.
A pesar de que esa situación es muy golosa para estos partidos, y aunque suela primar la visión cortoplacista, no descuidan por completo el desgaste electoral que puede implicar una alianza en según qué circunstancias. Por ese motivo, es habitual que se pongan condiciones, convenientemente transmitidas al conocimiento público, para que su electorado potencial pueda entender legítimos este tipo de pactos. Ahora bien, la verdadera negociación suele tener lugar en sitios más discretos, en los que las conversaciones ya no trascienden con tanta generosidad al ámbito público. Ello se debe a que en ellas probablemente prime lo que podría llamarse una realpolitik interna. O sea, un tipo de política en la que se dejan a un lado consideraciones de tipo moral, para que predominen otro tipo de criterios.
Asimismo, también es habitual encontrarse con que distintas formaciones, a pesar de que ninguna de ellas haya sido la más votada, pueden alcanzar el poder. En casos como este no suele haber grandes desequilibrios, ya que las formaciones políticas se encuentran en una posición más parecida. Pero, la dinámica de negociación no difiere en mucho de la otra, salvo que en esta ocasión se busca conformar un programa sobre el que pivote la acción política, en vez de que la formación “grande” acepte, o no, las condiciones de la formación que aspira a ser “bisagra”.
Sin embargo, no conviene olvidar que, en ambos casos, son las circunstancias las que han obligado a pactar. Resulta incómodo para los partidos compartir el poder, aunque les parece peor no tenerlo. Aún así, deberíamos preguntarnos ¿cuánto margen de maniobra ofrecen los votos que reciben los partidos? No se trata solamente de que una vez que los partidos reciben los votos (cuota de poder) luego actúan como desean, sino que además los utilizan como instrumento en la negociación con otros partidos. ¿Cómo interpretan la voluntad, el deseo o la ilusión que hay tras los votos?, ¿acaso los partidos mantienen tal grado de empatía cuando pactan? Las élites negocian, llegan a acuerdos, pero en última instancia están mercadeando con estos votos.