Luis García Berlanga nació en Valencia en 1921, en los albores de una dictadura descafeinada como la de Primo de Rivera. En el seno de su familia, la tradición política destacaba con firmeza, habiendo participado tanto su abuelo como su padre en movimientos de izquierda moderada. La historia de Berlanga, sin embargo, es la de un huidizo ojo crítico, la de un Houdini cinematográfico e ideológico que se vio obligado a gritar en silencio, pensar en la sombra y transmitir siempre en clave irónica y sutil. El pincel de este cronista del franquismo fue fino hasta extremos inimaginables, pefilando con decoro cada retal de su historia, de su trazo preciso y ávido de burla.
Tras estudiar Derecho y Filosofía y Letras, finalmente en 1947 un joven Luis García Berlanga decidía ingresar en el Instituto de Cine de Madrid, reafirmando así su vocación de de contar historias. Y es que no eran pocas las que estaban a punto de ser filmadas por su intenso y dinámico ojo de cineasta. Para no levantar sospechas y enfundándose en la falta de interés humano por la que se caracterizaba el régimen franquista, se alistó muy joven en la División Azul. Esto le daba cierta impunidad. A partir de ese momento podría moverse con libertad, siempre cobijado bajo su delgada y estilizada capa de mordaz ironía.
Su estreno como director de un largometraje no se dio hasta el momento en que cumplía la treintena. Corría 1951 y Berlanga debutaba tras las cámaras, codirigiendo Esa pareja feliz junto a otro novel llamado Juan Antonio Bardem. Dos de las figuras más representativas de la historia del cine español compartían ópera prima, ejecutando el pistoletazo inicial para dos carreras fulgurantes. Aquella cinta mostraba lo que tanto Berlanga como Bardem recalcarían durante sus amplísimas trayectorias. Era crítica, directa pero inteligente, con unos jóvenes Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintillá a la cabeza del reparto.
Míster Marshall abre la veda
En la España de los años 50, reflejo fiel de una dictadura en su máximo esplendor y hogar de la represión por excelencia, la libertad cinematográfica y de opinión distaba mucho de aplicarse con eficacia. Por ello, si algún autor deseaba cargar contra el poder, debía hacerlo utilizando las armas que se escapaban al control de éste. En este sentido Berlanga brilló sobre todos los demás. Burlando siempre a la censura con un inusual desparpajo, todas sus películas son una bofetada impiadosa al franquismo, al estilo de vida de la sociedad española del momento y, ya en un plano más abstracto, a la evolución decadente de la moral occidental hacia un desapego irreverente hacia valores que deben ser intrínsecos a la humanidad.
Una de sus primeras películas, la eterna Bienvenido, Míster Marshall!, es una afinada punzada en el ojo a la política aislacionista impartida por Franco, que impidió a la sociedad española integrarse en el famoso Plan Marshall iniciado por los Estados Unidos de América como impulso para que los países europeos se recuperasen de la Segunda Guerra Mundial. Como siempre fue habitual en su forma de filmar, Berlanga cuenta la historia de los problemas más profundos de la sociedad y la política españolas a través de personas. Cada individuo encarna a uno de los valores profundamente enraizados en la mentalidad de un país arcaizado. Y sus actores, entre ellos José Isbert y Lolita Sevilla, entienden por completo la idea que su director pretende plasmar. España está atrasada. Sus ciudadanos están alienados. Ya nada importa. Míster Marshall no llegará pero la simple idea de su presencia es suficiente cuando no debería serlo.
La siguiente película de Luis García Berlanga, Novio a la vista, jugaba el temeroso papel de confirmar la calidad de su autor o evidenciar que el acierto de Bienvenido, Míster Marshall! había sido un pequeño oasis en una carrera sobrevalorada. La excelencia de Berlanga, sin embargo, quedó patente al no asumir esa presión y seguir haciendo cine de la forma en la que él disfrutaba. Ironizando, castigando, burlándose de todo lo que se moviese. En esta nueva cinta, estrenada en 1954, el director valenciano ahondaba un poco más en temas de mayor índole social que en sus predecesoras. En Novio a la vista, el retrato de Berlanga se centra principalmente en dibujar las ridículas costumbres y la absurda concepción del amor en la España de los 50. Pese a su acertada técnica y a que no se trata de un mal producto, la crítica la atacó por su supuesta superficialidad y el bajón de calidad con respecto a su potentísima antecesora. Pero lo mejor estaba por llegar.
Llegada plácida del verdugo a Calabuch
Con tres largometrajes y una amplia serie de cortos y pequeñas colaboraciones a sus espaldas, Luis García Berlanga accedía en 1955 a la que, con casi toda probabilidad, sería la década más fructífera de su carrera cinematográfica. La dictadura franquista, a medida que los años 50 llegaban a su fin, comenzaba a diluírse, el país comenzaba a abrirse ligeramente a Europa y la censura se mitigaba de una forma casi imperceptible pero que permitiría a Berlanga agudizar más, si cabe, su ojo crítico. Quedaba mucho por despachar. Quizá demasiado para lo que él hubiese querido. Pero cuando una voz tiene, además del talento de la comunicación, tantas cosas que decir, jamás debe contemplar callarse.
El film que sucedió a Novio a la vista fue un bombazo. Se trató de Calabuch, una pequeña obra basada en la vida tranquila y estereotipada del pueblo valenciano de Calabuch (Peñíscola) al que, por un casual del destino, un día llega el arrepentido inventor de la bomba atómica (interpretado por un magnífico Edmund Gwenn). España se presenta como un lugar hendido en el analfabetismo, la estupidez crónica y la delincuencia. Sus ciudadanos, personas sin cultura entre las que el reputado científico puede empezar de cero sabiendo que nadie lo reconocerá. El desenlace, tan tragicómico como absurdo, refleja con firmeza todo aquello que lastra a un país como el español: la ingenuidad, la vagancia, la indiferencia...
Lejos de ser considerada actualmente una de las mejores cintas de Berlanga, lo que es cierto es que Calabuch sirvió al director para consolidarse en el panorama nacional e incluso a alcanzar cierto renombre en el internacional al haber contado con un actor como Gwenn, quien durante su carrera trabajó con actrices de la trascendencia de Natalie Wood o Maureen O'Hara, además de formar parte del reparto de varios filmes dirigidos por el maestro británico Alfred Hitchcock, tales como Pero... ¿Quién mató a Harry? o Enviado especial.
Amparado en el éxito de Calabuch y la reputación que ésta le había brindado, Berlanga tomó impulso. Los jueves, milagro sería su siguiente cinta, una película fundamentada en la crítica religiosa y en un severo ataque a la falta de sentido crítico de la población española. Además, sirvió para que dos auténticas leyendas en el cine de Berlanga como José Luis López Vázquez y Manuel Alexandre realizasen su debut con el director originario de Valencia. Junto a ellos, José Isbert llevaba a cabo su segundo papel bajo su dirección.
Con cinco películas en su haber y una consolidación bestial en el olimpo del cine nacional, Luis García Berlanga dio dos golpes sobre la mesa al grabar, en 1961 y 1963 respectivamente, sus dos películas con mayor potencial crítico, mayor trascendencia en la opinión pública y mayor reconocimiento internacional. La primera de ellas fue Plácido, un retrato absurdo de lo que en España significaba la palabra esperanza. Mendigos, apariencias y doble moral son varios de los elementos que componen una película que rompió los esquemas de todo un país con su espléndidamente empleada ironía y abrumadora fuerza narradora. Y es que cada español se vio reflejado en Plácido de una forma u otra. Con ella, Luis García Berlanga se llevó la única nominación al Oscar de su carrera, en la categoría de Mejor Película de Habla No Inglesa.
Plácido y El Verdugo brillan en la filmografía de Berlanga
No contento con el pelotazo que había supuesto Plácido, Berlanga se dispuso a volver a destrozar todos y cada uno de los paradigmas sociales de la España franquista. Y volvió a conseguirlo. El Verdugo pasa por ser, probablemente, su película más sutil. En ella, junto a la memorable interpretación de José Isbert, se recogen múltiples de las temáticas recurrentes en el cine de Berlanga, y además se incluye con vigorosidad la lucha contra la pena de muerte. Además, El Verdugo también relata, en la siempre habitual clave de humor negro de su director, numerosas de las incomprensibles contradicciones del régimen franquista, cuyo modus operandi consistía habitualmente en tratar a sus súbditos como ovejas de un rebaño descarriado, utilizándolas a su merced sin dar motivos, explicar causas ni prevenir de consecuencias de ninguno de los actos que se llevaban a cabo.
En la cima llega la calma
Muchos aseguran, quizá con razón, que García Berlanga ya no volvería a alcanzar el nivel mostrado en Plácido y El Verdugo. Sin embargo, su producción filmográfica se extendió durante tres décadas más, y a lo largo de ellas varios filmes brillaron con cierta intensidad. Factores como la decadencia y posterior fin de la dictadura franquista, principal foco de las críticas de Berlanga, la muerte en 1966 de José Isbert, la principal estrella de sus cintas, y la tranquilidad que transmite el tener conocimiento de que has marcado una época produjeron en el director valenciano un receso ligero que, sin embargo, no minó en absoluto su espíritu crítico y su constante apaleamiento a las costumbres españolas de cada década.
José Luis López Vázquez se convirtió en su socio habitual, protagonizando las dos películas más importantes de la recta final de su trayectoria, como fueron ¡Vivan los novios! y La escopeta nacional. La primera, famosa por convertirse en la primera película en color de Berlanga, obtuvo una prestigiosa nominación a la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Sin embargo, en España la crítica la vapuleó, tildándola de absurda, facilona e inexpresiva. Sin embargo, esta era la intención original del propio Berlanga, con lo que la crítica quedó irremediablemente retratada. Como siempre, el directo valenciano hizo gala de un exquisito modo de ver las cosas desde un punto de vista ridículo. Las apariencias vuelven a jugar un papel fundamental en ¡Vivan los novios!, en la que se exponen todas las carencias de identidad de una España sumida en la etapa final de su dictadura más longeva.
Por su parte, La escopeta nacional fue la última gran película crítica de Berlanga. Formando parte de la trilogía de La Familia Leguineche junto a Patrimonio nacional y Nacional III, el ya legendario director español buscó mostrar que la herencia del franquismo no era escasa en la clase política que recibía su relevo. Un cierre inacabado para una crónica que todavía se sigue escribiendo en la actualidad. Para terminar su carrera, Berlanga filmó su única película que puede ser tildada de "semicomercial", La Vaquilla, un retrato absurdo de la Guerra Civil que quizá se popularizó más por su pura comedia que por su visión crítica, pese a que esta permanece. Además, lograría el único Goya de su carrera en 1994, al erigirse mejor director con la cinta Todos a la cárcel.
Crónica sin fin
Decir que con la muerte de Berlanga en 2010 murió el cine español es tan falso como decir que con la muerte de Franco acabó el franquismo. Directores como Álex de la Iglesia (fiel admirador de Berlanga) mantien el espíritu crítico, quizá no con un contexto tan paradójicamente propicio como del que dispuso él, pero remando en la dirección correcta. Y es que en el océano del tiempo cinematográfico, las realidades cambian y se trastornan, son volátiles y apenas tienen validez a lo largo de las décadas si aquellos que se sitúan tras la pantalla no aplauden en el momento en que los créditos hacen acto de presencia.
Sin embargo, la realidad es algo muy distinto al cine. Aunque pese, la sociedad española actual no dista mucho de aquella que reflejaba Berlanga en sus burlonas cintas. La estupidez sigue vagando por las calles, la analfabetización crítica sigue deprimentemente presente en las mentes de muchos ciudadanos y el poder sigue corroído por el arcaísmo, la vagancia y la complacencia. ¿Qué queda tras todo esto? Aprender de aquellos que huyeron, empleando la imaginación, de la represión. Aprender a volar, a ser libres, a soñar que las cosas, quizá un día no muy lejano, puedan comenzar a cambiar.
El franquismo, desgraciadamente, sigue arraigado con fiereza a la raíz de la estructura sociopolítica de España. Su herencia y su sombra son demasiado vastas y la fortaleza de espíritu de sus supervivientes demasiado frágil. Pese a todo, cabe alzar la cabeza y susurrar al viento que, a través de mareas, disparos y sangre, la risa, aunque sea negra como el más oscuro de los carbones, es una de las únicas armas que puede hacer frente al dolor. Ante la impotencia, sólo queda cobijarse en joyas como el cine de Berlanga y recordar, con una sonrisa dibujada en la cara, frases como aquella de La escopeta nacional que decía: "y ni fueron felices, ni comieron perdices, porque allá donde haya un ministro, un final feliz es imposible". Y volver a reír.