U2, catorce años después, no consigue con su nuevo disco entrar en el tercer milenio. Otro intento perdido. La mejor banda del mundo entre los años ochenta y noventa del siglo pasado no encuentra ni su esencia primera ni el impulso que les hizo liderar caminos nuevos hace ya demasiado tiempo.

Un disco que parece un pícnic de familia de veganos metidos a roqueros. Demasiado buen rollito primaveral, demasiada pose y mucha falta de arañazos y martillazos en la batería. No tiene casi nada pegadizo a lo que agarrarse, le falta manteca y se ve demasiado la tramoya del teatrillo, la pose forzada, la sobreactuación, como a las películas buenas (sic) del cine español. No suena verdadero. Por no ser no es ni malo, sino sólo aburrido: lo peor que le puede pasar a un artefacto levantado para impactar.

En mitad de tanta anodina melodía me asalta una duda que conforme pasa el disco se va transformando en un misterio. ¿Quién le impide a The Edge hacer con su guitarra lo que le dé la gana cuando le dé la gana? Su delay eterno es de lo poquito que se puede salvar, pero apenas aparece. Se encuentra como embridado, completamente sepultado por canciones flojas y ritmos planos. Su guitarra está infrautilizada incomprensiblemente. ¿Por qué no le dejan liderar la banda y acabar con este discurso desgastado con el que machacan los irlandeses desde hace ya tantos años? Suéltenlo, abran el precinto, dejen que se desparrame por todas las canciones y ya verán cómo la cosa mejora. The Edge podría salvar la honra del conjunto si le dejaran.

El rock es resaca y borrachera y mala leche en el café con el que espabilarte para componer, no este quiero y no puedo por el qué dirán. Ponerse una chupa de cuero no te hace volver al mejor U2. Aquel que llenaba calles y las cortaba desbordando a la policía, porque se subían a azoteas a dar conciertos. Ponerse una chupa de cuero para aparentar ser lo que ya no eres es sólo una pérdida de tiempo para quien te escucha. Ni el bajo grave, afónico, como de garganta quemada en garitos pequeños y llenos de humo de Adam Clayton en la canción Volcano (un espejismo de pocos segundos) consigue meter algo de ceño fruncido a tanto soniquete de parque de atracciones infantil, de cumpleaños en local de comida rápida.

No es un disco con el que bajarías las ventanillas del coche para que se enteraran todos de que escuchas a los irlandeses, orgulloso, con las gafas de sol puestas y la media sonrisa del conductor satisfecho, y malote, fumando con la mano fuera. Da la sensación de que quieren contentar a todos y al final lo que consiguen es que sólo les guste a ese núcleo duro de advenedizos fanáticos adolescentes que tienen todos los grupos hoy en día. ¡Hasta una guitarra que se parece a otra que suena en una canción de Franco Battiato encuentras! Demencial.

Y mira que intentan buscarse, porque por ahí hay restos hasta de Unforgettable Fire, por ejemplo, pero nada, un fiasco. No hay fuerza, no hay ganas de hacer nada magistral. Les falta osadía y les sobra comodidad. En realidad parece un plagio o un refrito de sus discos más mediocres, los que van desde All That You Can't Leave Behind  hasta hoy. Han pasado de una acumulacion de ruiditos grandilocuentes e inútiles en su anterior disco a una acumulación de grititos prescindibles que sólo hacen que te apartes el auricular de la oreja para poder tomar aire y seguir con la audición. Lo único positivo es que lo han puesto gratis en el iTunes.

U2 un día decidió dejar de ser hijos para ser padres y en ese instante se acabaron como banda de música. Ese quizás es su problema, que ya sólo quieren ser buenas personas y no molestar a nadie. Siempre nos quedará el recuerdo de lo que fueron, pudiendo volver una y otra vez a escuchar tres obras maestras como The Joshua Tree, Rattle and Hum y, mi preferida, la berlinesa Achtung Baby, el mejor disco de los noventa mal que les pese a todos los groupies del Ok Computer de los depresivos Radiohead.