Mostar - Bosnia-Herzegovina

Cuando llegamos a Mostar desde Dubrovnik, después de atravesar tres fronteras entre Croacia y Bosnia, llovía. Diluviaba, realmente. Hacía tiempo que no veía caer una tormenta tan violenta. Nos compramos un paraguas en un puesto de turistas y continuamos el paseo camino de la parte vieja, porque te calaba hasta los huesos, como en una trinchera. La ciudad estaba triste porque es triste. Las montañas que la rodeaban me recordaron las imágenes del telediario de hace 20 años cuando se lanzaban lo que podían de un lado a otro del río para matarse al por mayor. El puente, que ya es de mentira porque lo volaron en la guerra, es el centro de atracción para los grupos de perdidos que llegamos. Cuando lo cruzamos, había un pirado pasando la gorrilla para tirarse desde lo alto contra el río que ha visto correr sangre a mares. Se tiró, pero no le hice mucho caso, porque estaba más impresionado viendo cómo las mezquitas con sus minaretes se mezclaban con las torres de la iglesias. En Mostar no hay nada más. Una calle empedrada de forma que no puedas caminar con rapidez y mil silencios. Aquí se han matado a conciencia, piensas, y, en cuanto te sales del circuito diseñado para visitantes en sandalias y bañador, ves aún restos de metralla en mil edificios que te lo confirman. Esto fue la guerra, la puta guerra de vecinos contra vecinos, porque uno tenía un sentimiento y el otro el contrario. Guerra de religión, guerra de etnia, guerra de odio en la periferia de Europa. 

En Bosnia, además, murieron 22 cascos azules españoles en los 18 años que estuvieron poniéndose en medio de dos grupos que sólo querían sacarse los ojos. La guerra impresiona, pero la guerra reciente impresiona aún más. La he leído y ahora le pongo dimensiones a las páginas que estudié, a los reportajes de Pérez-Reverte para Informe Semanal que vi. Metes los dedos en los agujeros de bala de las paredes, pero ahí ya no hay nada caliente. Impresionan como impresiona una tumba, pero no como un incendio porque ya está apagado. El río se llena de niebla y nosotros seguimos sacando fotos a lo que ya sólo existe en los retratos antiguos. El puente del siglo XV es un pastiche de hace diez años. Los restos del original están en las orillas, en el fondo, en la memoria.

Continuamos caminando lento, el suelo resbala y el empedrado duele. Casi puedo ver los vehículos BMR blancos de los cascos azules españoles, con distintivos de la ONU, patrullar las calles y las carreteras al fondo. Mi recuerdo quiere conectarse con la realidad y me paro a buscar puntos de referencia de crónicas, reportajes, películas, entradillas locas y documentales de muertes por todos los fotogramas. Imagino a los corresponsales de guerra recortándose contra las paredes de un lado a otro, rápido, de cuclillas, corriendo en zigzag para exponerse lo menos posible al fuego enemigo. Todos eran enemigos aquí. Hoy, la gente que llega se pasea sin entender que en aquella ventana hubo un francotirador. Quizás sea mejor así.

A una calle de la ciudad vieja está un cementerio lleno de tumbas con la fecha de los 90 del siglo XX. Todo es demasiado real, pero a la vez lejano. Yo sólo soy un turista con varias lecturas y algo de memoria para recordar los informativos de la época. La metralla parece hecha por termitas y el hormigón, misteriosamente, se vuelve de madera, casi flexible, antiguo. La metralla lo avejenta todo. La metralla te recuerda que aquí se mataron como si no hubiera un mañana por quítame ahí un rezo o un sentimiento de pertenencia a un terruño. Meto los dedos en cada agujero de bala que encuentro y los lugareños desde un bar me miran con esa mirada perdida que se le pone a quien le han disparado alguna vez. La ciudad ha decidido dejar las heridas a la vista, las llagas, para vivir no tanto de ellas sino con ellas. La guerra aquí se siente como algo que puede volver a pasar en cualquier momento. Continúo viendo el decorado. Me siento como ese reportero de guerra que llega tarde a todas las batallas, pero que las huele aunque no haya tiros ni humo. El escenario impresiona demasiado… Dubrovnik ha borrado todas las huellas porque quizás, al ser atacada por una fuerza hoy extranjera, nadie quiere recordarlo. No interesa, hay que renacer. Mostar necesita recordarse que el vecino le torturó, por eso Mostar quizás sea diferente a la ciudad croata. En Mostar aún se puede oler a ropas húmedas de paramilitar patrullando por el puente… aún se escuchan los ecos de todas las miserias de la guerra si pones la oreja.

La única nota de alegría que se aprecia es la cantidad de música flamenca de chiringuito que sale de las tiendas, de los restaurantes. Seguramente recuerdo de los lustros de estancia de militares españoles que se las harían poner para darle vida a una ciudad sin sonrisa. Cuando llegue a casa releeré Territorio Comanche, pienso, ahora sólo quiero volver al Mediterráneo para tomarme una cerveza en una terraza del siglo XXI.

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