Un manto de claridad cegadora cubre la ciudad, una neblina de nubes difusas lame los tejados dejando ver lo cercano y entrever lo lejano, susurrando con calma que la mañana ha llegado. La mirada foránea, poco experta, tiene que fruncir el ceño pues los ojos claros no tienen el hábito de mirar de frente a África. Una capa de vapor de agua y otros gases no tan nobles se cuelan entre las calles, recovecos y pasadizos del laberinto de Yaounde dejando una estela de luz azulada mezclada en la paleta del más fino pintor expresionista. La contaminación, herencia descarada del progreso, da toques grises, cuando no de negro espeso, enseñándonos la praxis de la política de desarrollo que teóricos del colonialismo planearon entre Londres y Paris.

"En la superficie se levanta un tejido urbano dominado por la anarquía, consecuencia palpable de la teoría de la supervivencia".

En la superficie se levanta un tejido urbano dominado por la anarquía, consecuencia palpable de la teoría de la supervivencia, que lucha contra la omnipresente e inexorable fuerza de la Madre Naturaleza. Cada centímetro que no ocupa el hombre lo hace ella, dándoles respiro y fruto, sombra y oxígeno. El bosque espeso del horizonte, apenas una línea imaginaria, avanza sobre la ciudad sin especular, un ejército amigo y cómplice de palmeras, árboles de mago, de papayas y un sinfín de especies que aún no soy capaz de identificar miran desde las alturas el enjambre de casas apiñadas que ha crecido a su alrededor. Una brisa de aire fresco agita levemente las ramas y mece suavemente las flores naranjas, blancas y amarillas que se cuelan en mi terraza sin pedir permiso.

El sol va tomando fuerza mientras las nubes se acumulan para marchar al norte. La nueva luz, más concreta, revela el color que se despliega agazapado entre el verde oscuro dominante. El auténtico color del África negra es el rojo caoba con brillo de cobre, el color de una tierra fértil bañada por siglos de ríos de sangre. El tiempo lo tiñe todo de cobre, una marca que ni las lluvias tropicales pueden borrar. Si acaso consiguen que esa pintura que pisamos se cuele hasta el último rincón, como una vena que riega todo a su paso.

Es un brillo noble y realista, sin artificio ni magia, un color puro y sincero sin pretensión de aparentar. Es el alma del pasado que pervive en el presente y nos recuerda que nuestras raíces no son de asfalto o mármol, sino de la tierra que hemos bañado con vida y muerte; que el ser humano anduvo lejos, desplegándose por el mundo con los pies mimetizados del rojo caoba que señalan su origen.

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