La carta de presentación de "la peli favorita de Tarantino de 2013" ya escama bastante sabida la inclinación del director frustrado de The hateful eight por la violencia desmedida. Así, esta película israelí llega a nuestras pantallas vendida como una ‘comedia negra’ (sic) que retrata la venganza contra el pedófilo más cruel posible.
Y a fe que hay venganza. Y tortura, y sadismo... y aburrimiento. ¿Pero risa o algo que se le asemeje? Apenas alguna en el encuentro con el árabe -la cabaña de los horrores está en un asentamiento judío- y es que hay que tener mucho, mucho talento para sacar una mueca de agrado del espectador medio cuando éste ha tenido que apartar la vista de la pantalla varias veces por lo crudo del relato. Violencia innecesaria y desagradable, violencia gratuita.
Y eso que el arranque es prometedor. Una secuencia bien rodada -y con una utilización de la banda sonora encomiable- sobre la desaparición de una niña con zapatos rojos. Imágenes hasta poéticas que terminan en el techo de la casa abandonada con el título de la película rotulado sobre él. Quieres que siga por ahí. Pero te decepciona.
Después, la pausa en el rodaje se obvia. La trama, por supuesto, está desprovista de complejidad e imaginación. El pedófilo lo es y punto. Lo liberan por negligencia y lo torturan. Bien. No existe investigación ni suspense, ¿para qué, con lo bien que funciona el gore? Los personajes tienen pocas luces y no generan compasión ni empatía en el espectador, sino más bien cansancio. Así es Big Bad Wolves, un artificio premiado en Sitges.