El inicio es perfecto. Un aterrizaje en mitad de la vida de Joe Doucett (Josh Brolin), un agente publicitario, que brinda la ambigüedad del éxito y el fracaso. Ningún camino está decidido, la imagen del triunfador hombre de negocios se alterna con el perdedor alcohólico, mal marido y peor padre. El mareo entre ambas personalidades se siente gracias a un efecto técnico de cámara que consigue que compartamos la embriaguez y la inestabilidad. Recuerda a alguna escena edulcorada de “Irreversible”.
La idea que hace nacer a la película es brillante. Retorcidamente brillante. El protagonista sufre un encierro en solitario en una habitación de un motel sucio y angosto. La rutina, el agobio, la desesperación y la soledad traspasan la pantalla. El primer anzuelo funciona. Entre esas cuatro paredes se fabricará un Wilson tétrico. También bebe de la realidad paralela que guiaba “El show de Truman”, en una vertiente macabra del mismo. Es también en ese cuarto donde el director se luce: atención a la manera de expresar la monotonía y al genial método elegido para hacer notar el paso del tiempo, mientras Joe enumera posibles enemigos.
Sangre a litros
Después de causar buena impresión, atrapar al espectador en una zozobra vital y dejarle respirar en una amplia pradera por fin, el guion gira radicalmente. A peor. Hasta ese punto, el gore y la sangre habían sido justificados. Pero la puesta en libertad y búsqueda de venganza del protagonista cruzan la raya de la verosimilitud. Tras una recuperación milagrosa, el empresario publicitario, no olvidemos al personaje aunque parezca de repente un ninja, se lanza en una persecución frenética entre golpes, cuchillos y toda clase de armas, a cada cual más brutal. El film cambia de género y se convierte en un videojuego de lucha, con algunas escenas realmente esperpénticas. Paradójicamente, con la libertad se pierde crédito, y las imágenes explícitas y escatológicas que habían sido útiles hasta ese punto, se empiezan a acumular de manera innecesaria. La crueldad psicológica da paso a una lluvia de sangre y sesos.
Tipos duros y una flor
No hay buenos y malos. Hay duros. La empatía es casi imposible con unos personajes más labrados en la estética que en su profundidad moral. Josh Brolin abusa del gemido gutural, el cual le sirve para expresar una amplia gama de sentimientos. Primer tipo duro.
Samuel L. Jackson se cambia por vigésimo segunda vez el peinado y se vuelve a meter en la piel de un personaje extravagante y turbio, que recuerda al Ordell de “Jackie Brown”, un personaje interpretado por el propio Samuel L. Jackson y filmado precisamente por Quentin Tarantino, director poco apreciado por Spike Lee. Segundo tipo duro, esbozado por encima.
Por último, Sharlto Copley, en el papel de mente malvada. Guarda secretos inconfesables y mantiene en todo momento el aura de lunático. El actor cumple, el personaje no. El guion maltrata a Adrian Pryce, puesto que su anagnórisis coincide con los peores baches de la trama. De su boca salen argumentos e historias pasadas manidas, repetitivas, innecesarias. El tercer tipo duro, por cerrar el triángulo.
En contraposición con la rudeza de los hombres, florece Elizabeth Olsen. Despegada de sus hermanas, ha sabido conmover. Lástima que su personaje sea utilizado como una herramienta y tampoco alcance entidad suficiente. El esbozo era bueno y Olsen supo matizarlo. La flor.
“Oldboy” a martillazos
En definitiva, la película es un mal cuadro impresionista. Visto de cerca, el color cautiva, tiene partes potencialmente atractivas, pero al alejarse y ver el conjunto, falla. Un reparto de mucho renombre, que cumple con efectividad, pero sin poder sacar a flote un guion que se desliza sin remedio hacia lo inverosímil. La violencia demanda una atención excesiva y además de desagradable, es en muchos casos innecesaria. Mastica y mastica un largometraje que no podrán digerir los estómagos sensibles ni las mentes lúcidas.