'La vida de Adèle': faces
Foto (sin efecto): notrecinema.

En 1968 John Cassavetes puso la segunda piedra en su ideario de revolución cinematográfica con la imprescindible Rostros(Faces, 1968) tras haberse dejado llevar por la narrativa convencional en sus segundo y tercer largometrajes. En aquella película discurría en base al amor y al desamor, al despecho, los celos y la infidelidad. Lo hacía con el particular estilo desarrollado en su sorprendente e inesperada ópera prima Sombras(Shadows, 1959): cámara en mano pegada a unos actores que improvisaban e improvisaban. Un trabajo de montaje insólito que hizo avanzar el lenguaje cinematográfico de una forma que todavía tiene reminiscencias hoy en día.

Y una de esas reminiscencias es la última y polémica ganadora de la Palma de Oro en Cannes: La vida de Adèle(La vie de Adèle – Chapitres 1 & 2, Abdellatif Kechiche, 2013). En esta película que ha levantado debates y debates alrededor de sus explícitas secuencias de sexo lésbico se esconde la herencia de Cassavetes a través de la configuración de un primer plano que no se olvida. El de las jóvenes Adèle (Adèle Exarchopoulos) y Emma (Léa Seydoux), envueltas en un romance pasional que arrasa con todo a su paso. Principalmente con la inocencia de una Adéle adolescente que crece demasiado rápido y madura en el desamor.

De eso va, aunque otros se empeñen en hacer que destaquen otras cuestiones, la vigorosa película del francés de origen tunecino Abdellatif Kechiche. Su rodaje, tumultuoso y dictatorial, es la prueba de que las obras de arte no suelen rendirse a la moral. La belleza de sus imágenes, la instantaneidad de su montaje para hablarnos de la fugacidad del amor, nacen de un proceso artístico-narrativo que no resulta agradable. Para llegar a esa verdad, a ese tormento, a ese palpable deseo que se percibe de las miradas entre ambas protagonistas; es necesario un incontable caudal de tomas e intentonas de rodaje. El cine no es, al menos aquel que trasciende, algo agradable. Ni en su concepción ni en su final, aquel que se reinventa a cada espectador.

En esta película, cuyas casi tres horas resultan por momentos excesivas pero nunca abrumadoras, se esconden grandes secuencias que se dilatan en el tiempo quizá con la intención de quedarse grabadas en la mente para siempre. De ese cruce de miradas involuntario y crucial en el paso de cebra al principio del film pasamos, en su tramo final, a unos ojos que ya no se tocan, se evitan. Entre medias tramos de mayor desigualdad, pero siempre algún momento que guardar. Como es el amor, vaya. Con toda su irrefrenable pasión pero también con todo su lamento ahogado, aquel que ruega porque todo vuelva a ser como antes aún a sabiendas de que es imposible.

Y la cámara de Kechiche que nunca se despega de Adèle. Que la mima y la rechaza, que la quiere y la desprecia. Que la ilumina con los rayos del sol y la oscurece con la luz de la noche mientras se rinde al deseo. Es entonces cuando uno ve a Cassavetes. En esas elipsis y esa cámara que nunca deja de moverse. Esos rostros que ríen y besan, pero sobre todo en esos rostros que gritan y lloran. En esa secuencia, dolorosa y eterna, que se da en una cafetería casi al final del camino. Poco me importa, a esas alturas, lo fiel o infiel que Kechiche haya sido al material original parido por Julie Maroh. Poco me importa que durante su rodaje se haya comportado mal o peor. Poco me importa, en fin, que sus protagonistas sean homosexuales y que sus secuencias de sexo respondan a la iconografía que nace de la mirada de un heterosexual.

Lo que nos queda, al final de todo, es ese implacable paso del tiempo. Esa inevitable evolución de las cosas, ese cambio que no podemos controlar. Ese silencio, ese tormento. Esa imposibilidad de guardar para siempre el primer momento, el más cálido y feliz de todos, con el fin de revivirlo una y otra vez. Ese conocernos, ese amor que lo cubre todo. Esas miradas en la hierba que se quedan para siempre dentro de nosotros pero que nunca, jamás, podremos revivir de la misma forma. Eso es La vida de Adèle. La suya y la de todos nosotros, la de todos aquellos que en plena adolescencia se hayan rendido por primera vez al amor que trastoca todo lo que creíamos que era nuestro.

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