Que un tipo como Javier Fesser, consolidado en la industria cinematográfica y poseedor de varios Goyas, se juegue los cuartos con propuestas como Al final todos mueren (Javier Fesser, Javier Botet, David Galán Galindo, Roberto Pérez Toledo y Pablo Vara; 2013) es muy loable. Porque no es esta película, compuesta en realidad por cinco cortometrajes, algo común o usual. Sí lo es narrativamente, ya que se sirve de géneros clásicos (comedia, drama, terror, thriller) para contar una historia, pero no lo es en forma ya que responde al difícil momento económico que atraviesa el país y en concreto el cine patrio. Por eso hay que hablar de valentía. Fesser ha decidido abrir el telón a cuatro jóvenes directores (surgidos del Notodofilmfest, festival que él mismo creó) con el único afán de que cuenten su historia: el fin del mundo vivido por gente corriente.
Así, el director de ese excelente melodrama de nombre Camino (2008) ofrece el prólogo y el epílogo de la catástrofe desde el lugar más privilegiado de todos: el espacio. El resto lo hacen Javier Botet, David Galán, Roberto Pérez y Pablo Vara con cuatro historias entrelazadas en mayor o menor medida para contar cómo recibe la humanidad la inminente llegada de un meteorito que acabará con el mundo tal y como lo conocemos. Desde un psicópata hasta un grupo de amigos pasando por la piscina del barrio y el dueño de la tienda de cómics. Gente normal y corriente que ofrece su intimidad a la catástrofe más desesperada de sus vidas.
Las películas episódicas suelen contener cierto tono de irregularidad por el hecho de soportar distintas miradas y estilos que chocan o se molestan entre sí. Afortunadamente no es el caso. Al final todos mueren tiene un estilo visual bastante cohesionado y todas las historias funcionan correcta e independientemente unas de otras. El punto más positivo que ofrecen es precisamente la diferencia: todas ofrecen algo distinto y consiguen su objetivo. Es decir, divertir y emocionar. Buenos diálogos, situaciones sorprendentes e interpretaciones ajustadas con las que es fácil empatizar. Las situaciones, más allá del fantasioso choque del meteorito, son cercanas y por eso el conjunto funciona. Es como si el costumbrismo se apoderase de los códigos propios del cine de género con la finalidad de introducirnos más profundamente en el drama (o la comedia).
Evidentemente se hacen notar las limitaciones presupuestarias de un proyecto arriesgado y diferente. Pero esto no juega en contra del conjunto. Las historias son humildes pero no sencillas y es la libertad creativa el nexo común entre todas. Como ya hiciese Carlos Vermut con su imprescindible golpe en la mesa de lo underground, Diamond Flash (2011), los diálogos adquieren una importancia vital y las piruetas audiovisuales quedan en segundo plano. Es en épocas de carencia monetaria cuando los cerebros se estrujan en pos de la creatividad y el bueno de Fesser, padrino del proyecto, ha sabido encauzar esos problemas y convertirlos en virtudes.
Cuatro talentos emergentes, cuatro historias distintas. Una película recomendable por lo que supone, por la prueba de que se pueden contar historias de una forma poco convencional llegando de la misma forma al espectador. Risas y llantos, tensión y emoción. Eso es lo que queda al final, cuando todos mueren. Y mucha, mucha ironía. Aquella que caracteriza a Fesser, maestro de lo pequeño. Y sus cuatro ahijados ofrecen un nivel a tener en cuenta. ¿Quién dijo que el cine español no tenía calidad?