Los protagonistas de The Bling Ring (Sofia Coppola, 2013) viven el momento al extremo. El mundo y la sociedad los ha abandonado a su suerte y ellos sobreviven tomando como ejemplo los medios de comunicación: lo importante es estar a la moda, ir a las fiestas para que te vean y actualizar tu perfil de Facebook continuamente. Sacarse fotos y comprarse bolsos. O lo que sea. La ausencia de la figura paterna o pedagógica en el sentido más tradicional (aquel que aboga por el cariño, pero también por el respeto a los demás) produce seres sin alma, llevados por la corriente y carentes de todo sentido de moralidad.
Esa es la reflexión que mejor ha sabido expresar Sofia Coppola en su última película. Otra cosa bien distinta es que le haya salido bien. Basándose en un artículo de la revista Vanity Fair que contaba la historia de un grupo de adolescentes que robaban a celebridades residentes en Los Ángeles, Coppola extiende en un nuevo capítulo su estilo y su obsesión narrativa. Aquella que le lleva a contar historias de juventud, incomprensión e incomunicación. Y, como si se viese contagiada por la vida de este grupo de niños de clase media-alta, lleva esa concepción cinematográfica al extremo, lejos de la sutileza de Lost in Translation (2003) o Somewhere (2010).
El principal problema de este filme es que no parece tomarse en serio a sí mismo en ningún momento. Está bien realizado, sus interpretaciones están a la altura y el guion es aceptable, al menos, en su planteamiento. Pero la brocha gorda aparece demasiado pronto y el "todo vale" hace que la superficialidad del caso real se apodere también de la ficción. Esto es: sus personajes no nos importan demasiado, básicamente porque son detestables y no tienen ningún tipo de objetivo más allá del temido Carpe diem, y para colmo las situaciones narradas no pasan de lo anecdótico. La ligereza, no demasiado habitual en el cine de la pequeña de los Coppola, está demasiado presente provocando una sensación de intrascendencia importante.
Y no es que The Bling Ring sea una mala película o resulte aburrida. Para nada: se deja ver y muy bien. Su directora y guionista tiene fuste audiovisual, sabe mover la cámara y planifica bien las secuencias (especialmente lúcido es el robo que nos narra en un maravilloso plano general con un ligero zoom digital). Le sobra talento, vaya. Y lo reparte, además, con pericia regalando una dirección de actores excelsa. Lo que le falta, quizás, es claridad de ideas. Más desarrollo y menos prisas. No existe una respuesta clara a la perdición de estos personajes más allá de la búsqueda de la fama a cualquier precio. ¿Dónde está el Sistema Educativo? La importancia de la televisión e Internet por encima de la enseñanza, ¿dónde se ha quedado en este reflejo de nuestra juventud?
Es evidente que esta película se entiende mejor siendo norteamericano. Aunque bien nos la podríamos tomar los europeos como el resultado final de un capítulo que ya estamos viviendo: el dominio cada vez más evidente de la publicidad y de los modelos de conducta. Pero esa reflexión se queda coja en la cinta, como si le faltase algo. Pareciera por momentos que Sofia Coppola pusiese el piloto automático por el hecho de encarar un proyecto que tiene más de transición que de pilar sólido en los cimientos de un estilo. La vulgar paleta de colores, reforzada por el uso de la cámara digital Red Epic, da buena prueba de ello. Falta, en fin, profundidad. Claroscuros. Sobra denuncia evidente, posicionamiento temeroso, fascinación por la juventud perdida. Emma Watson, ella sí, produce inquietud verdadera en sus apariciones. Su personaje, conclusión a parte, merecía más metraje, más protagonismo.