Denis Villeneuve sabe que el talento no se vende. Y el hecho de que haya pasado a dirigir una película en Hollywood tras su estupenda Incendies (2010), que fue nominada a mejor película de habla no inglesa hace ya un par de años, no significa necesariamente que haya tenido que plegar su estilo a las exigencias del mainstream. Es más: da la sensación de que se ha expandido, de que ha mejorado como cineasta y ha entregado quizá su obra de madurez definitiva apoyado por un gran reparto y un presupuesto más generoso que le permite una ambición que dura 150 minutos. Un metraje que es pura tensión, emoción e inquietud y que se erige sin problema aparente como el mejor thriller del año.
El canadiense no se ha dejado influir. Su cámara sigue siendo estable, casi diríamos que contemplativa si no fuese por esos lentos travellings tan marca de la casa que van aliñando aquí y allá una película con guion milimétrico. En la línea de la humedad y la desesperación de Mystic River (Clint Eastwood, 2003), la trama se centra en la desaparición de dos niñas en un pueblo con severos casos de pederastia años atrás. Los padres de las muchachas, amigos íntimos, comienzan una desesperada búsqueda mientras un detective de policía encara una investigación con más de un frente a tener en cuenta.
Del libreto se encarga Aaron Guzikowski y aunque no podemos descartar los lugares comunes, éstos están muy bien camuflados por la excelente labor de Villeneuve en todos los aspectos que tienen que ver con la planificación. Algo has hecho bien cuando tu película se extiende tanto en el tiempo y sin embargo para el espectador transcurre en un pequeño suspiro. La tensión, el ambiente y la emoción son aspectos muy bien medidos y que engrandecen una película de estas características elevándola por encima de la media.
Suele ocurrir con este género algo peligroso: es muy sencillo caer en los lugares comunes. Y el espectador, que no es tonto, sabe identificar algo que ya le han contado en muchas otras ocasiones. ¿Cómo evitar esa sensación? Pues con talento, como lo ha hecho Villeneuve. No es que su película sea original o nunca vista, lo que sucede es que consigue atrapar a través de la sencillez y la credibilidad. Utiliza el suspense de una forma muy particular, mostrándole en todo momento la resolución del caso al espectador y creándole una expectativa al respecto de los personajes que lo están experimentando.
Es decir, como en las grandes obras de este género (se me viene a la cabeza Michael Clayton -2007-de Tony Gilroy), el espectador siempre va un pasito por delante. Ocurre, por lo tanto, la tensión. La emoción y el qué pasará. Nosotros ya sabemos cuáles son las piezas del puzzle pero no podemos decírselo a los personajes, simplemente asistimos a su cruzada con ganas de meternos en la pantalla. En Prisioneros (Prisoners, 2013) es algo que pasa casi en todo momento y que encima está vestido de forma muy elegante, lenta pero segura, con situaciones que quitan el hipo. Una realización impecable que no sabría uno si aventurarse a denominar como clásica, aunque sin duda estamos lejos del efectismo que se lleva hoy en día.
Así, Denis Villeneuve se atreve incluso a plantear dilemas morales y situaciones desesperadas con la excesiva impronta de la religión en la sociedad estadounidense. Mete el dedo en la llaga como ya lo hiciera en sus películas canadienses, pero yendo más allá todavía, recordando que el cine ha de tener un equilibrio constante entre pasión y reflexión. Y qué es si no pasión observar a un Hugh Jackman desesperado recurriendo a todo aquello que se atrevía a juzgar. Y qué es si no reflexión observar a Jake Gyllenhaal en el cuerpo de un dios al que su mundo se le escapa de las manos sin que pueda hacer nada para evitarlo. Eso es cine y es narración. Y es también salir airoso de una película que podría haber hecho aguas de muchas formas pero que sin embargo atrapa, convence, sobrecoge.