Entre morir por soledad y morir por soleá existe un buen trecho pues en el octosílabo de la vida las coplas de arte menor componen penas y quereres, que son dicotomía de muerte y vida. Y de entre las flores surge el mito de Antonio que compone entre las rumbas, la genialidad de un solo hombre y un hombre solo, que muere y vive para siempre tocando por los palos solitarios del flamenco y la vida.

Nacido en Madrid en noviembre de 1961, vivió una infancia feliz con las peculiaridades de una familia de sello único como el apellido Flores. Antonio era un niño cariñoso y afectivo, un terremoto que se divertía jugando al fútbol y se sostenía de una columna gitana llamada Lola, de un padre que le enseñó a apreciar los bálsamos armónicos de una guitarra que descubrió con tan solo cinco años, una hermana pequeña llamada Rosario y una segunda madre llamada Lolita.

Famoso sin quererlo creció sintiéndose artista, quedando colgado de aquellas fiestas en las que Camarón llevaba la fragua a las puertas de su casa, donde una noche se enamoró del grito terrible y poderoso del flamenco de La Paquera, la bulería más pura del jerezano Barrio de San Miguel. En lo más hondo de su ser el flamenco hervía pucheros de duende y madrugada, pero Antonio fusionaba constantemente en sus sueños los soníos negros de su casa con Queen, Led Zeppelin, Lynyrd Skynyrd, Eric Clapton Lou Reed, la música rock de una guitarra eléctrica que le cautivaba.

Con la imperiosa necesidad de labrar una personalidad propia surgida del torrente generoso y genial de sus apellidos, quiso ser paloma mensajera del arte pero desmarcado de la presión y el populismo mediático que le rodeaba. Luchó durante quince años por conseguirlo, probó y trabajó en la profesión de actor, pero se sentía músico, compositor, creador y cuerda de guitarra. En esa búsqueda se dejó mucha piel, mucho sufrimiento e ilusiones. Entre bálsamos y venenos, perdido en el laberinto de la soledad, la depresión trepó sigilosamente por un alma afilada por el talento. Cada uno es su dios y su demonio, esa era la Biblia del genio chico de los González Flores, y Antonio que había dinamitado parte de su juventud en las alambradas de la adicción, conocía a la perfección los acordes oscuros de la vida.

Rebelde, generoso y creativo siempre fue un espíritu libre, un rockero flamenco con alma de sioux. Poeta urbano en piel y huesos en cuya funda de guitarra dicen sigue guardando secretos que son canciones perdidas en la eternidad. Narrador de lo cotidiano, pasajero genial de la montaña rusa de la vida, no hizo otra cosa que abrir en canal su corazón para compartir dolor y alegría. Y por ese pentagrama vital la composición genial desangró sus primeras letras para crear “No dudaría”, himno inmortal y grito desesperado de auxilio de una existencia destruida por el consumo de droga. Canción que emerge poderosa de un primer disco publicado en 1980, por el que Antonio sufrió la indiferencia de un mercado que quiso vender un producto y no se percató del genio que tenía entre sus manos.

Fue tal la torpeza que solo el buqué de los años y la ausencia han conseguido reconocer al mito, cuatro discos y una cascada de canciones que son salto de agua pura para nuestros recuerdos. No en vano desde su partida prometimos escarmentar de la experiencia y no dudamos en volver a reír desde que supimos que Al caer el sol, Antonio, un gitano De ley, se pasea por la Gran Vía. Y no son Cosas Mías sino quince años de creación para la flor que siempre quiso en su jardín, para una gitana morena que baila al son de una guitarra que suena en la Isla de Palma. Para la pluma eléctrica de un artista apasionado, enigmático y cabal, el garabato de un niño que habiendo quemado seis vidas demasiado rápido, quiso quemar la séptima en tan solo catorce días.

Pues catorce días después de la marcha de la Faraona, Antonio que lloraba de Zarzamora por los rincones fue a buscarla a los umbrales del más allá, donde en la reja del duende negro le cantó sus canciones inacabadas. Lola que le esperaba, lo acunó en el regazo de su magia mientras en el firmamento de la noche negra, ciclones de pena bebían el llanto de las soleares entre la detonaciones violetas de la despedida. En la profundidad de la madrugada, donde los sentimientos se sienten tan hondos como el flamenco, sigue componiendo rock con la mano izquierda rota de rabia, mientras habla con Lola de dios, del espacio, la luna y las estrellas.

Es el mito de Antonio, una verdad entre las flores al que le salieron a borbotones las cicatrices de la vida.