Por los bancos y árboles del Parque Municipal Félix Rodríguez de la Fuente, la cuerda voz de una guitarra atrapa locuras de amor con sus acordes e interpreta la incipiente creatividad de un niño trovador, que hoy siente enorme nostalgia de sus veranos azules. Pues es Alcalá de los Gazules, recuerdo de una infancia dibujada en un pueblo gaditano de calles estrechas y empinadas, que guardan mil historias acabadas. Es ‘el niño del pajarito’ que crea con una guitarra rota por María, alcalaína de nariz redondita cuya verdad era de mármol y su candor de piñas verdes. La jefa que mostró al trovador la belleza y magia de su pueblo, el azul barbudo de nubes irrepetibles, la sombra del Picacho vigilante con el cielo de un ardiente enamorado que encontró en la cal viva de las casas, el lienzo creativo de su genio.
Es Alejandro Sanz, aquel que quedaba colgado de la constelación de Orión, en las navidades de Carmona, madrileño de nacimiento y gaditano de adopción, pues Pueblo Nuevo fue el escenario en el que dos emigrantes andaluces construyeron la infancia de un creador inquieto. Su padre, de una tierra algecireña que le tiraba mucho y en la que se fraguó su amor por el flamenco, había hecho sus pinitos en la música, por lo que la transmisión genética jugó un papel determinante en las inquietudes artísticas de Alejandro, que a diferencia de su hermano Jesús (que era más de jugar al fútbol), prefería componer versando amores y desamores de adolescencia sujeto a la brida de las emociones. Pueblo Nuevo le vio crecer hasta los trece años y luego, el barrio de Moratalaz puso en órbita la adolescencia de un estudiante de auxiliar administrativo pero eterno aspirante a trovador.
Pues es eso Alejandro, un cantante pop que compone historias acabadas e inacabadas, que encuentra la inspiración en la madrugada, en la que como versa en una canción, presiente que se hizo más fuerte. Pongamos que hablo de Alejandro Sanz porque con la canción de Sabina compuso el mapa de unos sueños que entre los dedos se le escaparon por el desfiladero de cuerdas parlantes de Paco de Lucía. Es Alejandro Sanz, que encontró en Becquer, Tagore, Rosalía de Castro, Miguel Hernández, Delibes, Neruda o García Márquez, las musas y libros de estudio que jamás cursó.
Músico y escritor que versa sensaciones y compone vivencias de amor, que define a su amada como la marciana, la dama valiente que se peina la trenza como las sirenas y rema en la arena, si quiere. Ese mismo para el que la música no se toca y las canciones nunca mueren, que vende almas nuevas sin usar, que para decirle adiós no hace prisioneros en el corazón. Comandante de pasos elegantes, camino de rosas y espinas para quien los sabe y llega tarde. Alma y aire para el que no me compares, es la desnudez del que muestra de donde viene y de qué está hecho su corazón. Aquel que para cantar por enésima vez al amor se sumerge en un océano de besos, que en yo te traigo, su voz ronca y quebrada, celebra un millón de versos y veinte años en una música de melodías simples y canciones susurradas. Ese es Alejandro, vendedor de coplas de amor, guitarrista que disfraza la trova de pop y dibuja a una nena, que encuentra la poesía en la calle y tiene tela para siete trajes. Niño de ciudad en invierno y de pueblo en verano, que se pregunta cómo decir sin andar diciendo, para el que en llamando a la mujer acción, el tiempo corre como un cobarde. Capaz de bailar con vos aun siendo de cartón y prueba a veces olvidar pero siempre quiere volver por lo bello que es el camino a casa.
Pues el “niño del pajarito” no es cantautor, sino eterno efímero y trovador, aquel que desde que con 16 años grabó "Los chulos hay que cuidarlos" hasta que en 1997 con "Más", encontró su madurez profesional, no hizo otra cosa que viajar por los versos y las notas para cantar al amor y convertirse en marciano de la música.