Eduardo Chillida, el escultor de la Real Sociedad

Eduardo Chillida, el escultor donostiarra, jugó de portero en la Real Sociedad como titular indiscutible durante la temporada 1942-43. Sus paradas consiguieron que el equipo pudiera regresar a Primera División al quedar subcampeones de Segunda. Dicen los papeles que dejó los estudios de Arquitectura para ser jugador de fútbol, y que si no hubiera sido por una lesión de rodilla, que le llevó cinco veces al quirófano y que no consiguieron que volviera a correr nunca, habría continuado mucho tiempo defendiendo la portería txuri-urdin. También dicen que nunca pudo volver a un estadio como espectador porque no soportaba escuchar el sonido del balón y no poder tocarlo. Chillida también declaró que por esa prematura retirada se convirtió en escultor porque si no, hubiera terminado siendo entrenador.

La vida son mil posibles caminos. Y una sola pregunta, de nuevo: ¿perdimos a un portero o ganamos a un escultor? Si me preguntan a mí, yo contestaría que quizás ganamos las dos cosas, aunque de una forma un poco original. Me gusta creer que esa ausencia de fútbol, ese drama, le hizo artista. Me gusta pensar que su frustración por no poder parar más balones de parábolas densas, hicieron que idolatrara el fútbol y lo añorara tanto que de él, de aquel campo de Atocha con sus tiempos y sus luces oscuras, fueron surgiendo muchas de las ideas, muchos de los primeros chispazos, que desembocaron en sus obras mundialmente conocidas.

Buscando información sobre este donostiarra amable, de pelos escasos y alborotados, maraña de filamentos metálicos, di con su primera obra hecha en hierro “Ilarik” (estela funeraria, en euskera), que me recuerda a un poste con su escuadra. Un matiz, una sección de portería, un puente de una vida rota a una que está recién nacida. Ilarik, la muerte del deportista, el nacimiento del creador, la conversión de la frustrante ausencia del balón en su primer nacimiento al hierro, con el que seguir descifrando el mundo durante el presente. Ilarik. La construcción de un nuevo campo de fútbol, un nuevo terreno de juego, desde donde fue su tumba deportiva: la portería, el barro, la línea de meta, las redes que visitó 16 veces en aquella temporada en la que fue por fin lo que había querido ser siempre, jugador de fútbol, portero de la Real Sociedad.

Hay más. Mira, fíjate en esta otra obra, el “Elogio del Horizonte” en Gijón, mirando al límite que es el mar Cantábrico, subido en la parte más elevada de la ciudad, como un altar. Chillida colocó esa obra ahí, como una portería contra el viento. Una portería redondeada como un balón. La fusión perfecta de balón hecho postes, larguero, tiempo e infinito espacio. ¿Desde dónde llegan los goles? Desde allí, desde donde no los vemos. Más allá del horizonte más lejano que es la línea del Cantábrico. Allí se forjan las jugadas y los regates. Allí están todos los taconazos y los túneles y los pases al hueco y los huecos en las barreras por donde se cuelan los disparos que nos hacen perder partidos. El “Elogio del Horizonte” es un acto de amor al fútbol de un portero frustrado por no poder parar nunca el viento.

Elogio del Horizonte

Y más. “El Peine del Viento” en su amada San Sebastián, más allá de la playa de Ondarreta, está compuesta de tres elementos. Un penalti, míralo bien. El Peine del Viento es la alegoría perfecta de un penalti. La escultura de la izquierda y la derecha son dedos de una garra tensa, de una mano de hierro, que intuye que no podrá pararlo, ese zambombazo ha sido demasiado, y por más que tense los dedos manchados de barro y cal, espuma de olas, no va a poder evitar que el balón, que el viento, que la vida se cuelen hasta la red que defiende con más ímpetu que si se tratase de su existencia. Las manos intentan amoldarse a la forma esférica del elemento central del conjunto que no es otra cosa que un balón, redondo, con sus costuras de cuero girando, descosidas por la velocidad infinita con la que se acerca empujado por la galerna. Y sucede... todo se precipita. Gol, seguro, tiene que ser gol, gol, porque los chorros de agua que se levantan a nuestras espaldas como un graderío con los brazos en alto, celebrándolo, así lo indican. El Peine del Viento es un trallazo genial de Chillida. Un penalti visto desde sus ojos de portero antes durante y después de que suceda. El presente como sucesión de presentes del que hablaba en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes.

Peine del viento

¿No lo ves? ¿Aún no ves lo mismo que veo yo? Pues ahí va el último ejemplo.

Viajemos un poco, aterricemos ahora en Berlín. Delante de la Nueva Cancillería hay una obra que Chillida donó a la capital alemana: dos manos se juntan en una maraña redonda que bien podría ser el balón que todo lo une, que a todos nos une, como a la ciudad que hasta 1989 permaneció partida en dos, un campo roto por la mitad, amurallado, electrificado, completamente muerto. Dos brazos que con dos manos cogen un balón en alto que llega desde un saque de esquina, de la esquina más nauseabunda tras un callejón absurdo y cruel de la historia, para fusionarlo en las manos de dos ciudades consiguiendo que sean de nuevo una. La barbarie en esta capital del siglo XX ha quedado por fin parada, con las dos manos. La escultura está frente a un rectángulo verde atravesado con líneas blancas, un campo de juego que une las dos porterías separadas por la miseria en un mismo espacio, en un mismo tiempo. De nuevo, el fútbol. Ahí lo tienes.

Eduardo Chillida fue un escultor donostiarra, eso lo sabe todo el mundo, pero lo que muchos olvidan es que, al menos para mí, no dejó de ser futbolista nunca. El eterno guardameta de la Real Sociedad moldeando el hierro con sus manos de portero sin guantes.

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