Paris, 1967. Aquel día, nadie le esperaba. Sin el dinero como argumento, cuando Salif quiso indicarle al taxista que aquel viaje desde el aeropuerto de la capital francesa se demoraría casi 600 km hasta Saint-Étienne, el dueño del auto no daría crédito de que aquel negro procaz, que moraba la parte trasera de su auto, le haría contarle aquella vetusta rutina rota a sus nietos como célebre relato.

Nada le hizo sospechar que Saint-Étienne haría de aquel descarado desconocido procedente de Bamako, de Salif Keita, el primer Balón de Oro africano.

Por aquel entonces Salif tenía 21 años. Poco, conoció a su llegada, de llanto y desamparo en la vieja Europa. Pasadas épocas, y algunas generaciones, muchos años después, en un punto por el que el mar desliga la colosal África negra de la minúscula África blanca, una mujer a la deriva, que huía del menester hacia el fulgor, sería arrojada solidariamente como gota al mar. De inmediato, su figura, ya efigie en este escrito, se evaporó ipso facto y fue entregada a la holgura del océano. Con su óbito, su muerte. No fue mártir, siquiera noticia, sino otra suma baladí a la tenue ignominia. Su sueño, siguió zarpando como sombra en los éxodos del siglo XXI, en busca de la ansiada joya, de esa anhelada tierra prometida a la vista, como hostil protagonista, y con su destino, su deseo exhaló el veneno del perfume más impío. Soñó, ser como nosotros, bailar por nuestras calles, jugar con sus retoños en nuestros parques y llorar de amor, no de necesidad. Soñó vivir a la europea y el peaje marchitó su flor con agonía, pero aquello no era otoño en apogeo, y fue, la estrella que broncea la dolce vita unos metros más allá, en Canarias, la que apagó para siempre la suya, que quién sabe si se supo fugaz o perenne.
 
Pero sabiéndome errando, escribiéndole a la muerte con entusiasta hermosura, sabiéndome sin hacer justicia a lo que el fatal final mereciera, hay un pero, exacto y singular, muy cercano a esta introspección. A aquel número de tantos, le hizo memoria Bernard, un súbdito más de aquel cayuco al que decidió entregar sus sueños, que como todo hijo del mar, hermana esperanza con desarraigo. Cesó para judíos la búsqueda de la tierra prometida con la guía de Moisés, pero para los necesitados, Canaan nunca se mostró sedentario, sino como nómada esquivo en el laberinto al que tiende a hallarse la jauría humana.
 
DE GUINEA BISSAU A GHANA. El cayuco no acogería al joven como novato. El primer gran viaje de Bernard le llevaría al este, a recorrer el Golfo de Guinea, rumbo a Ghana desde su Guinea Bissau natal. Campos y playas de Accra, en Ghana, son fuente capital del fútbol en el África Occidental, ya que de allí han decidido beber los agentes e intermediarios extranjeros que se alejan de la inseguridad de los suburbios de otras capitales africanas, gracias a la estabilidad política ghanesa. Un cálculo certero habla de niños de 8 años firmando precontratos, en las cercanas al medio millar de academias de fútbol ilegales que hay solo en la capital, la mayoría con un único objetivo, exportar valores a Europa y percibir comisiones por las ventas, pulir piedras variopintas y sacarlas de allí como esmeraldas. Bernard actuó como comparsa, como maniquí, en aquel escaparate de jóvenes de Benin, Togo, Níger, Sierra Leona, Liberia, Malí, Nigeria, Burkina Fasso y demás países adyacentes o lejanos, a los que el curioseo de estos ojeadores, su gran esperanza, imprime la ilusión más visceral en sus miradas, hipnotizadas, totalmente tomadas ya por el balompié.
 
Bernard quería seguir el sendero de su héroe: “Mi madre vendió el televisor para comprarle unas botas”, declaró hace años la hermana de su brújula, Stephen Appiah, ahora jugador del AC Cesena en el Calcio italiano y millonario tras hacer carrera en Europa. A quien el fútbol hizo de su familia, un gran jardín de alegría. “Su éxito ha hecho que toda su familia pueda vivir bien y también ha puesto celosos a todos los que nos conocen, hasta extremos enfermizos. Podemos ir a comer a hoteles de cinco estrellas y viajar por Europa”. No sin algún regocijo de vanidad: “Todo el mundo quiere vivir como nosotras”.
 
Y pasó. Un agente libanés reclamó a Bernard como bandera y le prometió, lo que siempre quiso escuchar, él le pidió que le repitiera una y mil veces, que él, aquel árabe desconocido, le haría futbolista en el Metz francés. El hechizo era regio. Aquellos cantos del célebre ojeador que vino con pan bajo el brazo, con el tesoro pedido, les cambiaría la vida a él y a los suyos. Para siempre.
 
¿CUÁNTO CUESTA UN SUEÑO? Para la familia Bass, el fútbol era la meta y vender su casa solo fue el punto de partida. Que sus vástagos menores empezaran a trabajar a los 12 años fue lo necesario para liquidar la primera parte del costo del sueño de su hijo Bernard y poder conquistar el prometido pasaje que llevaría a la gran promesa de la familia, en barco a Canarias, de ahí a Europa y de ahí a bailar con los dioses del fútbol. Fue su primera conquista, porque el mérito de aquello se atribuyó como victoria, aunque el privilegio de algunos, cobrara, como es norma, el sacrificio de otros. Ley de oro.
 
Con la usura del agente árabe satisfecha, fue cuando el barco perdió la ornamenta, menguaron sus desdeñosas enredaderas y se afeó de tal manera que finalmente se dejó ver como el disfraz de un cayuco encallado en una orilla senegalesa. El viaje, fueron dos semanas infernales. Fue entonces cuando la manta le protegió de la debilidad que le anegaba, y él supo de la fragilidad de su sueño. Cuando conoció el débil baremo entre lucha y reflexión. Donde conoció la crudeza de hasta donde debe llegar uno por un sueño para cumplirlo o abandonarlo. De volar con los ángeles a que se te caigan las alas. De reconocerse como un niño que no podía saltar sobre el listón que fija sus límites. Memorias, de cuando sintió la ternura y protección de la manta que le recibió en la África blanca, a cuando padeció la confusión del centro de inmigrantes que le encerró en Tenerife, al que él definió como “cárcel”, donde ya no era tan especial, sino un negro más, que llega donde nadie le invitó.
 
Su persona sería un aluvión de preguntas, un espíritu formado de incertidumbre, pues la brújula que orientaba sus movimientos, Stephen Appia, fue reclamado cuando jugaba en Italia con la selección ghanesa sub 17, y él, había recitado otro guión en su camino. Los tiempos cambian, la suerte es inestable, pero llega, se engañaría. El agua menguaba lentamente en aquel desierto de sueños rotos mientras Bernard se sentía alentado por lo que él siempre consideró sacrificio.
 
Tras muchas heridas, Tenerife le llevó a Europa y Europa le llevó a Metz, y entonces, llegó lo que en cine y literatura se conoce como desenlace, con todos sus formales ingredientes: Metz casi le lleva a la Policía. Nadie le conocía, ni había escuchado hablar de esa perla del fútbol que llegaría del África negra hasta el noreste de la Galia.
 
Bernard se declaró a Europa, con un te quiero visceral y el trance la devolvería una lacerante cruz, soledad, sin similitud. Bernard quiso ser el titiritero de su historia, pero no supo que nunca podría manejar las marionetas cuando llegara la acción. Tuvo fe en el mesías árabe sin saber que había pactado su rumbo con lucifer. Aquel agente libanés, hizo a su familia subastar su hogar, liquidar la infancia de sus hermanos, la promesa de toda madre, e hizo a Bernard vender su singularidad a la nada, para que aquel sátrapa agrandara su botín de falso oro, brillo apagado por lo vil de su obtención, acosta de gloria falaz con la tragedia como cicatriz en sus víctimas. Que si bien el llanto germinara de una semilla, Bernard aprendió a como no sembrar el dolor, a como un sueño puede arder de tal forma que congele sus cenizas.
 
MEDIOCAMPISTAS. Cerca de Metz, en Paris de nuevo, Effa Steve, es mediocampista. Effa Steve es ecuatoguineano. Effa Steve realizó una prueba en un club de la segunda división francesa. Effa Steve es uno más de los siete mil jóvenes africanos, que la ONG “Culture Foot Solidaire” calcula, deambulan por las rues francesas. Effa Steve, vive en las calles de la periferia parisina con su compañero, nuestro narrado Bernard Bass. Persiguieron su sueño de ser futbolistas desde sus países natales donde se sentían, eran, gentes normales y Europa les desnudó sin dinero ni papeles, nuestra tierra les hizo así: “Mi vida consiste en evitar que me detengan y encontrar un sitio cualquiera para pasar la noche. Sacamos dinero de vender bolsos falsos de Prada en los mercados que hay por Montparnasse.” Su romance con el fútbol fue tan intenso, que no conocieron la afrenta, ni el desamor. Siguieron el culto. Ambos juegan en un equipo de aficionados donde el nivel es “muy bueno” y no siempre “son titulares”. Europa y el tiempo alejarían para siempre a Bernard del sueño de emular a Stephen Appia. Raro será que vuelva a su tierra, donde todos creyeron despedir a un héroe, para volver como un mendigo europeo. Habiendo conocido todos, que él, solo quiso revelarse a su destino.
 
Cuando uno habla de la África negra, habla en mayor parte de necesidad, ergo de atrevimiento. De esa pasión que dota la menos gustosa, pero viva escuela de la escasez. Del brillo que dio al fútbol aquel gol, en Italia 90, de un Roger Milla de 38 años, que en un córner cambiaría las celebraciones para siempre, de la convicción de los guantes del camerunés N’Kono, de la rabia de Samuel Eto’o, corriendo como un negro para vivir como un blanco, de la hermandad de Finidi George, Okocha y Kanu fundiéndose en un abrazo tras una gran jugada que cumplió su objetivo, de la vehemencia de Drogba poniendo el balón en su hábitat, padeciendo la malaria o persiguiendo con porfía a Tom Henning Obrevo. De lo que puedo ser y no fue, al que llamaron nuevo Pelé, Nii Lamptey, de la épica de aquel córner que dio premio a su lanzador Abedi Pelé en la final de Copa de Europa del 93, donde el Marsella, sufriendo mucho, tumbó al gran Milán. De la oscuridad que conoció Marc-Vivien Foé en el Stade Gerland de Lyon, de la iconicidad de George Weah para su tierra siendo el primer y único africano, levantando el Balón de Oro, perdónenos el europeizado Eusebio.
 
ÁFRICA. De brillo, convicción, rabia, hermandad, vehemencia, fracaso, épica, oscuridad e iconocidad bebe África. Pero también bebe de inclemencia, bebe de Bernard Bass. De Effa Steve. De Mavuba, ex jugador del Villarreal, en cuyo pasaporte reza “nacido en el mar”, al conocer el mundo mientras sus padres huían de la incendiada Angola, de alguien que aterrizó como Salif Keita, Stephen Sunday, que rezaba a Dios para jugar en el Chelsea, y tuvo que rezar a solas para salir del aeropuerto parisino en el que le habían abandonado. Tras lo que cuenta, Dios le llevaría a trabajar en los invernaderos de El Ejido, tras lo que sí sería futbolista. Bebe de todos los miles, de todos los niños, que desde vertederos, suburbios y playas viven hipnotizados por el horizonte, con el que juegan a cambiar de ruta. El que corteja a los hijos de África, para que puedan cumplir la promesa que la mayoría de madres prometen al traerlos al mundo. De la inquietud que provoca ese confín que concede milagros, imparte tragedias y se hace valer por su incertidumbre, mientras permita sentir, lo único por lo que suspira un niño, su dogma: ser especial, diferente.
 
Porque junto a todo brillo siempre hay alguien que mira, que observa, que anhela. Un lugar donde el oasis regenta la esperanza y la ignominia lo real. Una esotérica liana que en ocasiones lleva a la gloria más honda y en otros turnos, a la oscuridad más irracional.
 
Por lejana que semeje, esto no ha sido literatura. Todos, pudimos nacer en la África de Bernard Bass, en la ruleta de nuestro origen.
 
Desiertos de sueños, sobre dunas de necesidad: esclavos del balón, es un reportaje de VAVEL Magazine.