A unos pocos metros de la Piazza San Domenico Maggiore, en una pequeña callejuela del centro de Nápoles, se encuentra una de las joyas del arte, un misterioso edificio sagrado reconvertido en capilla sepulcral, reutilizado para ensalzar a través del mármol un grandioso mensaje secreto pendiente de revelar. Y el encargado de iniciar semejante obra maestra fue el escultor Antonio Corradini.
Nacido en Padua el 6 de septiembre de 1668 Corradini es bastión artístico del rococó veneciano. Comenzó a trabajar artísticamente a los quince años siendo aprendiz de escultor de Antonio Tarsia. En 1709 se inició en el arte de la escultura y en 1713 abrió su propio taller. Sus obras repartidas por el mundo dejan constancia de su genialidad, en la Basílica de San Marcos, Venecia, la estatua de San Marcos el Evangelista, actualmente en el Museo Correr, en el Louvre de París la escultura de La mujer con velo, en Praga el sepulcro de San Juan en la Catedral, en Roma en el Palazzo Barberini la Vestal Tuccia. Pero sin duda una de las obras maestras del genial Antonio Corradini es la “Verdad Velada” concebida por el escultor para la Cappella Sansevero de Nápoles (Capilla de Santa María della Pietà, popularmente llamada “Pietatella”). También conocida como Pudor Velado o Castidad, representa el momento en el que María Magdalena ve a Jesús resucitado y lo confunde con en el jardinero. Al reconocerlo, Jesús insta a la de Magdala que no le puede tocar. “Noli me tangere”. María Magdalena es por tanto aquella mujer velada, la verdad de la Diosa, la revelación. Junto a la mujer una lápida partida, unas pocas palabras y el árbol de la vida, el regreso a Eva, un guiño a la Diosa mujer y a Isis, la Diosa masónica.
Raimondo Di Sangro
La perfección técnica del velo sobre el mármol, cubriendo las formas de mujer es absolutamente sublime, solo concebible de las manos de un genio de la escultura como Corradini. Quizás también en su caso una forma de representación de su propia vida, el halo de misterio y desconocimiento biográfico de un autor del que se conocen realmente escasos datos, tan solo que quedó huérfano y que se separó, pero de los que se intuyen que no tuvo que llevar una vida precisamente plácida. De las manos de Corradini, definitivamente el mármol parece seda, a golpe de cincel surge la magia y la sensualidad de esa mujer Diosa. Sin duda atrevido e irreverente para una capilla funeraria, pero absolutamente genial, rebosante de misterio y expresividad. Puede parecer extraña la composición escultórica, su atrevida sensualidad, pero el hecho de que la obra fuera encargada por el noble Raimondo Di Sangro (VII Príncipe de Sansevero), para honrar el túmulo funerario de su familia, despeja muchas dudas, pues Di Sangro era un reconocido alquimista, masón e intelectual de la época. De ahí que tras el sublime trabajo escultórico subyace el velado misterio, la revelación de una gran verdad que algún día se conocerá.
Antonio Corradini y Giuseppe Sanmartino
Las esculturas de Corradini parece que pueden cobrar vida en cualquier momento, sus obras nos hacen pensar que el hombre se convirtió en piedra y viceversa. Principalmente trabajó en Venecia, pero sus prodigiosas manos se dejaron ver en Alemania, Viena y Nápoles, donde murió, poco después de terminar la modestia, sin duda su obra más célebre. Su capacidad para la técnica del velado sobre mármol es absolutamente prodigiosa, sobrenatural. En Sansevero, Corradini ejecutó tres esculturas marmóreas: El Decoro; la Tristeza, y La Modestia. Y los continuadores de su obra se tuvieron que atener al pie de la creatividad sobre lo proyectado por el escultor veneciano. Así Francesco Queirolo, su sucesor, se encargó de sucederle, firmando de sus prodigiosas manos La Sinceridad (1754), y otra de las obras maestras de la capilla: El Desengaño (1754). En El Desengaño, Queirolo, muestra una obra virtuosísima, en honor al padre de Di Sangro representado en un pescador simbolizado en un ángel que se quiere liberar de su red con la ayuda del intelecto. Y quizás como grandísima referencia artística de la maravillosa capilla, encontramos el Cristo Yacente (Cristo Velado) esculpido por Giuseppe Sanmartino (1753).
Partiendo de la misma técnica del velado, Sanmartino se desmarca del boceto de Corradini, del modelo hecho en terracota (hoy en el Museo Nacional de San Martino) realizado antes de su muerte en 1752, y expresa su grandiosa creatividad, dando lugar a uno de los grandes referentes de la escultura de segunda mitad del XVIII y principios del XIX. El patetismo y el naturalismo de Sanmartino logran tapar el ilusionismo de Corradini, concibiendo una portentosa y bellísima talla de mármol de Jesús inerte, tan solo cubierto por un velo de mármol. En este caso un velo mágico, sobrecogedor, ciertamente inexplicable, capaz de transmitir el sufrimiento de Jesús, muy posiblemente el santo sudario de la historia del arte. Las obras pertenecientes al final del barroco, son en cambio por su realismo, la irrupción bellísima del rococó, teniendo en estos artistas a sus dos más grandes genios.
Es por tanto un sano ejercicio de contemplación disfrutar de la majestuosidad de estos maestros del velado, como Corradini, Quierolo y San Martino, ángeles con martillo cincelador. Cuenta la leyenda que Di Sangro impregnó un velo con sus sustancias secretas el cuerpo inerte de Jesús y del de María Magdalena, que hicieron que se petrificara, lo que explicaría su aspecto increíblemente realista. Nada más lejos de la realidad, pues el virtuosismo y el realismo solo son explicables desde el punto de vista de la historia del arte y de los magos creadores que las concibieron. Todo ello en una supuesta capilla funeraria familiar, que en realidad es un claro templo masónico en el que muchas de las esculturas están fuera de lugar, a excepción de la del cristo velado. Si existe la alquimia en el arte, esta se puede encontrar en los trabajos velados de Corradini y San Martino en la misteriosa y bella Capilla de Sansevero. Un metafórico canto al más allá, las veladuras de la contemplación alquímica, un maravilloso puente al otro lado del misterio. El cincel que es buril de la poesía parece ungüento mágico capaz de convertir en velo el mármol transparente tras el que se puede observar toda la verdad, por muy dolorosa, enigmática y bella que esta sea.