El dolor ha sido un sentimiento muy representado en la historia de Hollywood. Lo sentimos y lo vemos cuando Bogart abandonó a Ingmar Bergman, cuando el cazador mató a la madre de Bambi o cuando Forrest lloró por su amigo Buba. Ese dolor puede ser representado de múltiples maneras: como un melodrama barato de sobre mesa, como una película bélica de gran presupuesto, o como la tragedia de una enfermedad incurable. Pocas veces en el cine vemos al dolor representado de una forma hermosa. El público no quiere ver un sentimiento tan deplorable con gusto estilístico, ni tan siquiera un exceso de pesar durante casi tres horas por cerca de 8 euros. Todo ello me lleva a pensar que Iñarritu es o un valiente o un insensato, ambas unas cualidades muy poco valoradas en el oficio de director de cine.

Cuando alguien se sienta frente El renacido durante casi tres horas sufre mucho, pero sufre poéticamente. Una poesía llena de barro, sangre, agua, humo y violencia, pero poesía visual al fin y al cabo. La sangre de Di Caprio inunda una película concebida para ser una provocación, algo que a su director se le da bastante bien. Poco importa aquí el diálogo, casi inexistente y de escasa importancia, vibra la cámara con cada enfoque, gira en torno a los personajes como un Dios omnipresente que desgarra al espectador con una fuerza incontrolable.
Todo es excesivo en El renacido, el espectador se verá obligado a apartar la cara ante el dolor que rezuma vileza de la pantalla. Una dosis de realidad que amarga la vista con cara toma, como sal en una herida. Es el mal lo que rodea la historia de Hugh Glass, la misma condición humana deplorable es la que cala los huesos de este explorador estadounidense del s.XIX que no encuentra bien en ningún acre del oeste americano. Una mezcla de El cazador de Kurosawa y un capítulo de El último superviviente pero sin orín de serpiente.

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Iñarritu le da una vuelta al clásico modelo de western, los villanos son todos, las pistolas innecesarias. El oeste se traga al oeste en las fauces de un oso que se come al espectador sin dejar hueso alguno, escena memorable. La conquista se convierte en huida y el indio en cazador de blancos, como una sombra escondida esperando para atacar al invasor. Un invasor que está más debilitado que nunca en un medio que no comprende ni aspira a ello.

Muchos premios y no de oro merecen la producción del director mexicano. Siempre pretencioso, pero esta vez con razón. El chirriante creador ha dado vida a una cinta sobre la lucha del hombre contra la naturaleza, del hombre contra sí mismo.