El cine contracultural (casi) siempre ha ido de la mano de su archienemigo; él mismo. Los valores que sabe desdeñar y los que sabe ensalzar, están en pos de la aprobación cultural. En este intento por conmover al espectador, desde la perspectiva contraria, inutilizando el concepto de tabú y otorgándole peso a cualquier clavo ardiendo, Fernando León de Aranoa urdió Un Día Perfecto. Encaja en los cánones de la tragicomedia, pero se queda en el camino de ambas. Por partes resulta brillante pero, en su totalidad, sólo sobrevive la honestidad del cine crítico-social. Error constante en la introducción musical, con la que pretende girar la tapa que cubre sus valores, pero termina por sepultar bajo un cargante frenesí melódico. Las interpretaciones surgen como solución, poseen la esencia que trata de inculcar el filme, sin embargo, no rompen con los moldes y pasean, durante todo el metraje, por una senda plana y sin sobresaltos. Una trama que carga y descarga sin control, y en la que reinan las relaciones interpersonales superficiales, dentro de un marco que funciona como una cierta lección sobre el tiempo de guerra.
Basada en la Guerra de Bosnia, León de Aranoa busca sorprender con una cinta bélica, sin dejar que el belicismo pase por encima del guión. Se posiciona en la perspectiva pacifista, bajando a las profundidades donde tienen lugar las relaciones entre la población, los ayudantes foráneos y las organizaciones que aprovechan la situación para aumentar sus beneficios. Trenza una trama en la que muestra la crudeza de la atmósfera, pero la tiñe, hábilmente, del color cómico, buscando drenar la pesada carga del drama tangible. Demasiado condescendiente en algunos tramos, siguiendo una estructura narrativa que nos impide simpatizar con los protagonistas. Matiz criticable que, sin embargo, funciona, ya que emplea de gran manera la figura del ciudadano local, jugando con el espectador a la propensión empática, bajo la premisa de una terrorífica conyuntura moral. El problema es la falta de profundización en lo que ciertamente piensa ese estrato social. Describe una capa, muestra otra y deja libres las demás. La introducción musical es una de las trabas que encontramos al visualizar la cinta, no por las canciones elegidas (aunque sí, en el caso de la gore Sweet Dreams, de Marilyn Manson), sino por una mezcla extraña de géneros que no le otorgan ni seriedad, ni suavidad, simplemente recarga la atmósfera, en contraposición con lo que pretende, desde un primer momento; suavizar el drama. Burdo y demasiado directo, intenta ayudarse de planos aéreos bajo melodías (un tanto punk, para lo que necesita una pieza de su altura) que provocan una imprecisión notoria. En sus diálogos encontramos resquicios del mejor León de Aranoa, naturales y ausentes del triunfalismo que rodea a las organizaciones de ayuda sin fronteras. Un muy buen apunte que enaltece, una vez más, la capacidad del cineasta para escribir guiones repletos de cotidianidad y sencillez. Y es aquí donde encontramos el verdadero valor de una obra que expone la faceta de la devastación material y personal en la post-guerra; la mezcla entre lo rudo y lo cotidiano, desde un ámbito humorístico de grado 1. Aunque se aprecian la dureza y desazón que sus personajes experimentan, carece de una sátira aguda que se coloque en esa perspectiva no convencional. Paradigma cómico con personajes poco evolutivos, con el que encuentra lo que busca, pero no resulta lo suficientemente convincente para el espectador exigente. Tierna y conmovedora, aunque algo apática.
El desarrollo de los personajes brilla por su ausencia. La suma de las distintas tesituras provocan en sus guías una falta de exposición algo más íntima. Se quedan en la superficie, y no por falta de oportunidades, sino por la falta de importancia, real, dentro del filme. Comete el error de encomendarle a su jefe de filas, interpretado por un más que correcto Benicio del Toro, la moralidad en un mundo en el que no tiene cabida, por lo que termina por ser un intermedio entre el implacable Mambrú y su sombra desinteresada. Tim Robbins, en su particular tez de loco empedernido, desempeña el papel con agilidad, consiguiendo que la neblina del inconsciente acostumbrado a su mundo de inconsciencia, sea determinante en sus diálogos. La introducción de Katya, encarnada por Olga Kurylenko, aporta ese ingrediente, aún más extranjero, que funciona como una conciencia irreverente, aunque lo hace a medias tintas; la pequeña subtrama generada entre su papel y el realizado por del Toro, sugiere un drenaje exagerado. En su intento por mantener el tono cómico, León de Aranoa simplifica al personaje, otorgándole confianza, en lugar de enfrentarlo a un grupo que le mira de soslayo. Durante gran parte del metraje, se transmite la sensación de que los protagonistas se encuentran en tramas distintas. No brillan porque no pueden.
Un Día Perfecto es un cúmulo de esencias encontradas en la crudeza de la post-guerra. Plasmada desde una perspectiva cotidiana, genera un aura de alegría entorno al dolor, aunque carece de profundización. Las interpretaciones son correctas, limitadas por la sencillez de sus personajes. Consigue su objetivo, pero no encuentra el equilibrio perfecto entre lo moral y lo absurdo. No atrapa al espectador, le deja frío, con la sensación de que todo salió bien, pero sin saberlo a ciencia cierta.