Las voces divergentes del aclamado director de Pulp Fiction no se han hecho esperar. Pincha aquí para leer una crítica que contradice las palabras de Quentin Tarantino. Como para gustos nacieron colores, si eres de esos espectadores que disfrutan del rojo de la sangre y del negro de un sótano, siempre que los una la paleta cromática del sentido en la trama, sigue leyendo.

Decían los versos...

Un inicio genial. La poesía ataca cada sentido, desde el oído con una música clásica envolvente y opresiva, hasta la vista con unas imágenes en cámara lenta que provocan una creciente angustia. Los sentidos se conjugan en una sinestesia creciente, llegando paradójicamente a un clímax que nunca termina de llegar. El placer del anhelo. Este principio tan trabajado técnicamente crea una angustia de la que el espectador intentará, seguramente sin éxito, desprenderse durante el resto de película.

Aunque las imágenes del arranque –¿cómo olvidar ese zapato rojo­?– son las más impactantes y minimalistas, no son las únicas que saben hablar más con la mirada que con las palabras. Más tarde, un sillón vacío, o la conversación muda entre dos personajes separados por una vela, o un grupo de niñas angelicales vistiendo de rosa, son detalles con un poderío desatado.

Inocente o culpable

La trama, aunque simple, es efectiva. Un supuesto pedófilo y asesino, es torturado fuera de la ley, lo cual le protegerá posteriormente de ella. Uno de los policías impulsivos que tomó la justicia por su mano se unirá al padre de la última niña asesinada, para recuperar la técnica de “hacer hablar al sospechoso”. Los medios, por supuesto, ilegales. En torno a ese trío protagonista, al que se unirán personajes impredecibles como el abuelo de la niña fallecida o un jinete árabe, orbita el núcleo del largometraje.

El tema del thriller, la venganza, es manido y es cierto que Aharon Keshales y Navot Papushado (directores y guionistas a un tiempo) no han inventado un género, pero consiguen mantener un pulso narrativo de alta tensión. Los dos israelíes dibujan una balanza entre la inocencia y la culpabilidad permanentemente oscilante. Entre medias, un laberinto de emociones contrapuestas. Hay películas que consiguen que un espectador empatice con el torturador y el de la butaca de al lado con el torturado. Pero hay muy pocas que logren crear una doble vertiente empática en el mismo espectador, dubitativo entre la más sedienta ansia de venganza y la fe de la inocencia.

La falsa careta

El elenco de personajes es reducido, porque no se necesita más. Quizá incluso sobra la figura del abuelo de la víctima, la cual responde a un giro de un concesivo realismo hacia un humor oscuro, negro, negrísimo, que sin embargo cala con honestidad y sin sobrepasar la línea hacia lo impúdico. El trío protagonista tiene altibajos en cuanto a configuración de personajes. Uno de ellos (Lior Ashkenazi) cumple la función del típico detective de novela negra, con métodos poco ortodoxos de obtención de datos, pero pronto se ve superado en crueldad y violencia por el padre de la niña violada (Tzachi Grad). Los motivos de este progenitor vengativo se entienden evidentes, pero no así su carácter. ¿Qué tipo de entrañas necesita un humano para poder mirar fríamente al asesino e incluso comentar sarcásticamente el desarrollo del macabro juego del que su hija fue víctima? No da la sensación de haber perdido los nervios y ampararse detrás de esa máscara de sadismo. Sus actos chirrían y parecen artificios obligados para el transcurso de la trama. Por último, el mejor construido de los tres: el supuesto pedófilo (Rotem Keinan). Gracias a su magnífico trabajo como actor y gracias al suspense que aporta su personaje, se convierte en la figura central. Inimitable su transformación facial entre escenas, en las que se metamorfosea de un tierno cordero tratado injustamente a un gran lobo malvado.

Camaleónica

También la película en su conjunto se prueba distintos disfraces. En su nacimiento, una poética que se va difuminando velozmente en un registro siniestro. Después del fulgurante comienzo, tiene un valle en el interés en una parte donde pierde densidad. Logrará atrapar de nuevo mediante la preparación de un plan macabro, la interrupción del humor negro pero no ofensivo y un gore necesario, del que no se abusa visualmente, aunque sí psicológicamente. Aunque la vista huya de la pantalla en alguna escena potencialmente desagradable, las ideas se arremolinan en el cerebro y son las causantes de la angustia. Por último, incluye de refilón, casi como por obligación, la problemática árabe-judía. Este asunto queda descolgado del sentido troncal, pero al menos ofrece una visión amable de los árabes, permanece en el terreno de lo políticamente correcto.

En resumen, la recomendación que prima es la de columpiarse entre la inocencia o la culpabilidad, ir cambiando de piel entre los personajes como el diablo de Fallen y descubrir la verdad antes de que te golpee la cara como en Seven.

Foto 1 y 4: videodromo

Foto 2: lamiradaindiscreta

Foto 3: joblo