Desde la primera imagen, con un ingenioso artificio que te engancha de inmediato, Spike Jonze lanza su anzuelo y pesca muy fructíferamente a los espectadores. Este primer bocado, suculento, es a su vez un primer plano de Joaquin Phoenix que, desde el engaño, saca una inevitable sonrisa. Pero no se queda ahí. Cuesta comprender el oficio de Theodore: escribe cartas emotivas para personas que se lo piden. Toda una declaración de intenciones desde el minuto uno.
Y suena la música. La melodía invade la sala, y los acordes se adaptan como un guante de látex a la estética de videoclip que predomina durante todo el largometraje. La banda sonora no solamente es acertada y armoniosa con la imagen, sino que nos introduce en la película a fuerza de referencias directas en la boca de los personajes.
La palabra es una fuerza etérea que encuentra un hogar en el pecho del espectador
Y calla la música. Y hablan los personajes. La película se cimenta en unos diálogos geniales, una sucesión de frases poéticas, palabras que “siguen esperando a dejar de quererla”. Hablan. Te ríes, sientes. La palabra es una fuerza etérea, evanescente, que encuentra calor y hogar en el pecho del espectador y allí vive. No en vano enamora Scarlett sin aparecer ni un minuto en pantalla. Bonito reto al que se enfrentan los chicos de doblaje.
Y suena la música. Theodore baila con un sistema operativo incorpóreo, con la voz de Scarlett, y ambos se enamoran. ¿Quién habló de la soledad de la tecnología? Se introduce un debate muy interesante sobre las relaciones humanas en un futuro cercano, plausible. Al salir de la sala de cine, el espectador coge el transporte público y ve con otros ojos a los numerosos desconocidos que miran una pequeña pantalla y sonríen. Sobrecogedor. El guion es capaz de sumergir en su espiral hasta provocar un desgarro por los sentimientos de una máquina.
Calla la música. Se oyen, goteando insistentes, risas acariciando las paredes de la sala. Un humor mordaz, sutil, diferente. Theodore y Joaquin Phoenix forman un tándem de actor-personaje verdaderamente entrañable. La empatía es casi total y entre la configuración del primero y la expresión del segundo (con un bigote y unas gafas propias de su tocayo Joaquín Reyes), la carcajada se sienta en la butaca de al lado. El propio atuendo del protagonista es una ironía; paseando con un aire retro entre colores dulzones, para colmo, en un futuro cercano.
Calla otra vez la música. Y calla la luz. Spike Jonze, después de invitarnos a una experiencia extrasensorial del acto sexual en “Cómo ser John Malkovich”, nos regala una escena impactante. Sobre una cama, dos voces se acarician, se entrelazan, se desean. El erotismo encuentra una puerta nueva por la que instalarse debajo de la piel.
Y suena la música. La pieza se alarga demasiado, con una coda final rayana en la estridencia. Solamente esos minutos de más, donde decae incluso el diálogo, evitan que el director y por lo tanto su obra se encumbren en el Olimpo cinematográfico. Otro detalle, aunque nimio, son algunos de los personajes secundarios; simples bastones en los que Theodore se apoya para crearse a sí mismo. Cumplen su función, pero un trazo más no hubiera sobrado. El ejemplo perfecto es la ex mujer de Theo, la cual causa más impacto fuera de plano y pierde fuerza en pantalla.
En definitiva, una melodía apabullante e innovadora a la que le restan los minutos de más. Un consejo, como siempre: vean y juzguen ustedes mismos.